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Cuatro años y medio de una política exterior ambigua y caprichosa 

Cuatro años y medio de una política exterior ambigua y caprichosa 

Monserrat Loyde

Mientras el gobierno mexicano ofrecía asilo a expresidentes de la región y a sus familias repudiados en sus países por practicas antidemocráticas o de corrupción, se inició una política que, a la fecha, persigue y criminaliza a los migrantes latinoamericanos y del caribe.

La consigna que enmarca las relaciones con el mundo del gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador desde que asumió el cargo en diciembre de 2018 es “La mejor política exterior es la interior”. La frase simple se compagina con un proyecto que vende austeridad en todos los rubros de la administración pública frente a los escándalos de corrupción del gobierno anterior.

La sentencia, además, redime la reticencia del nuevo presidente a realizar viajes oficiales al extranjero y justifica no encontrarse con otros mandatarios en foros o eventos internacionales fuera de su zona de confort: Palacio Nacional o alguno de los estados del sureste mexicano. La frase refuerza la simplificación falsa y excesiva —en blanco y negro— que se quiere proyectar sobre las actividades de quienes se encargaban de llevar a cabo el interés nacional en el exterior: reuniones pomposas, discursos grandilocuentes, misiones frívolas, viajes ostentosos, comitivas aparatosas, gastos lujosos.

Por supuesto que si dentro del país se dan las condiciones para crear desarrollo, seguridad y bienestar en lo económico y en lo social es de esperarse que la percepción del país en el mundo no sólo mejore, sino que atraiga más oportunidades y progreso. A grandes rasgos, en el Plan Nacional de Desarrollo 2018-2024 se propuso que el eje sería la “recuperación de los principios de política exterior”, un objetivo que en cada nuevo gobierno, sea del partido que sea, se reivindica puesto que son principios con rango constitucional.

Hasta ahí no había ninguna novedad, pero lo que se remarcaba era que dichos principios habían sido “excluidos durante los gobiernos oligárquicos y neoliberales” en el pasado y, en ese sentido, se iba a rediseñar el papel de México en el mundo. Es lógico que un gobierno que se promovió como de izquierda imprima un pronunciamiento combativo frente a lo que, a su entender, no hicieron los gobiernos provenientes de partidos con ideologías distintas.

En este sentido, desde la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) se esperaba que se fijaran acciones encaminadas a visibilizar una nueva agenda de política exterior, que además, abanderara causas apegadas a la defensa de los Derechos Humanos, de la Democracia, de la libertad de prensa, de los migrantes, del medio ambiente, del feminismo y, por supuesto, del respeto a la soberanía y la paz de las naciones.

Con la renuncia del canciller Marcelo Ebrard para buscar la candidatura a la presidencia en 2024 y las de sus colaborares principales para apoyarlo en sus aspiraciones —entre ellos su mano derecha y presumible jefa de campaña, la activista Martha Delgado— es el momento ideal para preguntarse si en estos cuatro años y medio al frente de la política exterior algunas de sus acciones lograron posicionar mejor a México, si el enfoque desde una mejor política interior de un gobierno, supuestamente de izquierda, ayudó a erradicar lo que, en los últimos sexenios, sobresalía en la prensa internacional por sobre las cosas que sin duda había positivas: la violencia, la corrupción, la inseguridad y el narcotráfico.

Una de las acciones descritas en el programa sectorial de la SRE fue el de dar un giro a la relación con América Latina y el Caribe. Se buscaba revivir el liderazgo diplomático ganado en la historia de las Relaciones Internacionales latinoamericanas por su papel frente a las dictaduras de los años sesentas, setentas y ochentas. También se pretendía enviar a Estados Unidos un mensaje de unidad regional en la voz de México que defendería causas que afectan a todo el continente: migración, violencia, narcotráfico, armas, desempleo y pobreza.

Un primer acto que marcó la ruta de contradicciones, simpatías y aversiones en que se convertiría la política exterior mexicana ocurrió en Latinoamérica con la llamada “operación rescate de Evo Morales” entre el 11 y 12 de noviembre de 2019. Un acto que no solo violaba el principio constitucional de no intervención en los asuntos internos de otro país, sino que indicaba que México reviviría el asilo político, pero desde un papel deshonroso: asilo para personajes cuestionados por sus practicas antidemocráticas, déspotas o cuasi-dictatoriales. Hay que recordar que Morales se quiso reelegir por cuarta ocasión y las elecciones fueron declaradas fraudulentas. La imagen de ese nuevo liderazgo mexicano para el mundo fue la de un canciller recibiendo con un beso en la frente a Evo Morales, que sería nombrado horas después Huésped Distinguido en la capital mexicana.

Tres años después, el gobierno mexicano, a través de la embajada en Perú, volvió a intentar una operación de rescate, ésta vez fallida, para el ex presidente peruano Pedro Castillo, tras ser destituido por el Congreso en su intento de autogolpe. El resultado de no lograr el rescate ha llevado al límite las relaciones diplomáticas entre los dos países: el gobierno peruano acusa al mexicano de injerencista, ambos embajadores han sido retirados, el Congreso peruano declaró persona non grata al presidente mexicano y éste, en un acto de revancha caprichosa, se ha negado a entregar la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico a Perú, señalando al gobierno de Dina Boluarte como espurio.

Las imágenes que quedan en el mundo son: que México es irresponsable e incumple compromisos en acuerdos comerciales por fobias ideológicas, que el gobierno mexicano da asilo político y protección a la familia del expresidente Pedro Castillo acusada en su país de corrupción y que el presidente de México viola el principio constitucional de no intervención.

Pero el giro clave de la política exterior y que se coloca en el extremo opuesto de lo hecho por los tres sexenios anteriores a 2018 fue poner en el centro de la estrategia hacia los países de América Latina y el Caribe el acercamiento incondicional a Cuba. Es con el país que más encuentros (cinco documentados) ha tenido el presidente mexicano y es al que ha viajado en visita oficial con todos los honores.

Además de asistir el presidente Díaz-Canel a la toma de posesión de López Obrador, fue el invitado de honor en la conmemoración de los 211 años de Independencia de México en septiembre de 2021, dos meses después del inicio de las mayores protestas organizadas por cubanos que se atrevieron a exigir cambios políticos y económicos, y como respuesta fueron brutalmente reprimidos, cientos de miles detenidos arbitrariamente y condenados a penas de hasta 20 años de prisión.

La pandemia de Covid-19 estrechó más la relación. En junio de 2020 llegó la primera brigada de médicos cubanos (poco más de 500). Una iniciativa que rechazó la comunidad médica mexicana que enfrenta desempleo y sueldos precarios y que recibió críticas por el desembolso millonario que se le da a cambio al gobierno cubano, además de considerarse parte de una estrategia para introducir agentes políticos cubanos a las zonas rurales para hacer tareas de propaganda. A esas críticas se sumó la declaración del Parlamento Europeo que advertía que las brigadas eran “trata de personas y esclavitud moderna”.

Como cereza en la relación bilateral, López Obrador le otorgó el Águila Azteca al dictador Díaz-Canel en 2023, la máxima distinción que se le da a un jefe de Estado extranjero. Ese giro radical hacia Cuba ha legado la imagen de un gobierno que alaba a un déspota, encarcela opositores, prohibe la libertad de expresión, el derecho de asociación pacífica pero, sobre todo, la imagen de una política exterior que está financiando a una dictadura.

Sólo en el continente americano la lista de eventos caprichosos o desentonados es larga y contraria a ese objetivo que trazó un gobierno que pretendía recuperar un liderazgo positivo en la región. Aunque quizás lo más emblemático que quedará en la historia de la política exterior de este gobierno y, concretamente, de los cuatro años y medio a cargo de Marcel Ebrard, es la actitud obediente y a la vez ambigua frente a Estados Unidos en el tema migratorio.

Como se sabe, México aceptó las reglas migratorias en su frontera norte y sur desde Washington cuando aún gobernaba Donald Trump y con quien López Obrador no flaqueó en elogios. Incluso, el ahora ex canciller, sin tomar posesión del cargo y en una visita a Estados Unidos, prometió a su entonces secretario de Estado, Mike Pompeo —sin mediar condiciones o apoyos extraordinarios— lo que se convertiría en el programa “Quédate en México” —el que continuaría con el presidente Joe Biden— en un momento en que las Caravanas de migrantes centroamericanos ya estaban en territorio mexicano a la espera de cruzar hacia Estados Unidos.

La primera acción irresponsable y contradictoria de un gobierno que se abanderó de izquierda fue invitar desde Palacio Nacional a que los migrantes se sintieran libres de entrar a México con la retórica de la unión con los países latinoamericanos. Pero mientras el presidente ofrecía trabajos temporales dudosos, ayuda humanitaria incompleta, proyectos y dinero sin rendición de cuentas en sus países de origen, se desplegaban tropas de la Guardia Nacional en la frontera sur y norte para impedir su paso y con ello congraciarse con Estados Unidos.

El programa “ Quédate en México”, que consistía en retener en la frontera mexicana a todos los migrantes para que siguieran su proceso de petición de asilo a Estados Unidos desde México, se volvió insostenible no sólo por las decenas de Caravanas que llegaban con miles de migrantes latinoamericanos y caribeños, sino porque a esos flujos se sumaron todos aquellos deportados por Estados Unidos en su frontera sur tras el controvertido Título 8 durante la pandemia de Covid-19.

Mientras el gobierno mexicano ofrecía asilo a expresidentes de la región y a sus familias repudiados en sus países por practicas antidemocráticas o de corrupción, se inició una política que, a la fecha, persigue y criminaliza a los migrantes latinoamericanos y del caribe. Mientras, el presidente insistía imprudentemente en que las Caravanas eran bienvenidas y que todos los migrantes tendrían trato humanitario, lo cierto es que miles han sido extorsionados, hacinados, detenidos arbitrariamente, deportados o asesinados en centros del Instituto Nacional de Migración.

La imagen de México en este tema es que no hubo la voluntad política para una coordinación desde las dependencias involucradas y solicitar ayuda oficial internacional y, mucho menos, apoyo obligado por parte de Estados Unidos para crear, por ejemplo, un Corredor Humanitario o Zonas Seguras como en Turquía o en algunos países de Europa desde la crisis de los migrantes en el mediterráneo en 2016. Un tema que lamentablemente dejó pasar la SRE y quien estuvo a su cargo (incluyendo a la subsecretaria de Asuntos Multilaterales y Derechos Humanos) concentrado más en sus aspiraciones y selfies en cada viaje oficial que en servir a los mexicanos para hacer realidad que la mejor política exterior era la interior.

Queda al margen el papel que jugó la SRE en estos cuatro años y medio en el área multilateral. Las oportunidades con las que cuenta México por pertenecer a numerosos foros multilaterales se mantienen gracias a que existe una enorme red de profesionales diplomáticos entrenados. Pese a ello, se perdió la oportunidad de erigirse como un líder regional con una política exterior coherente y renovada en armonía con la política interna.

Finalmente, dos temas que pasan de lo meramente simbólico a contaminar lo real: la reticente posición del gobierno de México a manifestarse sobre la invasión de Rusa en Ucrania y la violación a los derechos humanos de las mujeres en Irán.

En efecto, México tardó en condenar la invasión rusa a Ucrania el 24 de febrero de 2022; de hecho, tenía el foro perfecto para hacerlo porque en ese momento ocupaba un asiento no permanente en el Consejo de Seguridad de las ONU. Cuando lo hizo, ya se había dispersado la extrañeza entre muchos países por ese papel tan titubeante e indigno. El nuevo régimen no se sumó a las sanciones económicas arguyendo la neutralidad del país mientras la bancada oficialista en el Congreso inauguraba un Grupo de Amistad con Rusia y, meses después, rechazó invitar al presidente de Ucrania, Volodímir Zelenski, a dar un mensaje, que al cabo, ocurrió vía remota por el apoyo de otras fuerzas políticas de oposición.

Asimismo, tras las violentas represiones a las jóvenes y mujeres por parte del régimen déspota y teocrático de Irán, México se abstuvo de votar a favor de la expulsión de Irán de la Comisión Jurídica y Social de la Mujer en tanto que, incongruentemente, se enviaban mensajes desde la cancillería condenando la violación a los derechos humanos. El discurso de la SRE era solo retórica institucional, pese a contar con la subsecretaria Martha Delgado, una activista que se dice promotora fervientemente una política exterior feminista. En todo caso, condenar en la ONU la represión y no abstenerse de la expulsión de Irán  de la Comisión Jurídica y Social de la Mujer habría sido lo congruente con ese activismo.

El legado que sobresale en estos casos mencionados sobre la política exterior durante cuatro años y medio al frente de Marcelo Ebrard es que navegó entre la impericia, el silencio y las medias tintas. La nueva encargada de llevar a cabo esa política exterior, vista hasta ahora, es Alicia Bárcena. Una diplomática profesional con experiencia en foros internacionales pero abierta y declarada sin vacilaciones como simpatizante de los modelos castro-chavistas. Una defensora de ese Socialismo Latinoamericano del siglo XXI (una dictadura de izquierda por la vía seudo-democrática) y que han querido instaurar (en distintos momentos) partidos políticos a través del Foro São Paulo o líderes políticos desde el Grupo Puebla en países como Bolivia, Ecuador, Brasil, Perú, Argentina, Colombia, Uruguay, Paraguay, El Salvador y Nicaragua y ahora en México.

Quizás con Bárcena finalmente se hable abiertamente lo que no se atrevió el ex canciller Ebrard –miembro también del Grupo Puebla– y la política exterior de este sexenio deje de navegar en la ambigüedad institucional y los caprichos del presidente para declararse acorde a los dictados Grupo São Paulo. Dictados que en estos cuatro años y medio se han asomado en varias acciones en detrimento de los principios de nuestra política exterior, de la neutralidad y de la profesionalización de sus miembros y que es lo que busca el partido del presidente y, probablemente, su sucesor en caso de ganar la presidencia en 2024.

 

Monserrat Loyde. Internacionalista por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Especialización en Políticas Culturales y Gestión Cultural (OEI-CENART-UAM). Maestría en Derecho Internacional y Relaciones Internacionales por la Fundación Instituto de Investigación Ortega y Gasset, Madrid. Ha sido asesora legislativa y colaborado en El Universal, Foreign Affairs Latinoamérica, Istor, Figuras, Animal Político, Glopalitika, Letras Libres, Opinión51. Twitter: @lamonse

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Posted: June 21, 2023 at 7:11 am

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