El genio distraído que todo lo aplazaba
Efraín Villanueva
Cuando Ludovico Sforza se convirtió en Duque de Milán, en 1494, estaba decidido a apoyar las artes a través de obras públicas e iniciativas privadas. Con la idea de crear un mausoleo para él y su familia en la iglesia Santa Maria delle Grazie, contrató a Leonardo Da Vinci para que pintara una representación de La última cena en la pared norte del refectorio. En una época en la que el público en general se sentía atraído por el arte, el trabajo de Leonardo se convirtió en un espectáculo. La gente disfrutaba, sentada a su alrededor, viendo al genio pintar sin pausas y con decisión.
Pero también les fascinaba presenciar sus momentos de excentricidad. Algunos días permanecía horas contemplando su propio trabajo, en silencio, sin siquiera tomar un pincel. Otros, llegaba en la tarde, daba uno o dos brochazos y se retiraba sin más. Quien no encontraba entretenida esta situación era el prior de la iglesia, quien le reclamó y exigió no detenerse en su trabajo, pintar constantemente, como un jefe de nuestros días que mide la efectividad de sus empleados en el número de horas que permanecen atornillados frente a sus computadores. Sforza, quien también tenía sus preocupaciones sobre las demoras de Leonardo, lo llamó para atender las quejas. El artista aseguró que solo le faltaba pintar los rostros de Jesús y de Judas. Todavía no había encontrado el modelo para este último, pero si el prior continuaba importunándolo, lo usaría a él de modelo. En medio de risas, el duque lo despidió y el prior no volvió a criticar el método de Leonardo.
Procrastinación y distracciones
Lo cierto es que, desde temprana edad, era visible que Leonardo se aburría y distraía con facilidad, especialmente en tareas repetitivas o que no exigían creatividad. Tenía una curiosidad profunda por todo lo que lo rodeaba que, al mismo tiempo, le impedía concentrarse en un único tema. En medio de su aprendizaje de matemáticas con un ábaco, se interesaba por la geometría, pero antes de profundizar en ella, ya estaba entusiasmado con el álgebra y, de repente, con el latín, el que nunca llegó a dominar.
A los catorce años, trabajó como aprendiz en el taller de Andrea del Verrochio, uno de los mejores artistas de Florencia, también reconocido por nunca entregar sus encargos a tiempo. Algunas de sus pinturas, por ejemplo, permanecieron intactas por años antes de terminarlas. Una mala influencia para el joven Leonardo. Cuando Leonardo abrió su propio taller, a los veinticinco años, fue un fracaso. En cinco años solo recibió tres contratos, dos quedaron sin terminar, el tercero ni siquiera lo empezó.
Sin embargo, la calidad de estos dos trabajos inacabados fue tan significativa que Leonardo ganó una muy buena reputación en los círculos artísticos de Florencia y, más tarde, de Milán. Una de estas fue La adoración de los magos, una pintura en la que Leonardo recrea el momento en el que los Tres Reyes Magos se presentan ante el recién nacido Jesús. En su idea original, Leonardo pretendía dibujar sesenta personajes (más tarde reducidos a treinta), cada uno con expresiones propias, cada uno interactuando con los otros en una armonía coherente, no solo meros personajes de fondo. Obsesionado también por la óptica, en cómo la luz reacciona al entrar al ojo humano, Leonardo buscaba que la sombra de cada personaje, de cada objeto, tuviese su propia identidad, afectada individualmente por la luz proveniente del cielo y que alumbraba el majestuoso momento que recreaba. Leonardo desatendió el proyecto por su perfeccionismo, diseñó imágenes que le fue imposible recrear en el lienzo.
Pero quizá la razón más importante por la que Leonardo nunca terminó La adoración de los magos, y tantos otros de sus proyectos, fue su preferencia por la concepción de ideas sobre la ejecución de estas. Mientras intentaba enfocarse en el presente, parece ser que Leonardo se distraía con el futuro. Para Walter Isaacson, uno de sus biógrafos, esta obra es un ejemplo del “genio frustrante de Leonardo: una sorprendente muestra de brillantez que fue abandonada una vez fue conceptualizada”.
En 1489, Sforza le comisionó otro trabajo: una estatua ecuestre de su padre, Francesco I. La distracción esta vez fue el caballo. Leonardo estudió la anatomía de esta especie, lo que incluyó la disección de varios ejemplares, y esta investigación lo llevó a otras relacionadas, como métodos para limpiar establos. Apresurado por Sforza Leonardo creó una escultura temporal. Un majestuoso y gigantesco caballo de arcilla, exhibido en la boda de la sobrina de Sforza, en 1493.
Los siguientes dos años, dibujó diferentes versiones de la escultura. No solo se enfrascó en alcanzar la perfección de los movimientos del caballo para que fuesen anatómicamente correctos, sino también en la construcción del monumento de bronce. Diseñó diferentes técnicas para trabajar el bronce y construir la estatua a partir de un único molde, no varios que luego se unían, como era costumbre. Esta vez, la no terminación de su obra tuvo razones externas. En 1494, los franceses atacaron Italia y el bronce para la escultura fue utilizado para construir cañones que no detuvieron a los invasores. El caballo de arcilla fue capturado y utilizado por arqueros franceses como objetivo de práctica.
El concurso
En 1503, la ciudad de Florencia le encargó pintar un mural de guerra, La batalla de Anghiari, para celebrar la victoria de 1440 sobre Milán. Leonardo dibujaba interminables bocetos mientras imaginaba las expresiones de los combatientes y detalles como el polvo del campo batalla. Las autoridades estaban tan molestas con las demoras que en una ocasión en la que Leonardo fue a reclamar su paga mensual, le entregaron monedas de baja denominación. Herido en su orgullo, no lo aceptó. Recaudó dinero entre sus amigos para devolver el que había recibido hasta el momento y abandonar el proyecto. Fue convencido de continuar y febrero de 1505 se estipuló como la fecha límite. Febrero llegó, el mural no estaba ni cerca de completarse y una nueva intromisión surgió.
Para conmemorar la batalla de Cascina, Florencia comisionó a otro artista local: Michelangelo. Leonardo y Michelangelo, dos artistas que no gustaban el uno del otro. En más de una ocasión, y en público, Michelangelo le recordó a Leonardo el fiasco del caballo de Sforza. Da Vinci, como parte del comité encargado por la ciudad, intentó sin éxito que el David de Michelangelo fuese exhibido en un lugar apartado del centro de la ciudad y el pene de la estatua oculto detrás de un ornamento.
La decisión de la ciudad de tener a ambos trabajando en el mismo lugar y al mismo tiempo fue a propósito, con el fin de enfrentarlos en un concurso público y, tal vez así, obtener lo mejor de sus talentos. Da Vinci criticó la falta de precisión de la anatomía de los soldados dibujados por Michelangelo y lo redujo a un escultor que pintaba como esculpía. Años después, mientras pintaba la Capilla Sixtina, Michelangelo confesó: “No estoy en el lugar adecuado, no soy un pintor”.
El concurso entre estos artistas no necesariamente surtió el efecto esperado por sus organizadores. Michelangelo abandonó el proyecto cuando el Papa Julius II lo llamó a esculpir una tumba, momento que Leonardo aprovechó para trabajar con más libertad, sin la presencia de su rival. Pero un año después, Michelangelo volvió luego de enemistarse con el papa y Leonardo volvió a perder ímpetu en su labor. Finalmente, ambos dejaron sus obras inconclusas. Leonardo nunca más volvería a recibir un encargo público, pero el concurso llevó su reputación artística a niveles de celebridad.
Para Isaacson, las obras que Leonardo sí terminó son suficientes para demostrar que era un genio creativo en diferentes campos, un visionario capaz de idear diseños por fuera de los alcances tecnológicos de su época, un perfeccionista que prefería dejar una obra inacabada una vez aceptaba que nunca llegaría a ser tan perfecta como la había imaginado. Para Leonardo, sus distracciones no eran tales. Cuando Sforza lo llamó para hablar de las demoras en La última cena, Leonardo replicó: “Los hombres de genios sublimes algunas veces logran más cuando trabajan menos porque sus mentes están ocupadas con sus ideas y la perfección de sus concepciones, a las que más tarde les darán forma”.
* Con información de Leonardo Da Vinci (Simon & Schuster, 2017) de Walter Isaacson.
Efraín Villanueva Escritor colombiano radicado en Alemania. Su primer libro, Tomacorrientes inalámbricos (2018), fue galardonado con el Premio de Novela Distrito de Barranquilla. Su primera colección de cuentos, Guía para buscar lo que no has perdido (2019), fue ganadora del Concurso Nacional de Cuentos de la Universidad Industrial de Santander. Es MFA en Escritura Creativa de la Universidad de Iowa y tiene un título en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá. Sus trabajos han aparecido, en español, inglés y alemán en publicaciones como Granta en español, El Heraldo, El Tiempo, Arcadia, Huffington Post Deutschland, Vice Colombia, Literal Magazine, Roads and Kingdoms, Little Village Magazine, entre otros. Su Twitter es @Efra_Villanueva
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Posted: July 23, 2019 at 2:07 pm