Essay
Dos Beethoven, una memoria
COLUMN/COLUMNA

Dos Beethoven, una memoria

Gisela Kozak

Estoy en la Arena Ciudad de México, en el último nivel  –una sección que causa vértigo, tal como indica la joven que maneja el elevador–, a la espera de la interpretación de la Novena de Beethoven. Cumplimos los rituales de información y foto en redes sociales, comentarios de amistades y un video de la esplendorosa instalación para mi sobrina Mariana y su hijo Alejandro, un gran melómano de 14 años, amante de Beethoven, los Beatles y James Brown. Aunque Michael Jackson ha caído en la picota pública (y mi sobrino Alejandro sabe por qué), creo que le llamaría la atención saber que el espectáculo “The Michael Jackson Experience” tuvo lugar en la Arena Ciudad de México en 2019. 

Desde hace días, una vez que me dispuse a asistir al concierto, he viajado al Poliedro de Caracas, a mi adolescencia lejana cuando no tenía sobrinos y apenas estudiaba bachillerato. El joven Sistema de Orquestas se arriesgaba con esta pieza de Beethoven en 1978 bajo la dirección de José Antonio Abreu. Más que a la calidad, Abreu apeló a su llave mágica: gratuidad y apertura a todos los públicos. Un familiar tocaba en la entonces novísima Orquesta Simón Bolívar nada menos que el oboe, cuyo genial sonido andrógino lo distingue entre los instrumentos de viento. El Poliedro de Caracas, inaugurado en 1974, exhibía belleza, riqueza, tecnología de punta y la masificación del espectáculo musical y deportivo. La Arena Ciudad de México también exhibe lo mismo pero fue inaugurada en 2012, casi cuarenta años después, con una capacidad para 22000 personas. Semeja el Poliedro pero mucho más nuevo y de mayor tamaño. Entran al escenario los integrantes del Coro Filarmónico de la UNAM y luego los de la Orquesta Filarmónica de México. Con quince minutos de retraso hace su aparición Scott Yoo, titular de la Filarmónica, orquesta muy afecta a presentaciones multitudinarias, como lo era la Orquesta Simón Bolívar en Venezuela. Una voz, con la hermosa forma de la locución mexicana, agradeció que los celulares fueran apagados y que no se aplaudiera entre los movimientos de la sinfonía para contener la energía hasta el final y unirse en una gigantesca ovación. No le hicieron caso, desde luego.

El sonido de los primeros acordes significó el presente perfecto, sin pasado ni futuro, el silencio interior de la felicidad personalísima y a la vez compartida. Conozco la Novena sinfonía por haberla oído completa cientos de veces pero al final del movimiento el Poliedro volvió a mi cabeza, a cuando oí la Novena por primera vez. Aquella díscola adolescente de 14 años en 1978 ya había comenzado el más perdurable romance de su vida, el que he mantenido con la llamada música clásica, sinfónica, operística, de cámara, académica. Tchaikovsky y Rachmaninov –ahora no estimo tanto su pathos romántico– eran mis héroes pues me gustaban mucho los conciertos para solista y orquesta. El primer disco de música clásica que me compré con mis ahorros fue el Concierto para piano y Orquesta de Robert Schumann, con Friedrich Gulda al piano y Volkmar Andreae al frente de la Filarmónica de Viena, bajo el sello London Records; después, el Concierto para piano y orquesta de Grieg y el Concierto número 2 de Rachmaninoff, el favorito de mi madre. Clifford Curzon tocaba el piano y Anatole Fistoulari dirigía la sinfónica de Londres, producidos por DECCA. Ambos los obtuve en una legendaria tienda de discos caraqueña, Don Disco, regentada por los Quesada, hermanos españoles ya hombres maduros. El Quesada de Don Disco en Chacaíto era alegre y risueño pero el de la tienda en la Avenida Urdaneta tenía malas pulgas.

Claro, conocía a Beethoven porque a mi familia le gustaba la música clásica, sobre todo la pianística; de hecho, mi madrina de confirmación ante esa iglesia católica con la que solo me llevo por vía artística, Hortensia Iglesias, gallega, trabajó muchos años como profesora de piano y le había dado clases hasta a mi mamá. La recuerdo con belleza y encanto, parecía (lo era) una artista, piropo antiquísimo usado por los abuelos. Pero el Beethoven de El Poliedro constituía una novedad para mí. Busco, pero no encuentro, el dato de quienes fueron los solistas en aquel lejano 12 de febrero de 1978. El 2 de febrero de 2020 son los mexicanos María Katzarava (soprano), Carla López-Speziale (mezzosoprano), Dante Alcalá (tenor) y el bajo alemán Carsten Wittmoser. Por cierto, durante la ejecución la oboísta de la Filarmónica fue enfocada por las cámaras con frecuencia, una magnífica ejecutante con una elegante melena encanecida recogida en moño, tan distinta a la melena negra de mi pariente en 1978.

El segundo movimiento, una picardía íntima. Mi esposa sentada a mi lado en la Arena compuso un booktrailer casero para mi recién publicado libro de cuentos En rojo. Narración coral (2011), el cual compartimos con gente cercana. La música de fondo, el movimiento de marras. Es dancístico, dan ganas de bailar, como le pasaba a la olvidada bailarina Isadora Duncan con este compositor. Pienso, mientras escucho a la Filarmónica, que la música sinfónica no es para espacios como el Poliedro o la Arena pero el ritual del silencio en lugares hechos para el grito, el movimiento y el canto colectivos tiene su gracia, con miles de adultos en actitud de niñez bien portada. Yo en cambio bailé adolescente, sacudiendo feliz la cruz de las jóvenes diferentes a las demás, cuando me regalaron la Novena en vista de mi fulminante amor por Beethoven luego del concierto en el Poliedro. La versión, mi favorita hasta ahora, pertenecía al sello Columbia Masterworks. Conducía Eugene Ormandy al frente de la Filarmónica de Filadelfia y del Coro del Tabernáculo Mormón, con Lucine Amara, Lili Chookasian, John Alexander y John Macurdy como solistas. La conservé hasta que tecnologías menos delicadas como el disco compacto sustituyeron el vinil por su practicidad. El sonido era estupendo, lo sigue siendo, ahora que oigo mi versión favorita de la Novena en YouTube, ese paraíso de los melómanos trashumantes que han tenido que irse sin su música a otra parte y han olvidado en parte la pureza del sonido que antes les fascinaba.

El tercer movimiento de la Novena se convierte en el color azul de un catálogo Schwann. Tal catálogo se fundó en 1949, toda una referencia indispensable para la fauna melómana. Llegó a mis manos en una versión algo desactualizada por intermedio del señor Quesada, el gruñón, de la tienda Don Disco de la Avenida Urdaneta, muy cercana al entonces hermoso Conservatorio Superior de Música José Ángel Lamas. Entré un día a solicitar alguna pieza que no recuerdo y pronuncié un buenos días o tardes contestado con un “Diga” que quería decir “ya viene esta niña a pedir cualquier porquería de moda”. Junté toda mi dignidad para solicitar un disco clásico que no recuerdo. Me miró por encima de los lentes y me dijo:

–¿De dónde salió usted? La gente de su edad del Conservatorio no sabe nada de música. ¿La mandó algún profesor?

–No estudio en el Conservatorio –contesté con mucha amabilidad. Era una chama que pensaba que Quesada tenía razón y que la juventud no sabía nada de música.

Comenzó la más cálida relación comercial de mi existencia; una que no he tenido ni con libreros, he de decirlo. Me pasaba horas curucuteando versiones de mis piezas amadas, persiguiendo combinaciones de estas que me permitieran comprar menos discos para oír lo que quería. Por esta razón, Quesada me obsequió el catálogo Schwann que antes mencioné. A los quince años era fervorosa seguidora de la Sinfónica de Venezuela, con sus conciertos en el Aula Magna de la Universidad Central los domingos a las 11.15. Escuché con esta orquesta a Narciso Yepes, Byron Janis, Bruno Gelber, Gabriela Montero niña, Ruggiero Ricci, Judith Jaimes, Susan Starr. Los conciertos y el oír la Radio Nacional y la Cultural de Caracas ampliaron mi repertorio. Luego subrayaba con diligencia en el catálogo las versiones que corría a solicitar a la tienda de la Avenida Urdaneta. En esa época los discos tardaban en llegar y en una oportunidad el señor Quesada me dijo algo así como:

–Si su joven vida puede esperar algunos meses el LP llegará de Londres y usted lo oirá.

Por él conocí a Martha Argerich, la genial pianista argentina. Ya empezaban mis inquietudes feministas y quería saber de mujeres intérpretes. Durante una bronquitis aguda que me impedía salir de la casa, Quesada me envió su versión del Concierto n.3 para Piano y Orquesta de Prokofiev, con la Filarmónica de Berlín y Claudio Abbado al frente, grabado con la Deutsche Grammophon. Es uno de los conciertos de mi vida y Argerich, sin duda, una de las artistas de mi vida. Conservé bastante tiempo los afiches de la diva puestos en mi habitación cual si fuera una estrella de rock. 

Han pasado décadas en las cuales la llegada de internet cambió radicalmente nuestra manera de escuchar, guardar y transmitir la música. Los solistas que disfruté en la Ciudad de México tal vez no habían nacido en 1978, la tradición continúa y se renueva con nuevas técnicas pedagógicas, nuevos intérpretes y propuestas. La mujer que oye a Beethoven en febrero de 2020 le lleva un montón de años a la jovenzuela inquieta de El Poliedro. Al sonar el primer acorde inconfundible del cuarto movimiento de la Novena, todo recuerdo desaparece. La felicidad es presente y silencio. Me encanta la percusionista de la orquesta, la miro en las grandes pantallas con las que cuenta el recinto, una mexicana trigueña de cabello negro recogido.  Brinca, no puede contener su pura energía expresiva y abre sus ojos oscuros como si quisiera ver el sonido que sale de su instrumento recorrer la cinta de luz que marca el nivel superior de la Arena, en la cual se indica quiénes cantan, dirigen y tocan. Cuando oigo la voz de Dante Alcalá elevarse extraordinaria en aquel gigantesco recinto recuerdo a quienes dicen que los tenores mexicanos son la crema de la crema.

Volveré a gozar de la Novena en una sala más adecuada este mismo año, pero el concierto en la Arena ha sido un hito. Desde el 12 de febrero de 1978 hasta el 2 de febrero de 2020 he escuchado en vivo esta sinfonía algunas veces, incluso una vez dirigida por mi mundialmente famoso connacional Gustavo Dudamel, pero la memoria detenta sus propias reglas.  Tengo mis dos Novenas, las de El Poliedro y la Arena. En el selfie de rigor veo mi rostro con papada y ciertamente con un aire altivo y satisfecho,  propio quizás  de féminas que alguna vez bailaron a Beethoven en su adolescencia.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: February 11, 2020 at 10:04 pm

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