Destejer el miedo
Miriam Mabel Martinez
Hay días en los que se anhela la posibilidad del hallazgo, en los que el ímpetu por encontrar se queda dormido y la tristeza se levanta temprano. En esos días la curiosidad disminuye el ritmo y la búsqueda de preguntas se estanca en un ¿para qué? A la secuencia de preguntas que vitaliza la cotidianidad se le va un punto, como en el tejido; un punto que olvidamos tejer o que se escapó o que se rebeló en un pequeño golpe de Estado. Un punto que se extravió durante el confinamiento y que huyó fuera de la mirada. Sin percatarnos de su escape seguimos tejiendo, una vuelta, otra, otra, otra… El tejido se extiende al ritmo de la cuarentena sinfín a veces más rápido, otras más lento, mientras que ese punto desertor se esconde porque se ha descubierto que puede ser otra cosa además de un derecho o un revés. Se asume silencio. Sabe que no es hueco ni vacío. No es un hoyo ni un error, es simplemente un silencio que se escapa en vertical dejando un rastro hermoso que crea una vereda dentro la planicie tejida. Resulta alentador no sólo ver sino tocar la huida, le da densidad a la idea de rebeldía. Esta fuga anima mi curiosidad recordándome que deshacer es hacer y en otras ocasiones no hacer también es hacer.
Hacer sin hacer es lo que me gusta de tejer. A veces sólo se trata de mirar, de escuchar, de tocar, de estar. ¡Qué trabajo nos cuesta estar! Estar sin hacer “algo” que certifique que no perdemos el tiempo. Hacer que genere algo, lo que sea, de menos que se sume un like o un retuit o un follower, ¡qué mejor! Hacer algo que nos integre a la cadena de producción, que requiera energía eléctrica, que gaste un recurso no renovable, que le dé valor agregado al despilfarro y perpetúe el ritmo del consumo, siempre recordándonos que debemos acelerar para llegar a la meta antes que nadie, sobre todo que nuestra sombra. Hay que llegar. Llegar a donde sea, cansados y con algo hecho. Tocar el futuro al final del día y sentir que hicimos. ¡Ah, qué satisfacción es eso del hacer!
Pero a veces quiero hacer sin hacer. Entonces, acompañada de mis sabuesos, saco mis estambres para contemplarlos antes de tocarlos para imaginar en qué se podrían convertir. En otras ocasiones acomodo las madejas por formas y tamaños; en otras, por colores o grosores; luego pienso qué número de agujas o de gancho les vendría mejor. ¿Cómo conseguir que luzcan sus fibras? ¿Cómo lograr que exhiban todas sus cualidades? Mi cabeza rescata puntadas de la memoria. Fantaseo puntadas. Una epifanía textil. Observo la pieza terminada; no, no es lo que esperaba, así que la borro y me dispongo a tejer en la imaginación otra, con otra puntada, con otras agujas. No, es demasiado ligera, así que renuncio a las agujas gordas y flacas, opto por el gancho; siento el grosor de la prenda, sin duda más calientito para este invierno que aún sin llegar se asoma más exigente no en cuanto a temperaturas bajas, sino en cuanto a ánimo. Tampoco me gusta el resultado; demasiado gordo, quizá es la puntada, quiero una más abierta, más coqueta, más exigente en su hechura.
Acaricio a mis perros mientras contemplo las bolas de estambre que se tejen y destejen en prendas imaginarias que también se alargan, se acortan, se ensanchan, pasan de gancho a agujas, de una puntada a otra amplificando mis horas, las cuales en su novedosa dimensión adquieren un peso que me tranquiliza, que me hace palpar el tiempo. Las reacomodo de acuerdo a mis divagaciones. Las observo y reconstruyo su travesía antes de llegar a mis manos. ¿Cómo llegaron? ¿Me enamoré de ellas o ellas de mí? ¿Qué pensé al tocarlas? La mayoría está aquí por accidente. Ninguna fue adquirida para cumplir una misión especial ni saciar algún antojo más que el capricho momentáneo de disfrutar su vitalidad exhibida en su cuerpo. ¡Cómo extraño tocar! Tocar el afuera, los barandales, las bancas, recargarme en una pared para sostenerme o para sentir el color. Tocar lo que sea sin miedo ni precaución, sin temer a las reminiscencias de mi vida anterior con mis malos hábitos. Tocar sin pudor para luego morderme las uñas y después volver a tocar.
Hoy tocar mis estambres es tocar el afuera de ayer; contemplar mi ausencia en el afuera de hoy y proyectar mi presencia en el afuera que se reconfigura en mi mente a la velocidad en la que tejo y destejo atuendos mientras observo al futuro aparecer y desaparecer en mis bolas de estambre.
Tejo sin tejer historias. Sin escribir escribo telarañas, redes, líneas, párrafos, que van construyendo la narrativa de este confinamiento, mutando en el proceso. Borrar y destejer. Desbaratar para luego ver qué pasa o para simplemente mirar el material en otro estado. Borrar para ver la huella del grafito o saber que control Z devolverá los errores. Desbaratar mis días, destejerlos para comprender la lógica del hacer y del deshacer, para entonces proponerme otras rutas de reconstrucción y quizá otras posibilidades del recuerdo o de vestir la memoria.
Observo las madejas mientras habito las piezas que he tejido a lo largo del confinamiento. Visto las frases de los textos –como éste– que leo entre líneas de páginas y prendas escribiendo un relato único en el que la gramática del derecho y revés encuentra su cauce en la sintaxis de mis cuentos. Tejer para entender el paso del tiempo. Escucho el tic-tac del derecho y el revés ocupar las semanas sin prisas ni sobresaltos. Un tic-tac puntual tan exacto como el paso de la aguja derecha en el hueco trazado por el estambre y sostenido por la aguja izquierda. Un tic-tac que es el movimiento de mis manos, de mi cuerpo en la incertidumbre. Voy y vengo sostenida –al igual que el estambre– sobre las agujas. Soy esa lana que se va anudando en una urdimbre creciendo de línea en línea para luego convertirnos en una estructura suave, ondeante que se acomodará a mi cuerpo –o en otro o en otros– con la misma certidumbre con la que se ha acoplado al encierro.
Durante estos nueve meses he recuperado la noción del tiempo que sucede a las orillas del capitalismo, que renuncia a las prisas y que me recuerda la densidad de los días. Observo las bolas de estambre y veo, entonces, la curiosidad ahí enrollada expectante, esperando a que mi presente, con sus angustias y miedos, se convierta en algo más, en una bufanda o un poncho, un suéter, un chal, un triángulo o un rectángulo o un cuadrado que podría ser la suma de un todo o la nada. Una figura geométrica que podría integrarse a un tejido, añadiendo sencillez a la complejidad que astuta se esconden entre los puntos… o quizá sólo renunciando a su existencia y redefiniéndose mientras lo desbarato.
Desbaratar es también parte de hacer. O al menos parte de mi hacer, de mi reconfiguración durante en este tiempo en el que al desbaratarme he recuperado el sentido del estar. Quizá por ello le permito a la tristeza instalase sin precauciones, sé que puedo enrollarla, tejerla o destejerla. Tal vez por ello mientras me observo en las posibilidades de lo que puedo ser o no asumo que no quiero olvidar este 2020. Deseo no sólo recordar, sino tocar este año pandémico en el que recuperé el peso de la cotidianidad con sus quebrantos. Entonces, reviso mis text-iles, la cobija que le tejí a mi sobrino Mariano, a quien le arroparán la primavera con el canto de pájaros que reaparecieron en la ciudad; o el suéter veraniego de mangas tres cuartos que me tejí para protegerme del sol durante las clases virtuales que impartí los miércoles –de marzo a julio de 10 am a 2 pm– en la azotea que logré recuperar debido a la pausa obligada de las construcciones circundantes; en un silencio casi pueblerino inventé un aula de clases con un techo verde hoy totalmente deshojado, estas ramas sin inquilinas están en los mitones que me tejí para calentar mis manos en mis largas jornadas frente a la computadora. También estarán las lluvias en el chal triangular que le hice a mi amiga Mónica para su cumpleaños.
Leo en estos text-iles las solitarias caminatas con mis perros en una ciudad en las que el sonido de los aviones se diluyó en un aire otra vez transparente, al igual que los motores de autos y camiones cuyos rugidos se hicieron apenas rumores presentes en el chaleco que le terminé a Marisol o en la bufanda desigual que inventé para celebrar a Lorena y que repetí para mí y sellar la hermandad. En esas líneas también están entretejidas las ardillas, las estrellas, Hannah Arendt, las noches sordas que mi sueño gozó plácidamente, así como el sobresalto por el temblor del 23 de junio con el desplazamiento del territorio nacional de –según la NASA– 45 centímetros. Están los zooms, hangout, googlemeet, las ganas de ver a la familia, la comida para llevar, las biografías tristes de Marilyn Monroe y Mata Hari, los desinfectantes, Isak Dinesen, los enfermos, los muertos, las pugnas, las teorías de conspiración, Inés Arredondo, los libros, las series, las películas, los videoencuentros, las rupturas, Amparo Dávila, las discusiones, los despidos, las mudanzas, las bancarrota, Virginia Woolf, los retos culinarios, las dietas saludables, George Orwell, los mezcales, las ginebras, los tés de zacate limón, Jack London, las tareas domésticas, los retos profesionales, Rita Segato, el aburrimiento, el exceso de trabajo, el desempleo, la reinvención del tiempo libre, los rezos, la astronomía, los escépticos, los hipocondriacos, Bob Marley, el capitalismo de los afectos, los procesos… Las huellas de mis procesos desgastados en la ropa que conscientemente elegí para que me acompañaran en la primavera y verano pandémicos, el par de jeans, los vestidos, los shorts, las playeras, las mallas, las pijamas, la sudadera que uniformaron mi confinamiento hasta el desgaste. En sus hoyos descubro mis grietas. Esas roturas representan el quiebre del presente por donde se fugó la normalidad. En esas telas desgastadas como mis ánimos están mis humores, hallazgos, pesares, miedos, esperanzas, pesadillas, por ello las transformaré en hebras que engrosarán una madeja de incertidumbre, la cual tejeré sin seguir un patrón, sino obedeciendo el ánimo del hilo. Sin prisas, únicamente con las ganas de transformar el peso de este 2020 en un vestigio textil, tejeré mi adentro para que en 2021 me proteja del afuera.
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (colección Sello Bermejo, Dirección General de Publicaciones de Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016).
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Posted: December 17, 2020 at 11:12 pm