DAS VERLORENE PARADIES
Efraín Villanueva
Bulle el centro de la ciudad. La gente camina de un lado a otro, con las manos vacías o cargadas de bolsas; blancas, amarillas, negras, con el logo del almacén o anónimas. Hay quienes irán al siguiente almacén en su lista o quizá de regreso a casa. Llueve. Algunos usan chaquetas con capucha. Otros usan paraguas, los paraguas se rozan con el caminar de sus dueños. Hay hombres, mujeres, grupos y parejas de amigos y de novios, adultos, jóvenes, adolescentes, niños. Son altos y bajos; casi todos blancos, pero también negros, morenos, ningún asiático a la vista; pocos gordos; de cabello rubio, castaño, negro, blanco, con cortes al ras, medios, largas melenas, calvos. Visten camisas, camisetas, blusas, pantalones cortos y largos, bluyines, faldas, algunas gorras, pocas bufandas, todos los colores están presentes, no hay uniformidad. Aquí y allá se ven distintivos negros y amarillos alegóricos al equipo de fútbol de la ciudad.
Se escuchan aviones a lo lejos, fácilmente identificables como aviones de guerra. Suenan como en las películas o en los documentales del History Channel o en las imágenes de la guerra, cualquiera de ellas, transmitidas por los noticieros. Los aviones no se ven, sólo se escucha un sonido leve que se incrementa a medida que se acercan y se siente como un rugido de animal salvaje que se esfuma en cuanto se alejan. Nadie mira hacia el cielo, ni siquiera parecen estar conscientes de los aviones o del sonido que estos provocan. Luego surge una explosión invisible, tampoco se ve pero, como el sonido de los aviones, es fácilmente reconocible, suena como cualquier otra explosión de los programas de televisión o de los documentales de Netflix o de las noticias de la guerra, cualquiera de ellas, transmitidas por los noticieros. Nadie grita, nadie corre, nadie pide ayuda ni llama a la policía, nadie muestra la menor señal de miedo, ni siquiera parecen estar conscientes del peligro que los rodea. Más aviones, más explosiones. Los aviones y las explosiones son sólo un ruido de fondo, nadie en el centro de la ciudad puede verlas o escucharlas o sentirlas porque no ocurren allí. Los aviones que rugen lo hacen en otro cielo, las explosiones de las bombas arrojadas por esos aviones causan daño y muerte en otras tierras. Las imágenes de la gente captadas por la cámara ocurren en el centro de Dortmund, Alemania. Los sonidos de los aviones y las explosiones en algún lugar en Siria.
Así comienza Das verlorene Paradies, Paraíso perdido, el documental de cincuenta minutos creado por Mouayad, Safi, Hasan, Mohannad, Khalo, Mohammad, Alla e Ibrahim, ocho jóvenes de entre catorce y veintiún años, refugiados sirios e iraquíes. Me enteré de la película como observador en una Flüchtlingklasse –una clase obligatoria para refugiados e inmigrantes menores de edad, en las que se les enseña principalmente alemán y algo de cultura alemana–. Allí conocí a un par de refugiados sirios, quienes nos invitaron –a Sabeth, mi novia alemana y quien me ayuda como traductora, y a mí– al estreno.
La proyección es en el Studio, una sala alterna a la principal del Teatro de Dortmund. El espacio es pequeño, pero está repleto: doscientas personas sentadas en sillas negras y sobre cojines en los pasillos. El calor sofoca y las luces teatrales y la ausencia de aire acondicionado –parece ser la regla en Alemania– lo empeoran. Los asistentes son tan variados como la gente que aparece al principio de la película. Pero también hay una notable presencia de hombres con facciones árabes, ninguna mujer entre ellos.
Los protagonistas del documental son los chicos. Hablan más que todo en alemán o árabe. Yo no hablo ni el uno ni el otro, así que me dispongo mentalmente a concentrarme en lo que las imágenes me puedan transmitir. Luego de la escena en el centro de Dortmund, vemos imágenes capturadas con celulares. Un par de muchachos bailan y ríen, al lado de una malla con alambre de púas, al fondo: el mar. Es “la cárcel” en Grecia, me susurra al oído Sabeth, así llaman los refugiados a los campamentos temporales. Aparece ahora la Hauptbahnhof de Dortmund, la estación principal de trenes. Nuevos refugiados llegan y abrazan, besan, bailan, sonríen con quienes los esperan en la plataforma.
Mouayad sobresale como el “actor” principal, es el que más habla y el más seguido por la cámara. Frente a una escultura conformada por tres piedras redondas, Mouayad señala un punto cualquiera, en la más grande, y dice “Siria”. Luego “Árabe”, haciendo un círculo. Su dedo se sigue moviendo: Europa, Italien, Deutschland. Da un paso atrás, simula una patada fuerte y se impulsa hacia atrás, con los brazos abiertos. “Quisiera mover el mundo, pero es demasiado fuerte”, susurra Sabeth a mi oído.
En una sesión de grabación, los chicos no paran de reírse y bromear mientras miran videos en sus celulares. Pienso en“5 Major Myths of Europe’s Refugee and Migrant Crisis Debunked”, un artículo del Huffington Post, en el que el número tres decía: “Los refugiados no lucen como si necesitaran ayuda”, haciendo referencia a las críticas de grupos anti-inmigración que señalan que muchos de los refugiados traen celulares o visten ropas de marcas reconocidas o parecen estar en buen estado de salud. Ser refugiado, aclara el artículo, no implica ser pobre, muchos de ellos provienen de familias de clases trabajadoras e incluso ricas ⎯en Siria entre el 75 y 87 por ciento de las personas tiene celular.
En este punto en el que la pantalla está llena de risas, juego y diversión, me decepciono. Tratándose de una película de refugiados por refugiados, espero tristeza, drama, tragedia, muertes. Lágrimas. Me percato de que estoy cometiendo el mismo error de aquellos que juzgan a los refugiados por no lucir como refugiados. Ser refugiados no es lo que define a los jóvenes de la pantalla ni a ningún otro refugiado. En la tranquilidad que les ofrece Dortmund tienen espacio para ser como son.
Gracias a un par de escenas realizadas en inglés, me entero que los muchachos tuvieron que pagar 10.000 euros, cada uno, para ser traídos hasta Europa. Me pregunto si se darán cuenta que son mucho más afortunados, en su propio infortunio, que quienes se quedaron atrás. Logro comprender, además, la insistencia del gobierno alemán para que los refugiados aprendan el idioma, y no puedo evitar compararla con mi experiencia como profesor de español en Estados Unidos. En Iowa City, fui testigo de frases como “What’s with all the Spanish? This is America, we speak American” o “America número uno!” La diferencia entre “tienes que aprender alemán, es importante que aprendas alemán” con el “This is America, speak English or get out of my country” es que el tono del primero es un requisito que busca facilitar la integración y adaptación al país. El segundo es racismo puro.
De la información, traducida, de la tarjeta de invitación a la película, aprendo que los chicos se enfrentan al dilema de cómo lograr transmitir con fidelidad lo que han vivido, sus recuerdos y su realidad al público europeo, y si es que es acaso posible lograrlo. Dos de ellos practican escenas más serias, frente a la cámara, completándose ideas y palabras el uno al otro. Sabeth me dice que se dirigen a sus enemigos y al mundo. Se alternan imágenes de Siria antes de la guerra: el moderno centro de Damasco, las ruinas de una civilización antigua, niños en las calles, ancianos y comerciantes en sus tiendas, hombres disfrutando su narguile desde un mirador de la ciudad. Los chicos hablan y usan las palabras “computador”, “teléfonos”, “zapatos” y veo en ellos mi reflejo cuando intento explicar a los europeos que vengo de un país en guerra, pero donde vivimos en la misma cotidianidad de ellos. Helicópteros y aviones sobrevolando, bombas cayendo sobre edificios, gente gritando. Huyendo. Son imágenes de noticieros, de cámaras situadas en aviones militares, pero también grabadas desde los celulares de las víctimas.
Ahora los chicos discuten entre ellos, me parece obvio que es sobre la guerra, sobre su situación, sobre política. A veces la conversación es airada, otras conciliatoria, pero al final no pasa nada. Sólo hablan. Sabeth confirma mis impresiones. Me imagino que tal vez estén siendo ingenuos, hablando de lo que deberían hacer los políticos para resolver el problema de la guerra allá y el de la ayuda a los refugiados acá. Sabeth me dice que, por el contrario, son realistas y pesimistas. Se preguntan si, continúa en voz baja, la película podría ayudar a cambiar la realidad, pero concluyen que todo seguirá igual. Esta y las partes en las que los niños hablan directamente a la cámara son tan sinceras que sin entender el idioma el mensaje general es entendible. Sólo uno de ellos habla en inglés, lo hace sin prisa. Es un mensaje corto: está cansado de huir, está cansado de estar fuera de su país, está perdido porque a veces no sabe quién es o para dónde va, está agradecido con quienes lo han ayudado pero en ocasiones no sabe por qué es que tiene que estar agradecido.
Finalmente volvemos a Dortmund, al centro de Dortmund, a la multitud que camina sin escuchar las bombas ni los aviones.
En cuanto los créditos finales desaparecen de la pantalla, escucho los aplausos de una única persona, a mi izquierda, sentado en las primeras filas. Lo siguen una persona y luego otra y otra más. Cuatro minutos pasan antes de que vuelva el silencio. Es un aplauso sincero y merecido, pero tan largo que me parece excesivo y sobre compensatorio. Mientras tanto, los chicos se toman de las manos en la tarima y hacen la venia de agradecimiento unas dos o tres veces. Sonríen. Mucho.
Así termina el estreno de Das verlorene Paradies. Mouayad, Safi, Hasan, Mohannad, Khalo, Mohammad, Alla e Ibrahim, ocho jóvenes de entre catorce y veintiún años, refugiados de Siria e Irak, están sentados en la tarima junto a Ayse Kalmaz, la directora de la película, alemana de origen turco.
Hay una corta sesión de preguntas y comentarios. Interviene uno de los concejales de la ciudad, quien es moderadamente abucheado porque su mensaje es retórica política y vacía sobre el esfuerzo y sacrificio que ha hecho la ciudad y el país para acoger a los refugiados. Todo el que pide la palabra agradece la película y la valentía de los actores. Alguien asegura que se le han abierto los ojos ante una situación que no pretende conocer por completo, pero que ahora es un poco más clara. Un hombre en traje pide disculpas por hablar en inglés, no sabe alemán. Es sirio y manifiesta que esta noche le ha regresado la esperanza de que tal vez su país resuelva sus problemas; no, corrige, está seguro que así será y se siente muy orgulloso de la juventud siria. Aplausos. Los muchachos tienen los ojos iluminados.
El Ramadán acaba de terminar y se apresura la salida de los chicos para que puedan ir a comer ⎯es verano en Dortmund y anochece a las diez de la noche. Mouayad presenta un comentario final. Agradece los aplausos, la asistencia de tanta gente, pero aclara que más que todo lo que necesitan es ayuda. Y no sólo ayuda para estar bien en Dortmund sino ayuda para que la guerra en Siria se acabe y poder regresar a su tierra. No vinieron aquí para quedarse, vinieron aquí huyéndole a la muerte.
Efraín Villanueva . Ha sido colaborador en medios online como Granta en Español, Revista Arcadia, El Heraldo, Pacifista, Vice Colombia, Iowa Literaria y Tertulia Alternativa. Actualmente reside en Alemania. Twitter @Efra_Villanueva
Posted: March 22, 2017 at 10:55 pm