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De qué hablamos cuando hablamos de guerra
COLUMN/COLUMNA

De qué hablamos cuando hablamos de guerra

Socorro Venegas

En su libro Sobre la historia natural de la destrucción, el escritor W.G. Sebald se pregunta cómo es que los escritores alemanes no consignaron en sus obras la devastación producida en las ciudades alemanas por los bombardeos de los aliados al final de la Segunda Guerra Mundial. Si la literatura es ese gran aparato que logra unir las espigas dispersas que somos y juntarlas en un discurso coherente, en busca de sentido, qué pasa con la memoria a la que se le da la espalda. Sebald nos revela una nación que prefirió olvidar su propia devastación.

Por el contrario, la novela Laberinto de Eduardo Antonio Parra, es una visión pormenorizada de la destrucción. La nuestra. Una mirada frontal a la atroz realidad que vivimos; no la del norte del país o la de algún mundo aislado. La que está allá afuera, a unos pasos, y que por mucho que nos duela no va a dejar de existir. Parra reúne con maestría esas astillas que somos todos. Le da cuerpo al dolor, le da rostro y nombres a los seres anónimos, a los “efectos colaterales” de una guerra que termina pareciendo una serie incomprensible de actos de terrorismo, pues en el caos ya no se sabe quién pelea contra quien o por qué. En las matanzas que ocurren en este país, ya sólo parecen visibles los asesinos. Las víctimas son borradas.

La novela Laberinto de Eduardo Antonio Parra, es una visión pormenorizada de la destrucción. La nuestra. Una mirada frontal a la atroz realidad que vivimos; no la del norte del país o la de algún mundo aislado. La que está allá afuera, a unos pasos, y que por mucho que nos duela no va a dejar de existir.

Una de las historias centrales en Laberinto es la de Norma y Darío, personajes que se encuentran en el umbral de la adolescencia, tan cerca de la infancia, tan lejos de la madurez adulta. Es imposible que el lector no se conmueva con ese amor que nace, con el deseo que arrasa, con el valor que se vuelve temeridad y luego frustración. Parra no tiene piedad y no tiene por qué tenerla. Lo que van a leer es una historia tremenda, muy cercana porque de algún modo corresponde a una narrativa vigente pero que generalmente solo es registrada en la nota roja de los periódicos o en los testimonios publicados en redes sociales. Hay una realidad inmediata expuesta en el mural de nuestros días, y lo que Parra ha hecho es abrir el lente y hacer un zoom: en medio de las cifras de muertes por la violencia del crimen organizado, están dos enamorándose, llegando juntos a sus primeras experiencias sexuales. Están el profesor de literatura y entrenador del equipo de futbol; Renata, la que sirve las copas en la cantina; Jaramillo, el rival y luego cómplice indispensable de Darío. Están los hombres y mujeres que, como cualquiera, viven un día a día que no esperan que estalle en mil pedazos de un momento a otro. Y no digo estallar como metáfora, vean esto: “A Darío le dio un ataque de tos a causa de una nube de pólvora y tierra. Cuando pudo reaccionar, lo primero que vio fue la hoguera en que se convirtieron los salones que aún seguían en pie; la mayoría eran un montón de escombros. Sentado en el piso, cubierto de tierra, vidrios y piedras, hipnotizado por el baile del fuego, no pudo sino preguntarse: ¿Por qué volar la escuela? ¿Qué sacan de eso?”

Dije antes que el autor no tiene piedad. Pero dos matices son importantes: hay una especie de crueldad compasiva. Esto no quiere decir que el autor intervenga y salve a los personajes. Pero sí que no los caricaturiza, expone su profunda humanidad, su derrota, con dignidad. Y el segundo matiz es que aun cuando se narran escenas de guerra, de una crudeza rotunda donde vemos decapitaciones, por ejemplo, hay un contrapeso fundamental y es el propio cuerpo humano; no solo el de las víctimas aterradas que se esconden de las balaceras ni el de los heridos que sobreviven. También hay cuerpos que aman, que gozan, que se entregan a la inercia que mueve al mundo para salvarlo o para perderlo.

Hay dos momentos y dos lugares donde suceden las cosas; las historias se van trenzando narradas por Darío y el profesor que se reencuentran años después de la noche que les cambió la vida a ambos. El primer lugar es El Edén, un pueblo que podría llamarse de tantas formas: Apatzingán en México, Bojayá en Colombia, lugares de trágica memoria, una geografía vulnerada en todos sus rincones. Y el otro lugar es la cantina, un sitio donde Parra, como escritor, se siente muy cómodo (pienso en ese cuento perfecto que es “Nadie los vio salir”). En la narrativa de Parra la cantina es lugar para la redención. Una coordenada fuera del tiempo, un confesionario, un escenario donde los ángeles se mezclan con los humanos y el mejor lugar para esperar a que amanezca. Ahí es donde escuchamos esto: “Quien ve su pueblo natal destrozado por las explosiones, por los incendios, por el paso de la guerra, no puede volver a ser el mismo”.

Como tal vez ya se imaginan, no se trata de una novela que transcurra linealmente. Es lo que pasa con los recuerdos, sobre todo si duelen: es difícil asirlos y formarlos en fila y decirles quédense quietos para que los pueda mirar, a ver si logro entender algo. Y sin embargo debe intentarse. Por eso Laberinto busca reconstruir el pasado, que es la única forma de comprender cabalmente a sus personajes. Mientras el profesor escucha a Darío va también configurando su propia memoria de lo sucedido en el pueblo, y se pregunta “¿Habrá sido así? No era posible saberlo. Lo malo de los relatos aislados que provienen de fuentes diversas es que nunca pueden sincronizarse. Aunque los hechos hayan ocurrido en el mismo espacio temporal, nunca sabremos qué fue primero y qué fue después”.

Vuelvo a Sebald: “sin memoria no existiría ninguna clase de escritura. Una imagen, una frase necesitan el camino de la memoria para llegar al lector. Y ese camino nunca empieza ayer, sino mucho antes”. En ese antes se sitúa Laberinto, y en un después que es el presente donde las guerras no terminan. Me quedo con el deseo de que, gracias a novelas como ésta no seremos como ese pueblo que renunció a la historia natural de su destrucción; no será hoy, tal vez tampoco mañana, pero hay que creer que esta memoria será fundamental para que otras generaciones comprendan y construyan mejor.

 

Socorro Venegas es escritora y editora. Ha publicado el libro de cuentos La memoria donde ardía (Páginas de Espuma, 2019),  las novelas Vestido de novia (Tusquets, 2014) y La noche será negra y blanca (Era, 2009); los libros de cuentos Todas las islas (UABJO, 2003), La muerte más blanca (ICM, 2000) y La risa de las azucenas(Fondo Editorial Tierra Adentro, 1997 y 2002).  Ha recibido el Premio Nacional de Cuento “Benemérito de América”, Premio Nacional de Novela Ópera Prima “Carlos Fuentes”, Premio al Fomento de la Lectura de la Feria del Libro de León.  Es directora general de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM. Su Twitter es @SocorroVenegas

 

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Posted: August 23, 2020 at 11:25 am

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