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La vida es muy quién sabe cómo
COLUMN/COLUMNA

La vida es muy quién sabe cómo

Miriam Mabel Martínez

Antes pensaba que eran las fechas. Creía que me entristecía en momentos específicos, fechas que se supone debemos recordar aniversarios de lo que sea, cumpleaños propios y ajenos, días santos e impuros, principios o fines de ciclos, efemérides estrafalarias y ordinarias… fechas invadidas de ausencias.

Con los años he aprendido que la tristeza es “algo” que siempre está. Un algo que se afinca en el presente, que no duele, que simplemente es y nos acompaña para no sentirnos tan solos. Tristeza que ilumina ciertos días en los que basta mirar los árboles, sentir el sol al caminar mientras nuestros pasos se sincronizan a los movimientos de rotación y de traslación de la Tierra. Un instante en el que tristeza es felicidad, igual que el derecho es el revés. Tiene razón la artistivista tejedora Mustang Jane: cuando uno se mueve, el universo también.

Antes pensaba que esa sensación estaba afuera, que mi trabajo era impedirle entrar. Sabía que no era un enemigo; sin embargo, su bienvenida tampoco era factible. Eso decían. O eso creía yo escuchar. Que si “la felicidad es una forma de navegar”, como cantaba Gualberto Castro, que si no es un lugar ni un fin ni nada, que si buenos días alegría, que si deberíamos abrirle la ventana todas las mañanas al señor Sol, como aconsejaba Juan Gabriel, para Walking on Sunshine y después aprender a Living on a Prayer y entonces dejar que las Good Vibrations inspiren a la Dancing Queen (que llevamos dentro) a convertirse en una Uptown Girl orgullosa de estar en el Eye on the Tiger o, por lo menos, en la playlist diseñada por el neurocientífico holandés Jacob Jolif, de la Universidad de Grononge, quien presume haber descubierto una fórmula matemática que explica por qué una canción y no otra (como las ya mencionadas) puede provocar la sensación de felicidad. ¡Venga la alegría vía Spotify! Al fin y al cabo, como ya lo sabía Gloria Gaynor, después del “first I was afraid, I was petrified”, siempre se descubre que, al fin y al cabo, I will survive. Entonces, ¿por qué nos negamos a la tristeza? A esa tristeza que pasa (como la felicidad) y nos cuestiona y reta a buscar otras salidas y otras formas de estar más complejas e inquietantes que “la luna que se quiebra sobre la tiniebla de mi soledad”, durante una noche de ronda cualquiera… Y no se trata de “que triste todos dicen que soy”, ni de que “los caminos de la vida no son como yo pensaba”; sino de vivir la tristeza como una reflexión –¿o salvación?– tal como Søren Kierkegaard experimentaba la angustia.

Fallar. Me atrae eso de aprender de la sensación de fallar; de habitar –y ser– la sensación de fallar, de aprovechar dicha experiencia para profundizar sobre el estado emocional en sí. Desbaratar esos estados emocionales para reconocer sus texturas, largos, anchos, y luego retejerlos y ensayar otras posibilidades.

Si hay algo que disfruto de tejer es el texto sensorial que al concluir la pieza me habita. Vestir el tiempo y las narrativas que otras y otros me comparten. Me gusta pensar que habito prendas tejidas como una filosofía, me reta desentrañar puntadas como si del pensamiento se tratara. Leer recuerdos, confesiones y sumergirme en estados emocionales ajenos en los que me reflejo. Sentirme acompañada de esas otras escrituras sin nombres, sin pretensiones, sin destino más que ser lo que se es: una cobija o una bufanda o una prenda o un muñeco o un algo que alguien más le dará sentido… o no. Dicen que la vida a veces es quién sabe cómo. Y así, sin saber cómo ni por qué, recibí –¿heredé?– un lote de memorias tejidas.

El WhatsApp de Mario me sorprendió. Nos conocemos desde nuestros veinte tempranos y tenemos una complicidad sanforizada a prueba de distancias. Lo que me sorprendió no fue su irrupción, sino el mensaje: “¿Los quieres?” Una pregunta breve que acompañaba fotos de costales repletos de algo. “¿Qué es?” “Estambre. Mucho. Una amiga está vaciando el departamento de su mamá. Pensé en ti”. No es el único, la gente que merodea mis redes sociales siempre piensa en mí cuando se le cruza un tejido. Estoy acostumbrada a que me compartan cualquier cantidad de links, objetos, teorías, canciones, libros, esculturas, memes, instrucciones, aventuras, proyectos, prendas, artículos, reportajes sobre textiles. Disfruto esa generosidad que me enreda en las cotidianidades ajenas y evidencia el hecho de que somos un entramado social aunque nos creamos un punto solitario. “Sí”, respondí. “Es un chingo”, me advirtió. “No te preocupes, para lxs tejedorxs un chingo siempre será insuficiente”. Ajá. Nunca faltará con quién compartir ese chingo. De inmediato, me cautivó la posibilidad de explorar, repartirlo como otra manera de tejer. No me preocupó a quiénes, esos quiénes siempre sobran. Además, ¿qué tanto puede ser un chingo?

Debido a que Mario no entiende la diferencia entre tejer, bordar y coser, acotó la diversidad de materiales en un sustantivo: estambre. Sus fotos no captaron la exuberancia de la donación, ni que ese chingo contenía –además de accesorios varios como agujas, ganchos, plantillas, bastidores– una gama de estados mentales. Ahí, frente no al pelotón de fusilamiento, sino ante un batallón de piezas tejidas, entendí el verdadero significado de un chingo. “¡En la madre!” Los quienes que me venían a la mente resultaban pocos para esa cantidad que desbordaba también mis buenas intenciones. Sentí angustia. Una angustia ante el todo. El chingo vaticinado por Mario se convirtió en un todo que aplastó el futuro. “¿Qué haré?”, me alarmé. Parecía que mi destino me condenaba a tejer el tratado de la desesperación.

Con el todo encima, acomodamos aquel chingo en mi vagoneta (solo el asiento del conductor quedó libre). Absorta y avasallada, mi mente abandonó el presente para ocuparse del futuro inmediato y posterior al inmediato. Dónde acomodar este chingo recién legado, en una casa ocupada por una pluralidad de chingos acumulados, heredados o en proceso de integración. ¿Qué hacer?

Al bajar las bolsas del auto sentí el peso de los costales y mi preocupación aumentó. ¿Qué había allá adentro? Ese peso no correspondía a bolas de estambre sino a prendas ya tejidas. La física de los textiles indica que la densidad del material aumenta una vez que ha sido tejido. No me sorprende, porque entre los derechos y reveses, cadenas, puntos bajos y altos están segundo a segundo los estados emocionales, los pensamientos, las reflexiones, las dudas, los cuestionamientos, las pérdidas y búsquedas de quien lo tejió con su tradición completa. Filosofía pura. Y aunque lo intuía nunca la había visto frente a mí.

Tal como lo esperaba, ese chingo también excedía el área disponible. Este hecho si bien me angustió aún más me obligó a tomar la primera decisión: sumergirme en esos contenedores para, posteriormente, naufragar o flotar. Entre las madejas de distintos colores y grosores fui descubriendo a su antigua poseedora. Quedé fascinada por la pericia de esa mujer de 81 recién fallecida. ¿Quién era? Para su hija una acumuladora, para mi amigo una excéntrica, para la mayoría una loca y para mí un hallazgo. Entre el caos descubrí una variedad de cuadritos de aproximadamente diez centímetros de puntadas inimaginables. Más que un muestrario eran hipótesis por comprobar. Cada vuelta una premisa. Cada cobija un argumento. Cada pieza una tesis que con metodologías y estados de arte propios.

Y ahí estaba yo con un chingo ajeno desparramado y dispuesto a ser organizado bajo un nuevo orden. Seguí punto a punto la curiosidad de una persona que disfrutaba el hacer. Escudriñé sus temores, los hice propios. Palpé la frustración destejida, la complejidad de la repetición sin fin de puntadas en busca, más que de la perfección, de la cadencia del pensamiento en activo. Cada cobija una búsqueda, un cuestionamiento. También sentí la soledad, el dolor, la espera, la tristeza. No eran emociones exaltadas, sino reflexiones acerca de esos estados mentales. Me conmovió sentir la sabiduría y la búsqueda, el vacío no intentando ser llenado, sino pensado, ¿qué es si no la tristeza?

Mi angustia fue cediendo mientras yo caóticamente ordenaba ese chingo. Mi mente se alargaba la lista de los beneficiarios. Contabilicé 47 cobijas terminadas, 10 bufandas, cinco chalecos, 10 pares de pantunflas, una gorra; asimismo, armé 35 bolsas con estambre suficiente para un concluir por lo menos un suéter, y rematé con un paquete especial con tres chambritas, dos suetercitos para recién nacido y dos colchas de doble vistas.

No sé cuántas horas pasé enredada. Esa noche sentí la angustia propia y la de María Guadalupe Razo de la Torre anudarse y desanudarse una y otra vez. Fui feliz tocando y reacomodando su obsesión, su locura y su ansiedad, sobre todo aprehendiendo esa paciencia para fallar. En sus tejidos tenté en la tensión de los puntos las fallas y en sí el acto de fallar de una mujer a la que no conocí, pero que ya conozco. Sentí tristeza de compartir esa angustia por fallar. Y, de pronto, al tocar la falla repetida hasta su perfección, ese chingo se acomodó en otros futuros. Los quienes aparecieron uno tras otro en mi cabeza. Las dos colchas, tres chambritas y dos suetercitos hoy calientan a Júpiter, el bebé de Teresa; Malena, la mera mera de una fondita a la vuelta de la esquina de mi casa, ya me presumió las pantunflas que tejió para su familia. El personal completo de limpieza y vigilancia de la escuela donde doy clases ya tiene su cobija. Las bufandas y los chalecos también encontraron su destino al igual que los paquetes. En este momento, mientras escribo, alguien está tejiendo algo por ahí o por allá, parafraseando en lenguaje textil a Kierkegaard; “la vida no es un problema que tiene que ser resuelto sino una realidad que debe ser experimentada”.

Antes le echaba la culpa a las fechas; luego entendí que siempre hay una fecha, como hoy o mañana, cuando uno entiende que a veces la vida es muy quién sabe cómo.

 

Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda y Mujeres  (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.

 

 

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Posted: January 5, 2022 at 11:21 pm

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