Essay
Autocensura
COLUMN/COLUMNA

Autocensura

Malva Flores

“La verdad, aunque sea motivo de escándalo”, fue la divisa de mi abuela materna hasta que se murió de una hemorragia fulminante, un 14 de febrero, sin tiempo para decir ni pío. Con esa frase nos persiguió, chancla en mano, a mis primos y a mí toda la infancia, aderezando el proyectil con su otra frase favorita: “Al pan, pan. Al vino, vino”. Para nosotros, sus palabras se volvieron valiosas enseñanzas  saberes y han sido un clavo ardiente en mi vida, motivo de innumerables descalabros que me llevaron en un tiempo relativamente corto a pensar en la conveniencia de cambiar de profesión e incluso de país. El reconocimiento de esta anomalía fue súbito, pero se gestó diez largos años, durante los cuales yo no entendía las razones de mi incapacidad para adaptarme a las circunstancias que me rodeaban. 

Todo empezó cuando cambié mi lugar de residencia o al menos eso creí algo más de un lustro. Apenas el camión de la mudanza se alejó de nuestra vista, salimos a buscar algo para comer. En el trayecto, el anuncio gigantesco de un hotel maravilloso en la playa —a menos de una hora de nuestra nueva ciudad—, entusiasmó a mi hija, que había llorado cuatro horas en la carretera y lloraría algunos años más por la pérdida de sus amigos. Decidimos ir al mar la semana siguiente, pero no abundaré: era un hotel de quinta, emergente, de reciente creación, aunque por las imágenes del “espectacular” podía haber competido con algún Resort de la Riviera Maya. Lo increíble es que los dueños también lo habían colocado a la entrada del hotel y cuando salimos de allí pude leer lo que en el costado inferior se advertía: “Las imágenes en nuestra publicidad son meramente ilustrativas. Las características del hotel pueden variar”. No seguiré hablando de la idiosincrasia de estos lares. Todos tenemos nuestro Cuévano, pero no todos somos Ibargüengoitia.

Fue en mi trabajo donde pude advertir que expresar la verdad, o lo que yo creía que era la verdad, no era conveniente. Debí permanecer callada, pues todo lo que decía era mal interpretado o se consideraba un insulto. Después de varios años de mutismo, interrumpidos por exabruptos de ingratas consecuencias, algunos de mis compañeros me consideraron apta para realizar tareas de evaluación y me invitaron a dictaminar los ensayos las ponencias que se presentarían en un congreso internacional. Ya en otro momento había sufrido la ley del hielo por expresar, escandalizada, mi asombro ante ciertas prácticas que yo desconocía: “¿Para ir a un congreso tengo que pagar para que me escuchen y no al revés?”, pregunté en aquella ocasión. Todos me vieron con la cara de condescendencia, de mal simulado aborrecimiento, que la academia regala a cualquier escritor que ose trabajar dentro del claustro. Yo ni siquiera era novelista. Tenía todas las de perder y no volví a  preguntar  formular ese tipo de cuestiones. Pero cuando me pidieron que elaborara los dictámenes, sentí que ya había pasado la prueba, ya había “pagado mi cuota” (como ellos mismos aseguran), y alegremente expresé mi opinión durante la junta colegiada. “Este trabajo es un asco”, dije. Perdí en un segundo todo lo que había ganado. Debía argumentar articular mi “impresionismo”. Como si no requiriera de mayor explicación y fuera algo evidente, les leí el título de la ponencia, que se llamaba 

FALSA LUZ DE LUNA

EL EMPODERAMIENTO DEL PERSONAL DE SERVICIO FEMENINO EN LA NOVELA

LATINOAMERICANA ALBISECULAR 

(Construcción del sujeto femenino y prácticas del discurso heteronormativo en el plano ficcional)

Mi gesto pasó inadvertido. Todo ocurrió rápidamente y sin darme cuenta me vi involucrada en una discusión absurda. De nada sirvió que expresara mi respeto por las mujeres, mi imposibilidad de despreciar a los grupos marginales pues —entre muchas otras razones, relativas a las varias minorías a las que pertenezco— yo era mitad negra afroamericana, mitad india habitante de los pueblos originales. Finalmente, ofrecí disculpas por mi fallida expresión y aseguré que mis palabras no tenían un trasfondo ideológico ni pretensiones hegemónicas; que lo único relevante para mí era destacar la pobreza del lenguaje en aquella ponencia… Me detuve por temor a equivocarme de nuevo. Clamé por un poco de sentido común. Craso error. En mi profunda ignorancia, desconocía que el sentido común también está en la picota, acusado de crímenes de lesa humanidad.

Todo eso pensé cuando fui invitada por una conocida emblemática institución educativa para participar en el homenaje a un notable poeta intelectual paradigmático del siglo XX. Allí no debía pagar para que me escucharan una cuota de recuperación y acepté asistir. Antes de que se inaugurara, conversé con dos amigos colegas y les expuse mi triste situación. Quería trabajo, en Estados Unidos o en Canadá, donde ellos viven. Me dijeron que sí, que podían ayudarme, pero les interesaba conocer las razones de mi descontento. Entonces narré mis desventuras: estaba cruzando un amargo túnel de incertidumbre pues me habían acusado, ante a los tribunales relativos, por juzgar deficiente la escritura de un alumno estudiante alumno  estudiante. Susurrando, me confiaron que en su universidad esos eran asuntos espinosos muy sensibles. Incluso, sus programas de estudio debían contener una leyenda donde se explicara que algunas de las lecturas propuestas para el curso (justamente las del intelectual paradigmático sobre el que en pocos minutos hablaríamos) podían ser ofensivas para algunos lectores. 

A partir de entonces he intentado corregirme reformularme, traducir mis palabras infames, mirarme a mí misma visualizarme como otra, pero no lo consigo y mis escritos cojean en forma lamentable. Escribo y hablo con miedo. La responsable es mi abuela, me justifico en vano, y entonces la recuerdo regañándonos: “las cosas como son”; pero, ¿cómo son? 

Por supuesto, ella nunca leyó a Wallace Stevens. Para animarme un poco, transcribo un fragmento de aquel hermoso emblemático poema que un día, tal vez, podrá ser ofensivo para alguien y que yo no sabré traducir “correctamente”:

Poetry is the subject of the poem,

From this the poem issues and

 

To this returns. Between the two,

Between issue and return, there is

 

An absence in reality,

Things as they are. Or so we say.

 

But are these separate? Is it

An absence for the poem, which acquires

 

Its true appearances there, sun’s green,

Cloud’s red, earth feeling, sky that thinks?

 

From these it takes. Perhaps it gives,

In the universal intercourse.

 

Imagen: Auto de fe de la Inquisición, Francisco de Goya.

SONY DSCMalva Flores es poeta y ensayista. Su libro más reciente es La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/ Conaculta, 2014). Es columnista de Literal. Síguela en Twitter: @malvafg.


Posted: March 18, 2015 at 5:42 am

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