Earl, mi vecino
Gabriela Polit
A las once de la mañana estaba en el desértico patio del restaurante italiano con una cerveza en la mano. No me sorprendió. Asti, es uno de los cinco restaurantes en el pequeño centro de mi barrio, en Austin. Enfrente está Julio’s, el Tex-Mex, le siguen Uncle Nicky’s, el bar italiano, Antonelli’s, la tienda de quesos, y el Hyde Park Grill, restaurante de comida gringa. En diagonal, en la vereda de enfrente, está Mother’s Café, el vegetariano. Junto a Asti está el pequeño súper. Cruzando la calle, está Quack’s el café donde estudian y escriben los estudiantes, las madres jóvenes entran empujando los cochecitos de sus infantes, los chicos llegan a comer galletas y dulces después de la escuela, los colegas a tomar café. Son cuatro esquinas vibrantes, bulliciosas, atravesadas por niños en patineta, jóvenes en bicicleta, parejas con sus perros, estudiantes universitarios con el paso apurado para tomar el bus, deportistas trotando y viejos que lo recorren sin apuro. Ese es el universo de Earl, el hombre que caminaba un poco desorientado, con la lata de cerveza en la mano ese viernes a la mañana.
Era el 19 de marzo, Greg Abbott, el gobernador, había cerrado las escuelas, los bares y centros de entretenimiento, los restaurantes no podían sino preparar comidas para llevar y prohibió la reunión de más de 10 personas. Esta noticia llegó a Austin sin llamar la atención. La verdadera sorpresa nos había llegado el 6 de marzo, cuando el alcalde anunció que SXSW (South by South West) no se llevaría a cabo. Ese es el evento más importante en la ciudad, durante 10 días, que coinciden con el receso de primavera, llegan medio millón de personas desde todos los continentes, para celebrar el festival de música más grande del país. En los últimos años, el festival se ha convertido en un importante evento para la industria del cine y de los videojuegos. Es la mayor fuente de ingreso para la ciudad, por los impuestos que genera, y es el más lucrativo para la industria local de entretenimiento: hoteles, bares, restaurantes y, lo que es típico de Austin, los trailers de comida. La cancelación de SXSW, a insistencia de la asociación de médicos del país, fue una estocada mortal para la gente que depende del turismo en la ciudad. El anuncio de Abbott quince días después, llegó a los austinianos con más ligereza. Pensar en todo esto ahora, es como recordar escenas de una película vieja.
Cuando me mudé a este barrio en el 2009, Earl estaba casi siempre en el banco de la vereda frente a Julio’s, o sentado en una de las mesitas de la calle de Quack´s comunicándose con gestos histriónicos con los transeúntes, casi todos lo saludaban, le hacían una venia, un gesto amable y él contestaba con ese sonido gutural que parece salir del fondo de su garganta.
Tres años después, un sábado de primavera a la tarde, algunos vecinos le celebraron el cumpleaños número 50. La invitación llegó a través del grupo de Yahoo del barrio, en el que se reportan bicicletas perdidas, los días de reunión de los vecinos, se endilgan buenos pintores, plomeros, jardineros, y en el que, también, los vecinos hacen preguntas ociosas. La fiesta era en el parque junto a la piscina. Hyde Park es uno de los barrios más antiguos de Austin, con una tradición de acoger a artistas, estudiantes y hippies, habitado por profesores universitarios y burócratas que prefieren vivir cerca de su trabajo. El boom de la industria de la tecnología ha cambiado el mapa humano de la ciudad, latinos, afroamericanos y hippies setentones han sido desplazados por hípsters que han tomado los barrios de Austin sin reparo. Por el gran número de gente retirada y de familias que viven en Hyde Park, el barrio todavía conserva el ritmo lento de pueblo grande y un sentido de comunidad. Cedros, pecanas, magnolias enormes extienden un generoso velo de sombra que protege calles y casas del despiadado sol del largo y tórrido verano tejano. Ese es el universo de Earl. Por estas calles pasea en su bicicleta, en frío y en calor, cargando las dos bolsas de plástico donde lleva sus pertenencias.
Había empezado a comunicarme con él como todos los del barrio, con señas. Alguien me lo presentó y de ahí en más, fuimos amigos. Lo veía tomando café en Quack’s, o en Julio’s. Cuando llevaba a Gloria, mi perra, a jugar en el parque. Se acercaba, me abrazaba y empezaba el diálogo. “Hola, ¿cómo estás?” “¿Qué haces?” “Hoy voy al juego de fútbol, tengo entrada gratuita”. Se refería a uno de los ocho juegos de fútbol americano que paralizan la ciudad, cuando cien mil personas se reúnen en el estadio de la universidad para gritar por los Longhorns, el nombre del equipo. Cuando recibí la invitación para celebrar su cumpleaños, le llevé una tarjeta de compras que puse en papel de regalo. Lo habían organizado dos vecinas que se comunican en su idioma. Compraron pizzas, sodas y una torta. Los vecinos aparecieron con regalos, pusieron una mesa, platos y vasos desechables. Earl estaba feliz. Una de las organizadoras, al hacer un brindis con sodas y agua, contó su historia. Es el único sordomudo de una larga familia pobre y afroamericana. Lo echaron de la casa porque pensaron que era tonto. Ahí en la fiesta estaba su hermano mayor, con quien Earl tiene comunicación. El resto de la familia no lo ve. Earl se crió en un orfanatorio donde aprendió a leer y a escribir, también a leer los labios y a usar el lenguaje de los sordo-mudos. En el parque, los vecinos con quienes él se comunica como puede, le cantamos el Happy Birthday y lo celebramos. Ese es el universo de Earl.
Earl se crió en un orfanatorio donde aprendió a leer y a escribir, también a leer los labios y a usar el lenguaje de los sordo-mudos. En el parque, los vecinos con quienes él se comunica como puede, le cantamos el Happy Birthday y lo celebramos. Ese es el universo de Earl.
Antes de que una ordenanza del municipio hiciera que cerraran la lavandería que quedaba junto a Quack’s, los dueños le permitían dormir ahí. A cambio, Earl mantenía limpio el lugar. Cuando la cerraron, Earl volvió a quedarse a merced de la noche, de los otros indigentes y del trato abusivo de los policías. La vecina que organizó la fiesta nos había contado que, por su discapacidad, Earl tiene papeles especiales que son muy codiciados entre los indigentes porque le dan ciertos privilegios: prioridad en los baños de los albergues, entradas a los partidos de fútbol (etc.). Es por eso que Earl los evita, porque más de una vez, los otros indigentes lo han golpeado para robarle sus papeles. Hoy en día los evita por el virus.
Muchas veces quise escribir sobre Earl. Una persona que sufre las perversas contradicciones de esta sociedad. Quería escribir sobre esa cultura tan americana de celebrar el cumpleaños al indigente del barrio, de llevarle regalos, de darle un espacio para dormir en un negocio. Me llamó la atención la forma tan particular como Earl es parte de esta comunidad. Nadie pretende que él sea otra persona. Quizá porque vengo de una cultura en la que la caridad tiene que ver con uno mismo, más que con el respeto al otro. O porque las distancias entre la gente con casa y la gente sin casa, son imposibles de traspasar. Es cierto que pocos vecinos quisieran cambiar el mundo para que no hubiera Earls en la ciudad. También es cierto que algunos pensarán que Earl es indigente porque no hizo lo suficiente para llegar a ser otra cosa. Pero aquellos que hablan con él, los que celebran su cumpleaños en el parque, los que le dan un lugar donde dormir en sus negocios, muestran un compromiso y respetan su dignidad. Una intervención civilizada que no da cabida a una compasión arrogante.
Me llamó la atención la forma tan particular como Earl es parte de esta comunidad. Nadie pretende que él sea otra persona. Quizá porque vengo de una cultura en la que la caridad tiene que ver con uno mismo, más que con el respeto al otro. O porque las distancias entre la gente con casa y la gente sin casa, son imposibles de traspasar. Es cierto que pocos vecinos quisieran cambiar el mundo para que no hubiera Earls en la ciudad.
Pero ahora Earl sufre de otra manera los males de lo que sucede. Antes, a veces lo veía bebido, gesticulaba cosas que no parecían tener sentido, sus ojos hinchados y rojos. Otras, estaba triste o se quedaba dormido a medio día en la banca frente a Julio’s. Ahora, esos estados parecen darse con mayor frecuencia. La otra mañana lo vi tendido en la vereda y me asusté. Un vecino que caminaba delante de mi, lo tocó y le preguntó si estaba bien. Buscaba la sombra de esa vereda, gesticulo, y volvió a dejar caer el peso de su resaca.
Nunca he visto que en el barrio alguien lo agreda ni atente contra su integridad. Excepto los policías. Son ellos quienes lo echan cuando Earl se queda dormido bajo el techo de la pequeña cabaña donde están los baños públicos del parque, junto a la piscina. Eso nos contó una de las mujeres que entiende la lengua de Earl. Le exigen que vaya al albergue, aunque saben por qué a Earl no le gusta ir. Una vez fui testigo de su arrogancia. Eran tres. Parados con la postura de quien se siente con derecho sobre otro ser humano. Lo conocen, lo ven en el barrio y aun así lo acosaron en el estacionamiento de Julio’s para increparlo. Earl gesticulaba y hacía ese sonido gutural que le sale cuando se comunica. Los que pasamos por ahí los miramos desconcertados. Los empleados de Julio’s salieron a ver qué pasaba. Éramos muchos testigos, estáticos, mirando lo que hacían los policías. Me han dicho que a veces lo molestan en la calle cuando lo ven que se pasea con la lata de la cerveza a plena luz del día, frente a todo el mundo. Earl tiene que meter su cerveza en una bolsa de papel porque lo que importa no es que no tome, sino que no se note. Esa vez, ver a los tres policías frente a Earl fue presenciar el impúdico despliegue de una autoridad mezquina. Ese es el universo de Earl.
A mi marido siempre le sorprendió que yo supiera tantas cosas de Earl, porque no sé su idioma. Una vez me contó que estaba comprando la lotería, me enseñó el papel en el que se anunciaba el premio y me dijo que su sueño era pasearse por el barrio manejando su propio auto y vivir en una de esas casas. Esa vez fue muy fácil entender lo que decía, porque señaló un auto y se puso atrás del volante, con un brazo arrimado en la ventada abierta. En gestos simples Earl comunicó la crueldad de esa comunidad de la que no es parte. Otra vez me contó que su hermano no lo trataba muy bien, que por eso él no quería vivir con él. No se si su soledad es una opción. Pero antes, en el barrio siempre estaba con alguien. Algunas veces cuando tenía mucha necesidad de decir algo, lo escribía en un papel, no se frustraba. Siempre aceptaba esos gestos imposibles con los que muchos le contestábamos. Pero eso ya no sucede. Ahora nadie se acerca a Earl. Lo saludamos con señas a seis pies de distancia. No hay abrazos, no leemos sus notas y él no hace el intento de escribirlas. No puede leernos los labios porque usamos máscaras. Antes, para hablar con Earl había que tener paciencia. Ahora, nos separa el miedo al contagio. Lo veo solo, huyendo del calor, con los ojos hinchados. Yo le gesticulo las tres frases que me ha enseñado. ¿Cómo estás?, Que tengas un buen día, Nos vemos luego.
Ahora nadie se acerca a Earl. Lo saludamos con señas a seis pies de distancia. No hay abrazos, no leemos sus notas y él no hace el intento de escribirlas. No puede leernos los labios porque usamos máscaras. Antes, para hablar con Earl había que tener paciencia. Ahora, nos separa el miedo al contagio.
Cuando salimos a caminar a Gloria, vemos que los negocios se mueven a medio gas, atienden a clientes que recogen pedidos, pero la pululante esquina de Earl, pasa casi vacía. A él el virus lo ha recluido a la soledad de las calles, Earl ha perdido lugar en este mundo. Esta mañana lo vi. Estaba frente a Julio’s. Le conté que estaba escribiendo una historia sobre el barrio y sobre él. Se puso feliz y posó para la foto haciendo el signo de los “longhorns”. Nos dijo que había ido a jugar basquetbol al parque, pero que había mucha humedad, que estaba esperando entrar a Quack’s para lavarse las manos. Le hice el gesto de “nos vemos después”. Mi marido me miró sorprendido y dijo, ‘Ahora sí lo entendí’.
Gabriela Polit Dueñas es escritora y la autora del libro de cuentos Amsterdam Avenue (dislocados, 2017) .Como investigadora, publicó por Beatriz Viterbo Editora . Trabajó con María Helena Rueda en un volumen titulado Meanings of Violence in Contemporary Latin America (Palgrave-MacMillan, 2011), y Narrating Narcos, Culiacán and Medellín por la universidad de Pittsburgh. Es profesora de la Universidad de Austin.
© Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Posted: August 6, 2020 at 8:00 pm