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José Agustín: un secreto a voces entre generaciones
COLUMN/COLUMNA

José Agustín: un secreto a voces entre generaciones

Adolfo Castañón

I. José Agustín por sí mismo en Aix. El siguiente testimonio de José Agustín se publicó en el libro Écritures croisées. Parcours raisonné dans les littératures du monde, textos reunidos por Annie Terrier, Guy Astic y Liliane Dutrait, Rouge Profond, 2011. Convive la intervención de Agustín en esas páginas con otras de Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Jacques Lacarrière, Phillip Roth, Yves Bonnefoy, entre muchos otros. Debo a la gentileza de David Noria que me haya hecho llegar este texto cuya versión al español presento al juicio del lector.

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Desde muy joven, yo inventaba historietas que ilustraba abundantemente. Poco a poco, los dibujos se fueron haciendo más pequeños y los textos cobraron mayor importancia. Di el paso al escribir mi primer cuento cuando estaba en la secundaria. A los catorce años, me inscribí en un taller de escritura literaria bajo la “tutela” de Mariano Azuela, sin que nadie nos impusiera ahí ningún modelo. Redacté muchos cuentos. También me atraía mucho el teatro. Estudié dramaturgia y leí a Brecht, Ionesco, que causaron en mí una impresión extraordinaria. Estaba yo dividido entre el amor al teatro y el amor a la narración. No tenía yo ni quince años cuando publiqué mi primer texto, una pieza de teatro: Lo negro. Enseguida, escribí textos más largos: leí en mi taller de escritura literaria un cuento al que yo había titulado “Las noches”. Quienes lo oyeron me dijeron que era necesario continuarlo. Entonces escribí otro cuento, “Las noches 2” en el cual desarrollé las situaciones y los personajes. El texto chocó un poco a quienes me leyeron o escucharon: encontraban que era inmoral y duro. A los dieciséis años me uní al taller de Juan José Arreola. Llegó a ser mi maestro. Por primera vez, un escritor importante se daba el tiempo de leer lo que yo escribía. Iba a su casa, hacíamos ahí las correcciones de mis textos, casi coma por coma; escuchábamos con placer a grandes músicos, se hablaba de pintura y de arte. Arreola tenía el don de advertir el rasgo personal de cada uno, era capaz de reconocer un estilo que estaba en proceso de surgimiento. No trataba de imponer su manera de escribir, hacía todo para que cada uno de los asistentes desarrollara su propia expresión. Algunos han dicho que Arreola intervino intensamente en la redacción de Pedro Páramo (1955), de Juan Rulfo, que incluso habría participado en su edición. Se trata de un rumor infundado. Rulfo ciertamente abordó de manera caótica la escritura de ese texto inspirándose en el Ulises de Joyce, pero nadie lo encausó, ni Arreola ni José de la Colina, como se ha propagado.

Arreola tenía un estilo económico, sobrio; escribía con parsimonia. Mi estilo, por el contrario, era ya desbordante. Yo jugaba enormemente con las palabras, integraba muchos elementos de la cultura popular. Arreola no hizo nada para corregirme y más bien me ayudó a publicar mi primera novela, La tumba, en las ediciones Mester de México. Es una historia más imaginaria que real de los jóvenes en México, cuya evolución y crecimiento están vistos desde adentro; es un relato muy influido por Lolita, de Vladimir Nabokov, y por el espíritu de los existencialistas (Sartre, Camus…). El existencialismo es desde mi punto de vista un movimiento de pura contra-cultura que es propicio a la afirmación de sus diferencias. La contra-cultura es un modo de eludir, de superar y evitar la cultura oficial, dominante. La contra-cultura tiene muchos rostros. Pienso en los del movimiento beatnik, en William S. Burroughs, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, que han sido autores definitivos para mí. Igual que el rock. He crecido con esta música, me ha tocado vivir la transición de la dimensión más visceral y emocional del rock a su dimensión intelectual. El rock permitía transmitir ideas, expresar cosas complejas. Era un puente entre cultura popular y alta cultura. Muy rápido, los mexicanos se apropiaron el rock y no se contentaron con escuchar los hits de los vecinos usamericanos. A partir de 1956, las canciones fueron vertidas al español con astucia e ingenio y el rock cantado en el idioma español en México, Guadalajara, Monterrey… Esto produjo el nacimiento más tarde del festival de rock de Avándaro o a la creación de grupos como Three Souls in my Mind o Enigma. A su manera, mis primeras novelas eran novelas rock, y no solamente porque yo citara en ellas canciones en inglés (pp. 51-53).

2

Durante más de siete años llevé dentro de mí una novela: Cerca del fuego (1986) en la que describía, a través del traumatismo de la amnesia, la realidad difícil y hostil de México tomando como eje la ciudad de México. Me costó mucho trabajo darle forma, aunque durante ese tiempo escribí Ciudades desiertas (1982), sobre la historia presente, a través de dos becarios jóvenes mexicanos en Estados Unidos —es una visión severa del vecino usamericano. La redacción de esta novela me permitió desbloquear varios elementos de Cerca del fuego. Pude volver con mayor seguridad a mi personaje principal desorientado que, luego de haber perdido la memoria durante seis años, se despierta en una ciudad desfigurada por las obras urbanas. Su amnesia de seis años corresponde a la duración del mandato presidencial de México, al final del cual se da una nueva esperanza de cambio. Pero, al recapitular los decenios y los siglos pasados, se advierte que nada o casi nada ha cambiado. La historia mexicana no logra romper un círculo vicioso. Tuve el deseo de conectar la memoria de la vieja historia con la de la historia reciente, en vista de que la restauración de la memoria es esencial para poder operar cambios en la sociedad. Esa es sin duda una de las razones por las cuales me lancé al género de las crónicas históricas. Publiqué dos volúmenes: Tragicomedia mexicana I. La vida en México de 1940-1970 (1990), Tragicomedia mexicana II. La vida en México de 1970-1982 (1992). Estarán completadas por un tercer volumen: Tragicomedia mexicana II. La vida en México de 1982-1994. Tengo el propósito de contar la historia no oficial de México, haciendo la descripción de la vida cultural, social, los modos de hablar, la evolución de los usos y costumbres… (pp. 56-57).

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1968 fue muy importante para mí. Yo no era estudiante, pero sin ser un dirigente, participé en el movimiento de contestación que duró cerca de tres meses, y que al final terminó con la masacre de la plaza de las Tres Culturas en México el 2 de octubre. Fui miembro de la organización de los intelectuales y escritores que se constituyó en favor de los estudiantes. A partir del día en que el poder de Gustavo Díaz Ordaz disparó sobre la juventud de México, perdió el sostén de los intelectuales y de los artistas. Hasta ese momento, el gobierno hablaba abiertamente de paz interior, de unidad nacional y de crecimiento económico, enmascarando el hecho de que la sociedad se hacía cada vez más rígida y de que los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, tenía el sentimiento de vivir con una camisa de fuerza. Se ejercía la censura, las manifestaciones eran reprimidas. 1968 no salió de la nada: desde hacía cierto tiempo, muchos mexicanos sabían que la aparente estabilidad pregonada por las autoridades era una fábula, una piadosa mentira de Estado. La perspectiva de los Juegos Olímpicos, que debían desarrollarse en México, precipitó la represión armada. El movimiento que había sido puesto en la mira del poder había conquistado la simpatía y la solidaridad de un número muy amplio de personas. Nunca se supo el número exacto de las víctimas, pero la masacre de la plaza de las Tres Culturas fue vivida como una profunda herida y una revelación relativa a la amplitud de la represión que tenía lugar en México.

Aparte de la protesta social, 1968 es esencial desde el punto de vista cultural. Hizo tomar una dirección política más públicamente apoyada a la “literatura de la Onda”, movimiento artístico de la contra-cultura que se expandió a partir de mediados de los años cincuenta, y que había aspirado a mantener fresco el recuerdo del malestar profundo de la sociedad contemporánea, a hacer ver de otro modo la realidad. Yo era considerado como uno de sus autores, junto a Sergio Pitol, Fernando del Paso, José Emilio Pacheco, Elena Poniatowska, entre otros. Yo nunca milité en un partido político, pero siempre estuve persuadido de poder hacer algo escribiendo. En 1966, publiqué De perfil, obra que se vendió mucho y que me trajo notoriedad. Esto me permitió tener tribunas, hablar en los periódicos y en los circuitos mediáticos. Algunas de mis declaraciones no fueron del gusto del gobierno en turno. Durante ese periodo, yo me buscaba a mí mismo y emprendí un viaje interior por medio de psicotrópicos y alucinógenos. Decidí ser mi propio guía, comí champiñones, tomé LSD, peyote. Experimenté con sustancias que pensé que eran susceptibles de ensanchar mi consciencia, de hacerme acceder a planos de la vida que escapaban a la realidad. No creía ni en el psicoanálisis ni en la brujería. Mi consumo de las drogas y mis escritos poco favorables al poder, considerados como publicaciones “obscenas”, me valieron de hecho siete meses de cárcel a principios de los años setenta. Ahí escribí Acapulco 72, novela de una gran intensidad en razón del lugar en que la realicé, y muy impregnada con mis experiencias con alucinógenos.

Mi escritura es contestataria sin hablar abiertamente de política; lo es de una manera contra-cultural. Después de mi paso por la cárcel, los críticos y el público dijeron que yo era un escritor contestatario cuando eso les parecía antes menos evidente —hasta los años setentas, se me calificaba como un autor apolítico. Es cierto que mis escritos se han abierto a otras preocupaciones a partir de Acapulco 72, y que dejé de ser un escritor rebelde para ser un escritor comprometido (p. 151-152).

II. El nombre de José Agustín me es familiar desde que era yo un joven que se iniciaba en la lectura. Debo confesar que en un principio libros como La tumba o De perfil no me causaron gran impresión. En cambio, el cuento “¿Cuál es la onda?” me gustó por su ritmo y frescura. A esa inhibición inicial, se añadió el hecho de que Agustín fue a dar a la Preparatoria 6 Antonio Caso de Coyoacán una charla. Entre el auditorio, se encontraba un joven lector de las novelas del Nouveau Roman de Alain Robbe Grillet, Michel Butor Claude Simon y Marguerite Duras. Agustín los conocía pero no les daba la importancia que yo les confería. Eso me decepcionó un poco. La lectura de sus obras era en cierto modo obligatoria, así como las de los escritores de su generación Gustavo Sainz, Parménides García Saldaña. Desde lejos, advertía yo que Agustín no era un autor como Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Inés Arredondo o Sergio Pitol. Más bien tenía que ver con un autor como Ricardo Garibay, o incluso como Carlos Fuentes, quien más tarde, de hecho, haría parodias de la escritura de la onda en una novela como Cristóbal Nonato.

La diferencia estriba en que a Agustín y a Garibay les interesaba la transcripción y aun la taquigrafía de la lengua oral, mientras que a los autores como García Ponce o Elizondo les interesaba, desde mi perspectiva, la literatura como construcción.

La publicación de la novela Se está haciendo tarde en 1973 fue para los lectores de mi generación un pequeño acontecimiento. Contaba nuestras vidas o las de nuestros hermanos mayores. Dejé de leer durante cierto tiempo a Agustín hasta que me asomé a los tomos de esa crónica virulenta del pasado inmediato que es Trágico-media mexicana, una serie de libros que no dejaron de tener influencia en la opinión mexicana aunque no fuesen plenamente aceptados en términos académicos. Pese a que no me simpatizan esos libros por su tendencia exagerada a la caricaturización de la política, no dejo de reconocer que hay en ellos un eco de lo que el historiador Luis González llamaba invitación a la escritura de una historia en tono menor y no de bronce. En ese sentido, Agustín tendría que ver no poco con un escritor e historiador disidente como José Fuentes Mares. Agustín seguiría publicando libros y más libros a lo largo de las décadas. Libros cuya importancia no ha sido reconocida. Pienso que, de hecho, la literatura de José Agustín está pendiente de redescubrir, al igual que de su contemporáneo Gustavo Sainz, a quien las malas lenguas motejaban burlonamente como “Science fiction”, por más que el autor de Obsesivos días circulares no hubiese incurrido en la literatura de anticipación. Agustín, para resumir, es un autor que se encuentra, por así decir, sepultado en los equívocos didácticos de una leyenda que en su momento causó cierto escándalo por la inclinación de sus personajes al consumo de la canabis sativa. ¿Sería abusivo decir que Agustín dejó de ser un autor de culto a partir del inicio de la lucha por la legalización de la marihuana?

 

III. Sabemos que los menores de edad juegan a sentirse adultos y consumen tabaco o alcohol a pesar de las prohibiciones. Ese impulso mimético pasa por el uso del lenguaje. El habla popular de los jóvenes, la germanía municipal mexicana ha sabido adoptar desde siempre las jergas carcelarias, marginales, las picardías, los albures, malas palabras, los pochismos y anglicismos, los regionalismos, los modismos y albures, las voces usadas con sentido metafórico. Nada de eso es nuevo.

La novedad que introdujo José Agustín y los escritores de la bautizada Onda por Margo Glantz en una célebre antología, fue la de transformar ese rico caudal lingüístico en materia de construcciones literarias para dar cuenta y vestido verbal, identidad y acento específico a los ciudadanos de las crecientes clases medias mexicanas a fines de los años 60 y durante las décadas subsiguientes. Otra función que tuvo la literatura de la Onda, y en particular la de José Agustín, fue la de abrir al gran público, el mundo secreto de los jóvenes, exponer al aire de la ciudad y del mercado esos modos verbales practicados en privado por los jóvenes. Gracias a las letras de José Agustín los adultos pudieron asomarse a los antros lingüísticos habitados por sus hijos y nietos. La literatura de la Onda no sólo funcionaba como un mecanismo de expresión, sino también, podría decirse, como un recurso de espionaje intergeneracional.

Con la literatura de La Onda llegó al poder la rebelión de las masas. La cultura de las masas y de la masa cobró voz y orquestó nuevos paisajes culturales en los que convivían, como en la ciudad misma, diversos estilos de expresión. José Agustín fue y es el emblema de ese proceso cultural y político que no sólo expresó a las ciudades desiertas locales sino que permeó más allá a casi todas las regiones de la mancha nativa mexicana, desde Los Ángeles hasta Managua, pasando por el DF y la congregación conurbada en la Megalópolis. El milagro de la comunión civil pareció cobrar en las novelas de esta corriente y en particular en las de José Agustín un momento de perdurable vigencia.

La obra de José Agustín no se alzó como un pabellón en el desierto. De inmediato, fue reconocida por lectores como la susodicha Margo Glantz, Carlos Monsiváis, Carlos Fuentes, Vilma Fuentes, Sara Sefchovich, Juan Villoro, entre otros, por los lingüistas y en particular por los practicantes de la sociolingüística del habla coloquial juvenil, para no hablar de las ediciones espurias de sus obras que han proliferado, como los saben bien sus editores autorizados, víctimas de la indeseable consagración de la piratería. En términos académicos, sería por demás interesante para dibujar el efecto boomerang de la recepción de Agustín, documentar su lectura a través de las generaciones. Para contribuir a esa incipiente sociología me permito transcribir aquí dos testimonios de dos lectores jóvenes de José Agustín:

David Noria:

A los quince años leí La tumba. Me gustó mucho, y de ahí me salté a Parménides García Saldaña. Lecturas de fin de secundaria, principio de prepa. Luego pasé al boom (todo un poco predecible). Recientemente leí los artículos del hijo de José Agustín (en Milenio?) sobre la afición de su padre por Leonard Cohen, que me conmovió. 

Padre e hijo escriben en dialecto capitalino con mucha eficacia. Me simpatizan. Por cierto, en la casa de mis amigos de Marsella -donde viví cuatro meses- se le organizó una fiesta a José Agustín cuando vino a la susodicha feria. Diríamos que he sido el segundo mexicano en disfrutar de aquel jardín en un barrio bien de Marseille.

Alejandro Arras:

Sobre José Agustín: le tengo un especial aprecio pues fue de los primeros autores que leí. De perfil fue una novela que leí en preparatoria y me ayudó a descubrir a muchos otros autores, como Chejov, Henry Miller, Hemingway. Es una novela, junto a La tumba o Se está haciendo tarde —esta última probablemente su mejor obra— que yo le obsequiaría a alguien que no lee y tiene ganas de descubrir la literatura… Por ahí me enteré, su hijo Andrés Ramírez lo cuenta en alguna parte, que a José Agustín le gusta mucho su Vida con mi viuda —premio Mazatlán 2005— que tengo en mi casa y no he leído aún, pero tu correo me provoca curiosidad de echarle un ojo… Yo creo que en las novelas de José Agustín, como en Diálogos mexicanos de Ricardo Garibay, hay un registro magnífico del habla del México de entonces. Voluntaria o involuntariamente, creo que mi generación le debe mucho a José Agustín.

IV. Desde la publicación de su primera novela La tumba (1964) publicada cuando tenía 20 años hasta la edición de Armablanca (2006), el itinerario creativo de José Agustín (1944) ha desplegado y medido las inquietudes y disyuntivas de la novela contemporánea en Hispanoamérica y el mundo.

Discípulo de Juan José Arreola, José Agustín es uno de los escritores mexicanos más completos, más creativos y, a la par, más fieles y leales a su devoradora vocación literaria.

Su hambre de veracidad lo ha llevado a renovar la literatura mexicana e hispanoamericana contemporánea a través de una serie de construcciones verbales donde se da albergue a las corrientes impetuosas, revueltas y a veces revoltosas de la oralidad efervescente en México a través de las distintas clases sociales.

Novelas como Se está haciendo tarde (final de laguna) (1973) y Ciudades desiertas (1982) son prendas de ese audaz ejercicio imaginativo e intelectual.

La obra narrativa de José Agustín no sólo cuenta su vida, sino que apuesta a darle sentido a la vida comunitaria. Reinventa el concepto de ciudad tanto como el de la política. No es extraño por ello que sus construcciones literarias hayan tenido tantos lectores y que el estilo de vida y la prosodia de José Agustín hayan sido, por así decir, tan infecciosos.

Muchos lectores y seguidores tiene este novelista que, como el flautista de Hamelin, sabe conducir a sus legiones para llevarlas a otros espacios. Casi un cronotopo, la obra de José Agustín es reconocida dentro y fuera de México. Lleva años ganando el premio mayor de esos lectores que han sabido heredar a sus hijos el gusto por la lectura. Por eso cabría decir que su obra es una de las que mayor vigencia leída así en el México contemporáneo.

 

Adolfo Castañón. Poeta, traductor y ensayista. Es autor de más de 30 volúmenes. Los más recientes de ellos son Tránsito de Octavio Paz (2014) y Por el país de Montaigne (2015), ambos publicados por El Colegio de México. Premio Xavier Villaurrutia 2008, Premio Alfonso Reyes 2018 y Premio Nacional de Artes y Literatura 2020. Creador Emérito perteneciente al SNCA. Twitter: @avecesprosa

 

 

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Posted: April 18, 2021 at 10:21 pm

There are 2 comments for this article
  1. J. Andrés Herrera at 3:51 pm

    Bravo por el maestro. Al estudiar Letras, escuché comentarios despectivos respecto de que era “literatura adolescente”. Quienes así lo categorizan (y así prejuician la literatura adolescente o la propia de José Agustín) no han leído/escuchado a tantos grandes autores que siempre inician, ante la típica pregunta de entrevista sobre por qué escriben o cómo comenzaron, algo así como “En la preparatoria/secundaria, leí a José Agustín y entonces…”. También conocí seguidores rayanos en el fanatismo ideológico-religioso por su culto. Finalmente, creí y conocí también a autores/maestros/compañeros más certeros, críticos y severos como con cualquier lectura, que le brindaban el tiempo y análisis adecuado, si bien no siempre a su favor (y esto era lo que valía la pena). Justamente me leí todas sus novelas, cuentos, crónica y ensayos accesibles entre los 16 y 19 años. Por él, abrí la puerta a la todos los autores mexicanos detrás y posteriores. Debo decir que, de tanto trabajo como tiene, porque es muy prolijo, el cuento “La casa sin fronteras” me voló la tapa de los sesos y la novela “Cerca del fuego” (entrecomillo por no saber utilizar aquí cursivas), es un caso excepcional de la narrativa en México y, agregaría, en el mundo. Una de esas obras que, más allá del genio del autor, de su fama o distribución, aun de su culto, en el ámbito adecuado sería catalogada como obra maestra universal y merece mucho estudio, análisis y trabajos aparte. Recién veía la entrevista de David Martín del Campo en Palabra de autor y, justamente, la mención de José Agustín fue inevitable, también de Sáinz. ¡Maestros!

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