Fiction
Fragmento de la novela Profetas menores

Fragmento de la novela Profetas menores

Gabriel Schutz 

Laura también era hija única y había perdido a su madre de niña, aunque un poco más tarde, a los ocho años, a causa de un linfoma. Su padre había sido sastre, tenía un taller en la calle Médanos, pero después de enviudar decidió mudar el taller a la casa para poder trabajar y estar al mismo tiempo con ella. Pasaba a buscarla por la escuela y se iban caminando, tomados de la mano, las mismas ocho cuadras cada día. Él se ponía a cocinar mientras ella tendía aquel mantel de trattoria en cuadros rojos y blancos que pronto se llenaba de migas y algunas gotas de vino tinto. Después de comer se pasaban a la mesa del taller, donde trabajaban juntos. Laura se ocupaba en sus cuadernos escolares el tiempo que le tomaba hacer la tarea e inmediatamente se le unía, cortaba telas, enhebraba hilos, copiaba diseños, mientras su papá, con aquellas camisetas sin mangas, le canottiere, y la cinta métrica colgándole alrededor del cuello, le cantaba arias de ópera. En poco tiempo ella empezó a acompañarlo y adquirieron la costumbre de pararse detrás de los maniquíes y asomar la cabeza sobre los torsos para darles voz y vida a Rigoletto, Gilda, Nabucco, Abigaille, todos ellos vestidos con pruebas en las que se veían aún las costuras. Desde ese momento los clientes perdían el nombre y pasaban a llamarse como el personaje que hubiera vestido su encargo. «Hoy a las cuatro nos visita Lady Macbeth y a las seis llega Falstaff», le anunciaba su padre. Recibían a los personajes ilustres y Laura le ayudaba a tomar las medidas mientras escuchaba conversaciones en torno a la situación del país, quejas sobre la economía, cosas de adultos que le aburrían. Algunos le llevaban dulces o regalos (los más constantes eran Desdémona y el conde Monterone) y, cuando terminaban, ella jugaba en su cuarto y él aprovechaba para tomar un Campari y leer un rato antes de preparar la cena. Venían entonces las órdenes: «A comer, Laurita», «A lavarse los dientes, Laurita», «A dormir, Laurita». La exhortaba sin aspereza pero con cierta impaciencia y cuando ella estaba acostada él se acercaba a su cama, le acariciaba el pelo y le daba un beso en la mejilla, diciéndole: «Buonanotte amore mio». Laura se dormía feliz, repasando el trabajo del día y los libretos de ópera que habían interpretado juntos. No podía imaginar una niñez más afortunada, a pesar de haber perdido a su madre tan tempranamente.

Cuando cumplió nueve años, su papá la mandó a un conservatorio para que estudiara canto. Ella acudió entusiasta, suponiendo que las clases serían una versión mejorada de lo que hacían en el taller, pero apenas cantaban una sola pieza de corrido, la mitad del tiempo se iba en ejercicios de calentamiento, la otra mitad en solfeo, y encima el maestro era antipático, no tenía sentido del humor y la regañaba por cualquier tontería. Laura protestó y su padre le pidió que tuviera paciencia, solo eran dos tardes a la semana y la parte aburrida no iba a durar toda la vida, pero ella se mantuvo inflexible, no quería ir un solo día más. Entonces él, dando un golpe sobre la mesa que hizo temblar las tijeras, le gritó como nunca antes: «¡Soy tu padre y vas a ir te guste o no!». Fue quizá la única tarde en que no cantaron. En la noche, cuando se acercó a la cama, él se disculpó y se echó a llorar. Le dijo que estaba agotado, necesitaba un poco más de tiempo a solas, era duro sin su mamá. Laura lo abrazó y le dijo que lo comprendía, pero el maestro era tan feo y las clases tan aburridas…

«Sí, amore mio, algo se nos va a ocurrir».

Probaron en otro conservatorio. La maestra se llamaba Gladys, era una señora afectuosa, hacía bromas desenfadadas y decía groserías que la hacían reír, pero las lecciones eran más o menos del mismo estilo y Laura tenía la impresión de que aprendía más improvisando arias sobre los torsos de los maniquíes. Aun así, había un momento de la clase que compensaba todo lo otro. Unos quince minutos antes de terminar, mientras Laura solfeaba la duración de las notas dibujando extrañas persignaciones en el aire, empezaban a brotar del otro lado de la pared los sonidos más dulces que hubiera escuchado jamás. No pasaron muchos días antes de que se animara a preguntarle a la señora Gladys si era un violín y entonces se enteró de que era un primo hermano, de mayor tamaño y sonido más grave, llamado violonchelo. Fue amor a primera oída. Su padre abrazó aquella vocación sin dudar un momento y una semana más tarde Laura comenzó a tomar lecciones de chelo en el salón de al lado. Las arias dejaron de sonar únicamente entre tijeretazos y golpes de máquina de coser: ahora había breves pasajes de acompañamiento instrumental. Los pasajes se fueron haciendo más copiosos, el acompañamiento más pulido y, en pocos años, Laura logró dominar todo el repertorio del taller: podía acompañar cualquier aria con la voz y el chelo, y podía confeccionar cualquier prenda de vestir que se le encomendara. Su padre decía que ni él mismo podía hacerse un traje donde cupiera todo su orgullo sin hacer reventar las costuras.

—También repetía que la música era el mejor consuelo para el dolor de la vida —dijo Laura. Por un momento guardó silencio y miró pensativa hacia la ventana lluviosa, como si sopesara la verdad de las palabras que había invocado—. Yo creo que tenía razón. Cuando me contaste de la noche en que rompiste el violín, me pregunté cómo hacías para soportar toda esa tristeza sin tu instrumento. Después entendí todo lo que me dijiste sobre destruir la memoria del hombre que habías sido, el alivio que debió significar eso para ti, pero yo no podría vivir sin mi chelo. Cuando la tristeza me visita, y lo hace a menudo, yo la miro y ella me mira y tocamos juntas o cantamos algo, y al final se va. En realidad no sé si se le puede llamar tristeza, porque se está triste por algo, pero a mí, salvo por el duelo de mi papá, cuando me da tristeza es porque sí. Quizá sería más apropiado llamarla melancolía, aunque la palabra haya pasado de moda. Ahora hay ansiosos, depresivos, bipolares, pero melancólicos, auténticos melancólicos, quedamos muy pocos. Somos los últimos aristócratas del dolor.

 

 

Fragmento de la novela Profetas menores, de Gabriel Schutz (México, Nieve de Chamoy, 2022).

Disponible en ebook en https://www.amazon.com.mx/Profetas-menores-Gabriel-Schutz-ebook

Impreso, en El Péndulo: https://pendulo.com/libro/profetas-menores_414851

Fondo de Cultura Económica: https://elfondoenlinea.com/detalle.aspx?ctit=9786079937546

Libros UNAM: https://www.libros.unam.mx/catalogsearch/result/?q=9786079937546

 

Gabriel Schutz es escritor y doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Oriundo de Montevideo, ha publicado el ensayo Éticas de la serenidad (México, 2016), la novela Rapsodia nocturna (Montevideo, 2008) y los libros de cuentos El fuelle infinito (México DF, 2006), Y verás mis espaldas (Montevideo, 2006, Primera Mención Premio Nacional de Literatura 2008) y Una noche de luz clara y otros cuentos (Montevideo, 2001, Primera Mención Premio Casa de las Américas 2001). En 1998 y 1999 recibió el Premio Nacional de Literatura en Uruguay. Desde 1998 viene impartiendo diversos talleres de escritura creativa, cursos de literatura del siglo XIX y cursos de teoría de la narrativa. Enseña ética helenística en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y desde 2011 impulsa talleres de filosofía aplicada (véase www.estoicismoaplicado.com), para favorecer el autoconocimiento a partir de la filosofía estoica. Ha dirigido grupos de meditación y coordina desde 2016 un seminario particular sobre la obra de Carl G. Jung.

 

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Posted: June 19, 2022 at 10:39 pm

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