El extraño caso de Guzmán
Tanya Huntington Hyde
Comencé a investigar la obra del autor mexicano Martín Luis Guzmán (1887-1976) mientras cursaba la maestría en la Universidad de Maryland, en donde mis compañeros de estudio provenían de toda la región latinoamericana. De entrada, me llamaba la atención que el nombre de este magnífi co prosista –quien fundó el género de la novela política moderna en español con La sombra del caudillo en 1929– fuera tan poco conocido más allá de México. Pero la verdadera sorpresa consistió en darme cuenta, al venirme a radicar al Distrito Federal, que Guzmán es cada vez menos conocido aún dentro de México.
En una ciudad llena de monumentos a la Revolución y a los revolucionarios culturales, la presencia del nombre de Martín Luis Guzmán es, cuando mucho, fragmentaria. Existe una escuela pública de turno vespertino que lleva su nombre en la calle Coatl de la colonia Pedregal de Santo Domingo, delegación Coyoacán. Fuera del Distrito Federal, en Tequexquinahuac, Tlalnepantla, el edifi cio de la Comisión Nacional de los Libros de Texto Gratuitos –la cual Guzmán encabezaba– se ubica en una calle que lleva su nombre. En cuanto a su estado natal de Chihuahua, hasta el momento, mi correspondencia con los delegados encargados de promover lo chihuahuense a nivel nacional no ha logrado identifi car ningún monumento local. En los motores de búsqueda de internet existen referencias a un Premio Beca Martín Luis Guzmán de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM), aunque no hay detalles específi cos sobre dicho Premio Beca en la página web de la Sociedad. Finalmente, Martín Luis Guzmán no está enterrado en la Rotonda de las Personas Ilustres, como erróneamente indica el crítico Antonio Lorente Medina en su Introducción a La sombra del caudillo (Castalia, 2002), sino en el Panteón Español del Distrito Federal.
Tomando en cuenta que las necrópolis o ciudades de los muertos a menudo son maquetas no sólo de las genealogías, sino de las sociedades que las han construido, decidí visitar la tumba de Guzmán. De entrada, es signifi cativo que se encuentre en el Panteón Español porque esto refl eja la identidad que compartía Guzmán con otros miembros del exilio republicano español, del cual formó parte en tanto hombre de confi anza del presidente Azaña y editor de El sol y La voz, ambos periódicos republicanos, viéndose obligado a salir de España en vísperas de la invasión franquista.
Actualmente, por los azares de una urbanización descontrolada, el Panteón Español ha quedado naufragando en medio de una de las franjas más pobres del Distrito Federal, en los límites de la capital y el Estado de México. Es un cementerio cuyos muros lo resguardan del caos que reina afuera: entre montones de basura acumulados en la calle y largas fi las en las paradas de transporte público improvisado (la última estación de Metro de la línea azul, Cuatro Caminos, queda a unas cuadras) los coches se enfi lan por calles mal señaladas. Tal vez no sea un entorno único en la megalópolis caótica que es ahora el Distrito Federal, pero es sin duda de los menos turísticos. Ciertamente, no se compara con la relativa belleza y tranquilidad del Parque de Chapultepec, en donde se encuentran el Panteón Cívico de Dolores y la anhelada Rotonda de las Personas Ilustres.
Cuando me presenté en la administración del Panteón Español, los empleados me prestaron su ayuda amablemente localizando la tumba de Martín Luis Guzmán entre los miles que están allí. Lo cual no fue una tarea fácil. Por su reacción inicial al nombre del autor, era evidente que las visitas del público no abundan: no solo les era desconocido, sino que debí deletrearlo y luego escribírselo sobre una hoja de papel. Cuando les pregunté si solían recibir visitas a las tumbas de otros autores o artistas, solo les vino a la mente el caso de León Felipe, a cuya tumba había ido hacía poco un equipo de fi lmación de la televisión española.
A Guzmán no lo encontraron en la base de datos de la computadora, y hubo que recurrir al catálogo de tarjetas –el cual recordaba mucho a aquellos que permanecen aun en los sótanos de algunas bibliotecas modernas–. Fue necesario darles el apellido materno de Guzmán (Franco) y su fecha de muerte (23 de diciembre de 1976) antes de dar con la tarjeta amarillenta y rectangular correspondiente. Pude anotar a partir de allí la ubicación de su tumba: Cuartel VI, Fosa 1-A. Le encargaron a uno de los empleados acompañarme, en parte para que no me perdiera y para asegurarse también de que no tomara fotos aparte de la cripta Guzmán –al parecer, han recibido demandas legales por este motivo.
Mientras caminábamos hacia la esquina indicada, mi acompañante y guía, Joel Martínez, me fue explicando que, en efecto, el panteón había cambiado con el paso de los tiempos. Me comentó que desde el reconocimiento ofi cial de la Iglesia Católica bajo el sexenio de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), y el resultante cobro de impuestos a sus instituciones, el panteón se había vuelto, en sus palabras, un “negocio”. Había la obligación de vender las criptas disponibles lo más caro posible. Por otra parte, me insistió que, legalmente, los que ocuparan las tumbas no tenían que ser ni católicos ni españoles: ya no podía haber ninguna discriminación en ese sentido. Le respondí que menos mal, dado que el autor que buscábamos había sido un mexicano ateo.
Cuando al fi n llegamos, reconocí desde lejos los rasgos de un monumento civil en medio de las cruces. Esta tumba no posee, en efecto, ningún icono, fi gura o símbolo que pueda interpretarse como religioso. Su plancha vertical de concreto pintado de blanco es dos veces más alta que las criptas con techo de dos aguas que se encuentran alrededor. En grandes letras negras colocadas hasta arriba, se lee: “Coronel Martín L. Guzmán”. Pero para mi gran sorpresa, al ver las fechas de nacimiento (21 VI 1853) y de muerte (29 XII 1910), me di cuenta de que este monumento había sido erigido en memoria del padre del autor, el militar yucateco Martín Luis Guzmán y Rendón, quien fue, como indica Susana Quintalla en su biografía A salto de mata (Tusquets, 2010) el primer ofi cial federal en morir durante la Revolución de 1910, a raíz de un balazo recibido mientras combatía la rebelión orozquista en Malpaso, Chihuahua. A mano derecha y bajo el apellido de Guzmán, la superfi cie del monumento lleva una reprimenda sugerente: “La Patria no siempre recuerda y honra las virtudes de sus hijos”. Nuestro autor está metido adentro de la cripta, bajando unas escaleras y a mano izquierda. No pude entrar porque la puerta estaba cerrada con llave, pero se percibía su nombre claramente a través del vidrio polarizado. En el exterior, más allá del genérico “Familia Guzmán”, no hay ninguna mención del autor de El águila y la serpiente, tampoco ningún busto o placa conmemorativa. Aunque no fracasó en sus intentos de consolidarse dentro de la genealogía cultural del país, ahora Guzmán ha sido relegado al anonimato relativo de su propia genealogía familiar.
Su marginación y, en algunos casos, exclusión del gran panteón cultural mexicano no fue azaroso. Sus razones tuvo, y éstas han sido más biográfi cas que literarias. Era en esencia un hombre que, durante la primera mitad de su vida, no solo fracasaba en sus diversas empresas políticas y periodísticas, sino que se veía obligado por lo mismo a huir y quemar sus naves continuamente.
Un botón de muestra: mientras José Vasconcelos, como rector de la Universidad Nacional (de mediados de 1920 a diciembre de 1921) y ministro fundador de la Secretaría de Educación (hasta mediados de 1924), ungía a la primera generación de próceres culturales posrevolucionarios bajo el gobierno de Obregón, Guzmán tuvo que exiliarse por su papel en la serie de eventos que desencadenaron el fallido golpe delahuertista en 1923. Tampoco le convenía, en un plano más personal, la enemistad que había surgido entre él y Vasconcelos, aparentemente por un “lío de faldas” que involucraba a Elena Arizmendi, a quien corresponde el papel protagónico de la amante “Adriana” en La Tormenta –las memorias de Vasconcelos que tratan sobre el periodo revolucionario. (Véase Se llamaba Elena Arizmendi, la biografía publicada por Gabriela Cano este año en Tusquets). Tendría que haberse dado cuenta Guzmán de las posibles consecuencias de convertirse en némesis del hombre cuyo camino había secundado siempre, y cuyo destino había gobernado el suyo en varios ámbitos. Como el historiador y profesor del Colegio de México Javier Garciadiego nota en su libro Cultura y política en el México posrevolucionario (2006), desde la segunda mitad de 1914, la Universidad Nacional que se había inaugurado en 1910 –antes del levantamiento maderista– fue confi ado a Félix Palavicini, Valentín Gama y José Vasconcelos. Luego, bajo Eulalio Gutiérrez, la política educativa también fue puesta en manos de José Vasconcelos. Después de una breve ausencia durante el retorno del carrancismo a la capital, vuelve triunfalmente: “…con la llegada de Vasconcelos, quedó claro que la Universidad era pieza clave en la construcción, en todos sus aspectos, del México nuevo”.
La mayor parte de la crítica guzmaniana olvida este detalle en particular, o no ha considerado debidamente su impacto en la vida de Guzmán. Esto no era un asunto frívolo o menor. “Adriana” era para Vasconcelos un objeto amoroso romántico e imposible, único en el sentido más decimonónico de idée fi xe: estaba obsesionado y recurría a ella como si fuera un leit motif. Ella lo abandonó durante su exilio en Lima, Perú, y Vasconcelos la persiguió hasta Nueva York. Allí fue donde, supuestamente, la encontró enredada con “Rigoletto” [Guzmán] y donde nació un rencor no solo letrado sino personal que se expresa con detalle en La tormenta.
Difícilmente puede subestimarse la importancia que tiene hasta la fecha en el medio cultural mexicano la generación literaria a la que pertenece un autor en términos de su trayectoria profesional. México no es un país de escritores solitarios, que se aíslan en bosques para escribir sus obras maestras. El entorno sociocultural le brinda al autor, que suele ser una fi gura pública, una red de apoyo y también una identidad: un gremio al cual pertenecer. Al poner en riesgo ese vínculo con la enemistad del miembro más poderoso del Ateneo, Guzmán quedaría condenado a navegar por aquellos canales culturales no dominados por Vasconcelos, lo cual implicaba tener que construirlos él mismo. Terminaría siendo, como alguna vez indicó Gabriel Zaid, un conglomerado industrial que escribía libros para luego editarlos en su editorial, venderlos en sus librerías y elogiarlos en su revista.
Volviendo a los años 20, se puede argumentar que Martín Luis Guzmán había, en efecto, quemado sus naves (o que prefi rió viajar por transatlántico). No volvería a trabajar más en las iniciativas encabezadas por Vasconcelos, tan centrales en la construcción de una nueva mexicanidad. Entre estos dos intelectuales revolucionarios, podríamos decir que a la larga, Guzmán ganó la batalla literaria. Pero sin duda Vasconcelos ganó la de la inmortalidad cultural, que se pelea a nivel onomástico en la vía pública.
Hoy día, la calle Martín Luis Guzmán que fi gura en el índice de la exhaustiva Guía Roji de la Ciudad de México invita a preguntarnos qué opinaría el propio Martín Luis Guzmán al verla. Le parecería, sin duda, poco céntrica. Tampoco lo complacería, me imagino, encontrarse a escasas dos cuadras de Plutarco Elías Calles. En cuanto al aspecto de la calle misma, es otra más dentro de la urbe, sin características que la distingan, sin ningún rasgo para redimirla o para delatar su origen.
El tema de la geografía y atmósfera de la Ciudad, cuando ésta aun era la “más transparente”, le apasionaba a Guzmán. Así lo expresa en una entrevista realizada por Emmanuel Carballo:
En mi modo de escribir lo que mayor influjo ha ejercido es el paisaje del Valle de México. El espectáculo de los volcanes y del Ajusco, envueltos en la luz diáfana del Valle, pero particularmente en la luz de hace varios años. Mi estética es ante todo geográfi ca. Deseo ver mi material literario como se ven las anfractuosidades del Ajusco en día luminoso, o como lucen los mantos de nieve del Popocatépetl. Si no, no estoy satisfecho.
Hoy día, Guzmán ocupa dentro de la ciudad que tanto amaba un lugar de relativo anonimato.
Tanya Huntington is a contributing writer at Literal. Follow her on Twitter at @TanyaHuntington.
Posted: April 22, 2012 at 4:53 pm