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David Lynch: artista de la nostalgia
COLUMN/COLUMNA

David Lynch: artista de la nostalgia

Pablo Majluf

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Disculpen que no entregué en febrero, apreciables lectores de Afinidades eclécticas, pero quería escribir sobre David Lynch a raíz de su muerte y tuve que volver a ver varias de sus películas en las últimas semanas para —a propósito de lo que voy a decir, valga la ironía— refrescar la memoria.

El lugar común de obituarios, críticas póstumas, elogios y entrevistas con personalidades cercanas se ha concentrado en los elementos típicos del cine de Lynch, los de las sinopsis y reseñas: el surrealismo, la trama fragmentada, el tiempo no lineal, los sueños, el miedo sutil, pero no vi ninguna mención al papel central que juega en su cine la nostalgia.

En casi todas sus cintas hay una evocación de tiempos y lugares perdidos. Ya sea en la serie que lo lanzó a la fama, Twin Peaks y su correspondiente largometraje, en la enigmática Mullholland Drive, en la crudísima Blue Velvet, en la romántica Wild at Heart, o en la laberíntica Inland Empire, hay siempre una añoranza: el pequeño pueblo americano, el baile de graduación, el amor colegial, el diner solitario de pintura de Edward Hopper en movimiento, el sheriff paternalista.

La técnica común en el cine para evocar una época es la reproducción de los clichés. Recrear el suburbio americano de los cincuentas y vestir a los personajes según aquella moda para transportarnos ahí. Pero lo que quiero decir es que Lynch es un maestro de la nostalgia porque la induce —instiga la sensación— incluso si uno nació mucho después. Y lo logra en buena medida a través de la música. No sólo con el recurso práctico de usar música popular de un determinado momento, como I’ve Told Every Little Star de Lynda Scott en Mullholland Drive, típica pieza pop de los billboards preparatorianos, sino creando desde cero una identidad sonora exacta para la época y el lugar, especialmente de la mano de su gurú musical, Angelo Badalamenti. El efecto emotivo es que uno viaja mágicamente al pasado. Los invito a someterse a un experimento: escuchen sólo las pistas sonoras de, por ejemplo, Twin Peaks (están en Spotify o YouTube) y verán que sucede como cuando uno huele el perfume de alguien que quiso mucho, viaja automáticamente en el tiempo.

El culto trumpista evoca con gran sentimentalismo cuando América era grande —curiosamente esas mismas décadas que predominan en el cine de Lynch— y la quiere hacer grande otra vez.

También digo que Lynch es un maestro de la nostalgia porque muestra todos los claroscuros de esa emoción engañosa. Bien podría quedarse sólo en la melancolía romántica, en la idealización de una época que aparentemente fue gloriosa y de todas formas sería muy bien logrado por el empleo de los sentidos que les comento. Pero no se queda ahí sino que enseña casi como asceta que estar anclado en el pasado es muy peligroso, pues siempre hay, detrás de los instantes seleccionados arbitrariamente por la memoria, oscuridades. Detrás del glamour hollywoodiense hay una corrupción atroz; detrás de las familias suburbanas y los jardines con bardas blancas y pasto perfectamente bien podado hay orejas cortadas y violaciones; detrás del buen vecino hay asesinatos y mujeres desnudas emplayadas; el sheriff paternalista es en realidad un tirano. Preferimos no recordarlas, pero están ahí.

Los recuerdos aprehensivos, además, obnubilan el presente, algo que por cierto advierten las dimensiones místicas de las religiones superiores, desde el budismo que los ve como una distracción de la claridad actual, hasta el cristianismo que los ve como eclipses de la divinidad. Por eso es que los personajes de Lynch invariablemente se hallan en marañas del tiempo, laberintos de caos y confusión que producen mucho desasosiego —en el personaje tanto como en la audiencia—, una angustia que además se intensifica conforme los personajes y los espectadores que muerden el anzuelo más se empeñan en desenredar el embrollo. Tal vez por eso convenga hacerle caso al propio Lynch y no embarcarse como hacen los críticos ociosos.

No quisiera contaminar el arte con la coyuntura pero de veras que no dejé de pensar durante todas estas semanas de revisión en los actuales movimientos políticos —que en el fondo son culturales— alrededor del mundo, pues independientemente de su signo ideológico, traen ese ímpetu nostálgico que inevitablemente se vuelve reaccionario frente a la imposibilidad de copiar el pasado. En el propio Estados Unidos están ahora mismo metidos en un drama muy lyncheano. Se acostumbra decir que es una civilización persiguiendo el futuro, pero en este momento está perdida en el pasado, lo cual quiere decir que está perdida en el presente. El culto trumpista evoca con gran sentimentalismo cuando América era grande —curiosamente esas mismas décadas que predominan en el cine de Lynch— y la quiere hacer grande otra vez. Para lograrlo, estos bárbaros del tiempo pretender imitar las mismas jerarquías y costumbres y arreglos familiares y hasta industrias, no sólo inconscientes de que eso es imposible y que forzarlo lastima el presente, sino de que ese tiempo anhelado también entrañaba su propio horror.

© Foto de David Lynch: Eden Weaver / Flickr

 

Pablo MajlufEs autor de Confesiones de un deliberado (Literal Publishing, 2024) entre otros títulos. Es columnista semanal de la revista Etcétera y escribe en Literal, Letras LibresReforma y Juristas UNAM. Expanelista en “La hora de opinar”, de ForoTV, junto con Leo Zuckermann. Asimismo, conduce el podcast Disidencia. Estudió periodismo en el Tecnológico de Monterrey y Comunicación y Cultura en la Universidad de Sydney, Australia. XTwitter: @pablo_majluf

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Posted: March 10, 2025 at 7:49 pm

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