Essay
César Martínez y la desmothernidad
COLUMN/COLUMNA

César Martínez y la desmothernidad

Edgardo Bermejo Mora

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1.

En los últimos meses César Martínez (Ciudad de México, 1962) ha gozado de una gran notoriedad en la escena mexicana del arte contemporáneo.  Tras la publicación en México y en España del catálogo que presenta un recuento de su obra plástica, escultórica y performática a lo largo de más de tres décadas de actividad, en septiembre del 2024 se inauguró en el Ex Teresa Arte Actual de la Ciudad de México una gran exposición retrospectiva con algunas de sus obras y performances más emblemáticos, incluidas piezas cinéticas y lumínicas creadas expresamente para esta muestra individual, que habrá de concluir en los primeros días de febrero.

Casi dos mil personas abarrotaron el Ex Teresa para asistir a la inauguración del 12 de septiembre, algo por demás inusual. Se confirmó ese día su enorme popularidad y su visibilidad en la escena del arte contemporáneo de México, la cual suele festinar la condición hermética y conceptual de sus elaboraciones, dirigidas regularmente a un público “de nicho”, dominado por críticos, curadores, coleccionistas y galeristas.

El platillo fuerte de la inauguración —en un sentido literal— fue uno más de sus ya célebres performanceNAS, por el cual el público pudo degustar de una escultura humana a escala real convertida en un gigantesco pastel que él mismo destazó y repartió en miles de rebanadas. “Canibalismo deli”, le llama, “arte integral y dietético que se vuelve parte del cuerpo de los espectadores. (…) El que la come ya hizo suya la pieza”, nos explica en el apartado del catálogo en el que documenta una acción similar ocurrida en la Casa de América de Madrid en 1999, con el título “Ame Rica G-latina”.

Este volumen, que contó con el financiamiento de la Fundación Jumex de Arte Contemporáneo, se titula Mexpaña nos-otros mismos, lo que da cuenta de uno de los horizontes temáticos más recurrentes en su trabajo: el laberinto y las jaulas de nuestra identidad nacional, bifurcada en esa doble tradición europea y prehispánica, que nos conforma al tiempo que nos subleva o extravía.

El título de la exposición, en cambio, es más bien de evocación homérica: La idea y la Odisea. La creatividad crítica del artista puesta al servicio de un viaje incesante. La ocurrencia y sus fatigas. El suyo es un regreso imposible a Itacalapa, la tierra prometida de sus desvelos identitarios. (Juego aquí con lenguaje para emular al maestro, y para recordar que el conjunto de su obra es un diálogo ingenioso entre el temperamento visual del artista y el humor intrínseco de las palabras, que utiliza como extensiones neCésar ias de su discurso estético. Un crítico severo de la condición intercultural contemporánea, a caballo entre la imagen, la acción y el verbo). La apuesta del apóstata.

2.

La invención de América (para usar la expresión de Edmundo O’Gorman), y la Conquista de México, son dos de las piedras fundacionales de la así llamada Edad Moderna de la humanidad y de algo aún más complejo, que no sólo comprende el registro de los acontecimientos históricos de este periodo que se prolongó por cinco centurias, sino también todo un sistema de creencias, ideologías, aspiraciones, formas de gobierno y valores (incluidos los relativos a las artes) a los que reconocemos como la modernidad.

Sabemos que a partir de la segunda mitad del siglo XX, y especialmente en su última década, se fueron consolidando diversas lecturas críticas de esa tan cacareada y venerada modernidad. Estas revisiones se dieron desde la filosofía, las ciencias sociales, las humanidades o las artes. En ellas se cuestionaba, entre muchas otras cosas, si la modernidad fracasó o no como modelo civilizatorio, o si ya se había agotado como un discurso reproducido y sancionado desde los centros hegemónicos del saber, de la creación y del poder en Occidente.

Asistimos entonces desde hace ya medio siglo al surgimiento de corrientes del pensamiento y de la producción cultural que de manera muy genérica y un tanto ambigua nos situaban en algo a lo que hemos dado por llamar la postmodernidad.

Al hacer una lectura crítica y meta-irónica de los vínculos y alteridades entre ambos periodos, particularmente de las tensiones, mitos, contradicciones, rencores, sincretismos e identidades entremezcladas que enmarcan la muy compleja relación —pasada y presente— entre México y España, claramente César Martínez se sitúa en el campo de la producción artística postmoderna.

Junto con conceptos como el de la postmodernidad, surgieron también otras revisiones críticas desde lo que ahora llamamos con cierta cursilería el Sur global. En ellas se cuestionaba la persistencia de prácticas, modelos, discursos y narrativas que de manera implícita, y aún explicita, seguían y siguen reproduciendo la imposición cultural y las múltiples violencias que se derivaron de los colonialismos, al advertir que no eran cosa del pasado, sino parte de nuestro muy complejo y desigual presente.

Aparecieron entonces los estudios postcoloniales, y las aspiraciones desde muy diversos campos del saber, de la producción artística y del activismo social, que promueven, defienden o construyen las trincheras de la descolonización.

De tal suerte que, si a la modernidad se le antepuso la postmodernidad, y a los neocolonialismos se les intenta atajar con los discursos y prácticas que apuntan a la descolonización, podemos entonces coincidir con Roger Bartra (un autor bien estudiado por César Martínez) cuando propuso que en lugar de hablar de la postmodernidad, deberíamos pensar en la desmodernidad, es decir, no sólo la ambición de dar por superada esa etapa (lo post), sino la necesidad de despojarnos de los viejos caparazones en los que estábamos o estamos envueltos.

Había pues que sustituir el prefijo post por el más radical des que alude al cese, cancelación o anulación de la práctica anterior. Deshabitar la modernidad, salirnos de la casa de sus inexorables certezas, a la búsqueda de nuevos territorios en la planicie de otras verdades más bien ambiguas y fluidas. Un atajo que no conduce a la salida del laberinto, sino a otro callejón del mismo acaso más perturbador: lo post verdadero.

Tal pareciera entonces que, así como estamos llamados a “descolonizarnos”, tendríamos a su vez que “desmodernizarnos”. La economía circular, la cultura comunitaria, la acción climática, los modelos autogestivos, las reivindicaciones de los pueblos originarios son todas ellas expresiones de esa fatigosa desmodernización.

Ahora bien, si a la palabra desmodernidad le sustituimos la primera d por una th suena aún mejor: la desmother-nidad, que traducida al español de México se emparenta con otro vocablo de pertinaz elocuencia: el desmadre, el gran relajo de nuestro siglo y de nuestras identidades. En ese punto de encuentro entre el pensamiento crítico y el desmadre, se ubica con toda precisión el proyecto artístico de César Martínez. Un radical, hilarante, transgresor, elocuente y afilado desmadre.

César Martínez, esculturas en parafina encendida

3.

Lo que en el conjunto de su obra y acciones nos propone César Martínez no solo es la reivindicación lúcida del desmadre, sino también un muy complejo, exaltado y radical despadre. Por ello tuvo que viajar y vivir en España por una temporada, para documentar y comprender desde ahí su propio despadre, uno al que hace ya medio siglo Gabriel Zaid explicó como una anomalía de nuestra narrativa identitaria en su célebre ensayo “Problemas de una cultura matriotera” (Plural, 1975).

Explica Zaid: “cuando decimos «nosotros» (los mexicanos) antes de que llegaran los españoles, implicando un nosotros trasmitido desde el «nosotros» que asumían los indígenas, decimos una falsedad histórica. La frase de Carlos Pellicer «los españoles nos trajeron su cultura, no la cultura», está bien como negación de una arrogancia, pero recurre a un «nos» imposible: el sujeto del «nos» es un indio frente a un conquistador. (…) Quien habla es un mestizo (Pellicer) que se arroga las glorias de la cultura indígena, contra los españoles que se arrogan las glorias de los conquistadores”.

“Así como los antropólogos hablan de sistemas de parentesco matrilineales o patrilineales (por vía materna o paterna) puede hablarse también de nacionalismos matrioteros y patrioteros. Nuestro nacionalismo ha sido matriotero desde su origen criollo. Detalle significativo: el mayor insulto en México es la «mentada de madre», mientras que la ofensa patrilineal no está acuñada en el repertorio de insultos, como lo está en árabe, donde es mucho más insultante ofender al padre que a la madre”.

“Una cultura matriotera resulta conflictiva en sus propios términos, implica una especie de nacimiento de la nada, una orfandad paterna”. Por eso en México, escribe Zaid, decir que alguien o algo “no tiene madre” es un insulto grave. En la lógica de la cultura matriotera la cultura mexicana no tuvo padre.  Cuando los mexicanos, en el extranjero berrean de nostalgia por estar lejos del suelo que los vio nacer, y cantan la Canción Mixteca con una botella de tequila al lado, lloran al recordar «la tierra más a toda madre» del mundo”.

La lectura critica de nuestras identidades que en la mayor parte de sus piezas ensaya César Martínez, no se ajusta al canon del nacionalismo mexicano más pedestre —la cultura matriotera—, como tampoco termina por aceptar como solución feliz las perlas patriarcales del mestizaje y el “encuentro” romantizado de dos mundos. Es, en ese sentido, un huérfano radical: un parricida y un matricida serial.

Remata Zaid: “¿Cómo vamos a conceder que cualquier abarrotero por haber nacido en España, sea el padre de los mexicanos? Pero eso hacemos cada vez que frente a «su» Cortés sacamos a «nuestro» Cuauhtémoc. (…) Alfonso Reyes fue más dueño del Siglo de Oro que millones de españoles. Así como muchos antropólogos extranjeros son más dueños de la cultura indígena que millones de mexicanos”.

“¿Podemos ver a Reyes como un conquistador cuando se apropia a Góngora, a Goethe o a Mallarmé”? Se pregunta Zaid, y considera, además, que en sus tentaciones y traumas postcoloniales, Occidente no ha podido ayudarnos a resolver los problemas de nuestra cultura matriotera: “los europeos no pueden ayudarnos porque no se han curado de sus propios complejos de papás, buenos o malos. Pero nosotros les hacemos el juego con nuestras dependencias sumisas o rebeldes. ¿Cómo es posible que a estas horas haya quien saque a relucir, por ejemplo, a propósito de un mal servicio municipal, los vicios que «nos» trajeron los españoles?

“Ya es hora de ser hijos de nuestras propias obras. Rechazar la paternidad a estas alturas es rechazarnos a nosotros mismos, no asumir nuestra historia, no hacernos cargo de ella”. Puede afirmarse en ese sentido que César Martínez es, como sugiere Zaid, hijo de sus propias obras.

4.

Para hablar de la obra de César Martínez hay que ponerse en modo César Martínez. Haré lo propio. Quisiera titular a este apartado de mi texto: el colon de Colón, de la descolonización a la colonoscopía de nuestras identidades híbridas.

Si nos apegamos a la definición, una colonoscopia es un examen que se usa para buscar la presencia de cambios como tejidos hinchados e irritados, pólipos o cáncer, en el colón (o intestino grueso) y en el recto. Sostengo que a lo que se dedica precisamente el maestro César Martínez es a reflexionar sobre la manera en que la indigestión de nuestro pasado colonial, la constipación que nos sigue provocando la historia a ambos lados del Atlántico, ha impactado en el intestino grueso y en el recto de ambas naciones: de los ultras de Vox, a los hinchas del hiper nacionalismo mexicano del siglo XXI —que siguen suscribiendo el mayor Perogrullo de todos: “Como México no hay dos, o que aún se identifican con esa promesa del linchamiento patriótico: “¡mueran los gachupines!”—.

Sus creaciones y acciones artísticas demuestran que esta aparente era post-colonial nos ha provocado tejidos identitarios hinchados, nacionalismos irritados, pólipos de rencor y cáncer de desmemoria. Sigo en modo César Martínez y entonces me permito afirmar lo siguiente: nuestro artista es un deSASTRE  que confecciona trajes a la medida de nuestra consterNACIÓN simbólica e identitaria. Esa costerNACIÓN se resume en una sola pregunta que recorre a todo lo largo y ancho de su universo crítico y creativo: ¿Quiénes somos?

Un deSASTRE que diseña sus modelos con las más diversas telas de los saberes inter y transdiciplinarios, que en su caso van de la acción performática a la semiología, de la representación escénica y el arte conceptual, a la antropología y la historia cultural, de la gastronomía a la antropofagia. Es un itinerario visual con estaciones muy precisas en el lenguaje y en el pensamiento crítico del artista, un artefacto complejo que engrana genio, ingenio, saberes, disciplinas y muy especialmente humor, ese invitado de piedra al banquete solemne del arte contemporáneo, las humanidades y las ciencias sociales.

5.

En su largo ensayo sobre Marcel Duchamp (Apariencia desnuda, 1973), Octavio Paz advirtió la relevancia que tuvo el lenguaje en el artista francés. La manera en que Paz lo explica tiene muchas correspondencias con la propia relación íntima y lúdica que César Martínez sostiene con las palabras.

Dice Paz sobre Duchamp que “hay un origen verbal en su creación pictórica. Su fascinación ante el lenguaje es de orden intelectual: es el instrumento más perfecto para producir significados y, asimismo, para destruirlos. El juego de palabras es un mecanismo maravilloso porque en una misma frase exaltamos los poderes de significación del lenguaje solo para, un instante después, abolirlos completamente”. Y, por lo tanto, señala Paz que la Duchamp “es una filosofía de los signos plásticos destruida por el humor”, lo que le queda perfectamente al saco de nuestro deSASTRE César Martínez.

Mas adelante regresa al mismo tema: “enfrentar dos palabras de sonido semejante, pero de significado diferente y encontrar entre ellas un puente verbal, (…) es el principio razonado e inteligente que inspira a los juegos de palabras”. Paz también se refiere a la obra de Duchamp como un “máquina de símbolos”, la define como “un gran texto que debemos descifrar”. Creo que esto aplica por igual a la obra de César Martínez. El conjunto de su obra —aun la comestible— es un ensayo escénico que une lo visual con lo verbal, y que pone a los significados, esto es,  a los signos, en permanente rotación,  tal y como se titula precisamente otro libro de ensayos de Octavio Paz.

César Martínez se propuesto —así lo ha escrito él mismo— “resignificar los símbolos”, diseñar paráfrasis visuales que se proponen repensar el pasado y el porvenir de lo simbólico. La combinación y la multiplicación de los signos es el eje medular de su propuesta intelectual. No en vano suele terminar sus comunicaciones con la frase: “por los signos de los signos”. Amén.

 

Edgardo Bermejo Mora (Ciudad de México (1967) es escritor, diplomático, historiador y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Novela Política, de la UdeG por su novela  Marcos Fashion, o de cómo sobrevivir al derrumbe de las ideologías sin perder el estilo (Océano, 1996). Textos suyos forman parte, entre otras, de las antologías Dispersión multitudinaria (Joaquín Mortiz, Ciudad de México, 1997), y Líneas aéreas (Lengua de Trapo, Madrid, 1999). Dirigió el suplemento Lectura (1997—98),del periódico El Nacional, y ha colaborado como articulista en diversos diarios, suplementos culturales y revistas literarias. Fue corresponsal de la agencia Notimex para el Sudeste  Asiático con sede en Singapur. Fue agregado cultural de las Embajadas de México en la República Popular China y en Dinamarca. Ha sido director general de asuntos internacionales del CONACULTA y director de Artes del British Council en México. Su Twitter es: @edgardobermejo

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Posted: January 23, 2025 at 8:55 am

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