Flashback
La muerte y la doncella o nadie es profeta en su propia tierra

La muerte y la doncella o nadie es profeta en su propia tierra

Martha Bátiz

El escritor, académico y activista de derechos humanos Ariel Dorfman escribió La muerte y la doncella en 1990, a su regreso a Chile, una vez que la democracia había sido reinstaurada tras la caída del régimen dictatorial de Augusto Pinochet (1). La obra fue escrita en inglés y publicada en 1991 en ese idioma, apenas unos meses tras su primera lectura en Londres el 30 de noviembre de 1990. El estreno en Chile tuvo lugar antes del llamado “estreno mundial” en Londres, el 10 de marzo de 1991, y la publicación en español estuvo lista en 1992. Si bien la puesta en escena que abrió temporada en la capital inglesa el 9 de julio tuvo una excelente acogida, en Chile los críticos la trataron duramente y el público en general no acudió a verla. El montaje chileno estuvo en cartelera apenas dos meses, en contraste con la versión anglófona que pronto atravesó el océano y abrió temporada en el Brooks Atkinson Theatre de Broadway el 17 de marzo de 1992, con Glenn Close y Gene Hackman en el elenco. A partir de entonces, la obra ha sido escenificada constantemente (por ejemplo, en 1993 estaba siendo representada, simultáneamente, por más de cincuenta compañías diferentes sólo en Alemania). La muerte y la doncella es el primer texto que escribió Dorfman tras su exilio, y su primera obra teatral publicada. Es, asimismo, su trabajo más internacionalmente reconocido y exitoso. ¿Por qué, entonces, fue tan mal recibida en su tierra natal?

Me pareció interesante retomar esta discusión, que tuve durante mis años de estudiante de doctorado, ahora que la obra se está escenificando, de nuevo con mucho éxito, en Chicago, en una puesta en escena que se estará representando hasta el 10 de diciembre en el Aguijón Theatre, con el multitalentoso Gerardo Cárdenas encabezando el elenco, que completan Sandor Menéndez (director, además, de la obra) y Marcela Muñoz. Al ver las notas sobre la obra en mis redes sociales me acordé, irremediablemente, de que cuando viajé a Chile tuve la oportunidad de conocer al reconocido dramaturgo Marco Antonio de la Parra y a la protagonista de la puesta en escena chilena, María Elena Duvauchelle, a quien Dorfman le dedicó la obra. Por eso decidí rescatar mis notas de aquella época y desempolvarlas para compartirlas con un público lector que quizá quiera entender el texto y su génesis más allá de lo aparente.

De la Parra y Duvauchelle, a diferencia de Dorfman, permanecieron en Chile durante toda la dictadura de Pinochet, dedicándose a hacer teatro. Esto representaba un riesgo constante a su seguridad (el grupo teatral El Aleph fue reprimido brutalmente en 1974, por ejemplo) y un sacrificio a su bolsillo (se aplicó un Impuesto al Valor Agregado de 20% a todas las actividades teatrales, lo que elevó los costos de las puestas en escena, mismas que dependían mayormente de apoyos estatales que, por supuesto, no se otorgaban si la obra criticaba al régimen con excesiva dureza). La siempre tensa situación dio un giro todavía más peligroso en 1987, cuando apareció una lista de setenta y siete profesionales del teatro chileno sobre quienes pendía una amenaza de muerte si no abandonaban el país en menos de un mes. En ese momento, el sindicato de actores pidió ayuda y protección a Amnistía Internacional, y el actor Christopher Reeve fue contactado por Ariel Dorfman para pedirle que viajara a Chile a brindar apoyo. Decenas de celebridades de Hollywood enviaron faxes a las oficinas de Pinochet para manifestar su repudio a la amenaza inminente al gremio teatral chileno, y la esposa de Ariel Dorfman, Angélica, viajó a Santiago de Chile en compañía de Christopher Reeve, quien estuvo presente en la protesta que se llevó a cabo en el Estadio Nacional el día en que se cumplía el plazo de la amenaza.

Esta parte de la historia es una de mis favoritas porque no se sabe casi, o no se habla lo suficiente de esta visita de Christopher Reeve a Chile para marchar en esta protesta masiva. Reeve se hospedó en el departamento de Duvauchelle, quien me confesó sentir que la presencia de Christopher Reeve (“Supermán, nada menos”) les había salvado la vida. Marco Antonio de la Parra, por otro lado, sin restarle mérito a la presencia y la ayuda brindada por Reeve y los actores estadounidenses, me dijo que él se enteró, por amistades dentro del gobierno, que el grupo que había publicado la amenaza “no tenía poder de fuego” (lo que le dejó mucho más consternado, preguntándose entonces “quién sí tenía poder de fuego”). Fueron momentos llenos de tensión para quienes se jugaron la piel quedándose en Chile.

Para 1990, cuando se reinstauró la democracia, el teatro tuvo que reorganizarse, replantear sus propuestas y construir un nuevo rumbo a partir de la nueva libertad que tendría. Al mismo tiempo, el presidente Aylwin creó la Comisión de Verdad y Reconciliación, conocida como Comisión Rettig y, justo en ese momento, Dorfman volvió del exilio y “les regaló” La muerte y la doncella, una obra de estructura lineal y con tintes brechtianos que, a pesar de tratar temas de mucha actualidad en ese momento, entre ellos la polémica Comisión Rettig, de alguna manera llevó hacia atrás–no sólo por su temática y forma narrativa, sino por su  montaje realista– a un público y un grupo de creadores que habían sobrevivido una larga experiencia traumática y que querían buscar nuevas maneras de expresión y de sobrellevar el peso del pasado. Aunque Dorfman, en su calidad de recién llegado de un largo exilio, y de mero observador externo de lo que estaba ocurriendo –o de lo que había estado sucediendo durante años en Chile– disfrutó de un punto de vista ciertamente privilegiado para apreciar el fenómeno social que atravesaba su país, esto no funcionó a su favor. De hecho, si hay algo que une a Dorfman con su personaje de Paulina es, precisamente, la frustración de caer dentro de la categoría de los oficialmente irreconocidos por el gobierno de la transición en Chile. La gente que no tuvo opciones de partida y debió quedarse en Chile idealizó el exilio, creyendo que quienes se habían marchado vivieron cómodos y felices, simplemente porque habían permanecido fuera del alcance directo del régimen de terror –privilegio visto con matices de traición. Peor aún para Dorfman fue que su exilio se desarrolló en Estados Unidos, país que apoyó el golpe de Estado contra el presidente legítimo, Salvador Allende, y tuvo parte de responsabilidad en las atrocidades cometidas en suelo chileno. Pocos asimilaban o reconocían, en el momento en que La muerte y la doncella fue escrita y representada por primera vez, que el exilio fue un proceso profundamente doloroso para quienes se vieron obligados a recurrir a él. Los grados de dolor se clasificaron, oficialmente, en niveles de importancia y, al comenzar la transición, los únicos relevantes eran los que habían llegado al límite último, la muerte misma.

La muerte y la doncella se estrenó en el Teatro de la Esquina en Santiago el 1º de marzo de 1991, bajo la dirección de la actriz Anita Reeves. Los actores que participaron en el montaje fueron nominados al premio más importante de actuación que ofrece la crítica teatral en Chile, y María Elena Duvauchelle obtuvo el galardón a mejor actriz por su interpretación de Paulina Salas, pero los críticos fueron implacables con el texto. Lo llamaron “Obra sin dramaturgo” y dijeron que estaba lleno de lugares comunes. El Mercurio publicó el 15 de abril de 1991 una crítica firmada por Carola Oyarzún, que sostuvo que “La muerte y la doncella, en vez de reflexionar en torno a la reconciliación, nos traslada al problema de la verosimilitud. Un hecho que sabemos real, testimoniado por muchas voces, aquí se presenta con decorados y excusas que no corresponden a una obra artística. Parece insólito, pero una situación en extremo delicada ha sido convertida en un absurdo, precisamente en un momento trascendental en que hace falta la lucidez de otro tipo de planteamientos en torno al problema.”

Al mismo tiempo, el enorme éxito de la obra en el extranjero se reportó en Chile casi siempre en artículos pequeños y escuetos (a comparación de los que dedicaron para hablar de su fracaso). En general, los recortes de diarios y revistas a que tuve acceso en la Biblioteca Nacional de Chile coinciden en una cosa: la obra fue acusada de ser demasiado retórica y poco creíble. Quizás quien mejor lo supo expresar fue De la Parra, quien en su columna del diario La Segunda, el lunes 11 de mayo de 1992 escribió: “Confieso mi absoluta y más compleja perplejidad con el fenómeno Dorfman. Es el sueño de todo dramaturgo: fama, dólares y estrellas de una plena consagración dramatúrgica en lo que se supone es la Meca del teatro. Pero cuando he ido al mismísimo Broadway quedo absolutamente confundido, sin entender nada, pidiendo una explicación” (2). De la Parra hace una crónica de su experiencia al ver la obra: el público es de raza blanca, no hay latinos, y por lo tanto se siente “un profundo aire neoyorkino en la sala enorme y atestada.” Su primera observación, además de comparar la escenografía de la casa de playa de los Escobar-Salas con Isla Negra (donde está la más hermosa de las casas de Pablo Neruda en Chile), se refiere al comportamiento de Paulina, quien parece demasiado asustada “para el periodo histórico que cuenta,” y “esgrime una pistola que confunde mi parte chilena.” Esto es, claro, porque en Chile no se podían tener pistolas tan fácilmente como en Estados Unidos.

Aunque de la Parra fue hasta entonces el único en mencionar el detalle de la pistola, cuando les pregunté a otras personas en Chile si era fácil conseguir un arma cuando iniciaba la transición, la respuesta siempre fue que no, y al relacionarlo con la obra de Dorfman estuvieron de acuerdo en que se trataba de uno de los errores de verosimilitud. De la Parra también me dijo personalmente que para cuando la democracia había sido reinstaurada, ya no se vivía una atmósfera de terror, por lo tanto, el miedo que muestra Paulina al comienzo le parecía ilógico. Al conversar también con la actriz María Elena Duvauchelle, me dijo lo mismo. Entonces la actitud de Paulina puede considerarse como el segundo error de verosimilitud que molestó a los chilenos, aunque solamente de la Parra lo señala abiertamente, y agrega: “La peripecia es lineal, sencilla, con sucesivas coincidencias que van produciendo el que será el encuentro entre torturada y torturador. Sin embargo, mi cabeza de chileno, de quien vivió el proceso y el debate sobre el tema muy abiertamente, se resiste a aceptar líneas de la obra que los espectadores acogen gozosamente. Me siento divorciado de la sensibilidad del público, no lo comprendo, no la sigo, como si asistiese a una obra imaginaria, un éxito imaginario, otro planeta, la sensación que de que hay una distancia enorme en la percepción que tenemos los chilenos de Chile y la que tiene de nosotros el resto del mundo.”

Se refería al problema sentimental de la pareja, pues mientras Paulina estuvo encarcelada y fue torturada, Gerardo le fue infiel. De la Parra no comprendía por qué darle realce al problema sentimental de la pareja cuando la obra trata un tema “tan gordo y cruento como la tortura.” La verdad sea dicha, al analizar la obra yo también lo había pensado, pero no me había parecido una falla tan grave como a él, quien terminó su nota diciendo: “Lleno de lagunas confieso que de haber leído este texto lo habría llenado de observaciones. Confieso que, al evaluar el éxito mayúsculo de la pieza, no entiendo nada de los secretos del triunfo teatral en la otra mitad del mundo. Comprendo eso sí que en Chile fracase rotundamente. La mirada sobre la tortura, el debate justicia-venganza, la manera de aproximarse al tema no alcanza (sólo al final, que debió haber sido el principio) la ambigüedad que ya tenía en el Chile en que Dorfman estrenó la pieza. Su realismo está, para mi modesto gusto, fracturado de concesiones a un guión que sigue delante de cualquier modo. Pero Chile queda muy lejos de Broadway, parece.”

Esta es, a mi modo de ver, la crítica que mejor expone el problema detrás de la dualidad aparente de La muerte y la doncella, su fracaso y su éxito. De la Parra parece apuntar que Dorfman escribió una obra que, por insertarse fácilmente en la sensibilidad norteamericana y europea, está divorciada de la realidad chilena, por lo que es fácil deducir que es, quizá, precisamente porque no refleja la realidad chilena que pudo insertarse fácilmente en la sensibilidad de los demás países.

Durante mi estancia en Chile entrevisté a varias personas para tratar de entender la reacción popular y crítica. María Elena Duvauchelle pensaba que, si bien aquel momento tal vez no fue más oportuno para escenificar la obra en Chile, porque señalaba una herida abierta, en Estados Unidos y Europa, por vivirse otra realidad, se vio como un thriller entretenido, “porque no nos pasa a nosotros.”  El crítico de teatro Agustín Letelier, quien me recibió en su oficina de la Universidad Católica, me dijo que La muerte y la doncella se enfrentó a un problema de contemporaneidad, porque quien había estado en Chile durante la dictadura podía fácilmente decir “yo lo viví de manera distinta y me parece insuficiente.”  El director teatral Abel Carrizo, a quien Roberto Cossa en Buenos Aires le dijo que “La muerte y la doncella es la obra más importante que se ha escrito en el teatro latinoamericano, por el interés que ha despertado en el resto del mundo”, y quien dirigió el segundo montaje de la obra en Chile en 2000, me dijo que lo primero que tuvo que hacer fue convencer a Dorfman para que le permitiera hacerle modificaciones al libreto.

Concuerdo con de la Parra y los demás críticos que dicen que la problemática de pareja entre Paulina y Gerardo cobra mayor importancia de la que debiera, dado el tema de tortura que lo rodea y que debiera ser lo primordial. Pero también me parece que, entre aquello que los chilenos quizás encontraron insuficiente, fue que la tortura que sufrió Paulina, al menos por lo que dice Dorfman, fue más que nada sexual (sólo hay una mención a las sesiones donde le aplicaron choques eléctricos, mientras que hay múltiples referencias a las veces que la violó el médico, y a las veces en que Gerardo le fue infiel a Paulina). Esto resulta inverosímil al contrastar las vivencias de la protagonista con las de verdaderas sobrevivientes de tortura y encarcelamiento en Chile. Sin embargo, en países como Estados Unidos y en la mayor parte de Europa Occidental, donde los regímenes políticos no se han dedicado a torturar sistemáticamente a los ciudadanos de oposición, la violación sexual y el trauma que deja son graves. Más aún, son un horror con el que los ciudadanos comunes pueden identificarse. Y en estos mismos países desarrollados, especialmente los que están habitados por una sociedad conservadora y religiosa (como los norteamericanos), la infidelidad y la traición a la pareja también son vistos con reprobación. Acaso fue el énfasis en estos problemas lo que acercó más al público extranjero que al chileno a la obra.

La inverosimilitud de la que se quejaron los chilenos, entonces, no sólo estriba en el texto, las relaciones entre los personajes y la presencia de elementos como la pistola, sino también en algo tan simple como la fuerza física que necesita tener una mujer para levantar el cuerpo inerte de un hombre como Miranda y atarlo a una silla sin ayuda.  Y, más allá de eso, el recuento que hace Paulina de su encarcelamiento, que no alcanza el horror que se vivió en la realidad. En Chile y Argentina era práctica común utilizar animales para torturar a las mujeres. No sólo se les introducían diversos objetos en la vagina, como palos o herramientas, sino que se les introducían ratones o ratas. Muchas mujeres apresadas fueron obligadas a mirar cómo se torturaba a su pareja, a sus compañeros, amigos o familiares, incluyendo niños pequeños. A veces, se colocaba a una mujer desnuda en medio de un grupo de varones también presos, entre los cuales podía estar algún hermano o su padre, y se obligaba a los hombres a masturbarse mirándola y a eyacular sobre el cuerpo de ella. En La muerte y la doncella, Gerardo le dice a Paulina “esto no es un concurso de horrores”, pero a mí me parece importante nombrar algunos de estos horrores y tenerlos en mente al momento de analizar esta obra, porque mucha gente en Chile sabía lo que le había ocurrido. Al enfrentarse a la obra de Dorfman era lógico que percibieran como insuficiente lo que plantea.

A pesar de lo problemático que resulta el texto, es importante reiterar que La muerte y la doncella sigue teniendo la enorme virtud de llamar la atención hacia el problema gravísimo de tortura y violación a los derechos humanos que ha ocurrido y sigue ocurriendo en América Latina. Queda para consuelo de Dorfman, tras esta falta de armonía con su propia gente, el éxito que sigue obteniendo en tantos escenarios del mundo.

 

Martha Bátiz es escritora. Entre sus libros están A todos los voy a matar (Castillo Press, 2000) , La primera taza de cafe (Ariadna Press, 2007), Boca de Lobo (Instituto Mexiquense de Cultura, 2008) entre otros. A recibido diversos premios literarios por su obra. Su Twitter @mbatiz

 

 

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Notas

  1. Para quien no haya visto la puesta en escena ni conozca el texto, hago aquí un breve recuento de la trama. Gerardo Escobar, abogado de profesión, está casado con Paulina Salas, quien durante la dictadura fue arrestada y torturada por un médico que hacía sonar un cuarteto de Schubert mientras la violaba. Cuando la obra comienza, la democracia está siendo instaurada en el país en que transcurre la acción, y Gerardo ha aceptado encabezar la comisión oficial que investigará los delitos militares, con la salvedad de que se dará seguimiento únicamente a aquéllos que hayan culminado en la muerte de la víctima. Los sobrevivientes como Paulina quedan fuera de la acción que busca, supuestamente, hacer justicia. Gerardo regresa a la casa de campo que comparte con Paulina, acompañado de un hombre que le ayudó en la carretera tras la ponchadura de una llanta del auto. Paulina, al escuchar la voz del hombre que está con su marido, se da cuenta de que es el médico que la torturó, y cuando las circunstancias derivan en que él se quede a pasar la noche en la casa, ella decide hacerse justicia por sus propios medios. Paulina golpea y amarra a Miranda, y decide obligarlo a confesar sus crímenes. Gerardo no sabe si creerle a Paulina o a Miranda, quien alega inocencia. Las únicas pruebas que tiene Paulina en su poder para incriminar al médico son el cassette con la grabación de La muerte y la doncella que él tenía en su automóvil, las palabras y citas que repite (atribuidas a Nietzsche, entre otras), y el recuerdo de su voz. Si Paulina no está equivocada, entonces es justo que Miranda confiese su culpa, pero si es inocente, entonces la protagonista claramente se está comportando como los militares con ella y tantos otros ciudadanos, privando a Miranda de su libertad, violando sus derechos y acusándolo sin pruebas. La corte casera que instaura Paulina en la sala, con su marido como intermediario y especie de abogado defensor de Miranda, tiene el mismo tinte de ilegalidad que las cárceles clandestinas instaladas en el país durante la dictadura. No obstante, las dudas sobre la culpabilidad de Miranda disminuyen cuando Paulina, tras haber dado detalles de su encarcelamiento a Gerardo –quien los ha compartido con “el acusado”– revela que intencionalmente cambió cierta información esperando que Miranda la corrigiera, cosa que él hizo. Gerardo ha salido en busca del auto de Miranda, creyendo que lo dejarán en libertad, pero Paulina toma la pistola y amenaza con matarlo. Se hace un oscuro, se coloca un espejo sobre el escenario para reflejar al público presente en la función, y Paulina y Gerardo aparecen de nuevo en el auditorio; está por comenzar un concierto. El doctor Miranda también se encuentra en ese lugar. Los tres comparten el mismo espacio y, a pesar de lo ocurrido entre ellos, se disponen a escuchar el cuarteto de Schubert.
  2. Cuando La muerte y la doncella se estrenó en Santiago, de la Parra fungía como Agregado Cultural de la Embajada de Chile en Madrid, por lo tanto no vio la puesta en escena original.


Posted: November 21, 2017 at 10:34 pm

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