Essay
El hombre de la burbuja
COLUMN/COLUMNA

El hombre de la burbuja

Alberto Chimal

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Ya no uso X, el servicio antes llamado Twitter, pero me asomo de vez en cuando. Es que no me animo a borrar la cuenta –otro día les explico– y por lo tanto, muy de vez en vez, llegan mensajes o menciones que hace falta atender.

(Por favor, no vayan a buscarme allá. No me quedo mucho cuando llego a ir, no publico directamente ni converso. Como tal vez sepan, la plataforma exige un pago para realmente mostrar las publicaciones a quienes “me siguen”, y su programación –su mentado algoritmo– alienta a competir por la atención del modo incesante y tóxico que prefiere el dueño actual del sitio. Y, desde luego, el viraje de esa persona y su plataforma a la extrema derecha, llegando hasta el punto de impulsar mensajes eugenicistas o fascistas, o de aliarse francamente con regímenes autoritarios, se me hace horroroso. Así que no.)

Lo que sí hice el otro día, no sé ni por qué, fue asomarme a algunas cuentas que no había mirado en mucho tiempo. Encontré más o menos lo que esperaba, pero también algunas sorpresas. Permítanme contarles de una. Es una historia con historia.

Cuando empezaba en lo de la escritura por segunda vez (en la Ciudad de México, entonces llamada Distrito Federal, luego de haberme mudado a ella desde Toluca, donde nací), fui a la presentación de un libro de poesía. Allí conocí a un autor no de fama mundial, pero muy bien situado en el “medio literario” de la época. Publicaba en las revistas importantes, era amigo de gente importante, había estudiado en escuelas importantes y provenía de una familia importante. Yo ya sabía quién era –lo había leído en más de una ocasión–, pero además esa persona me lo dejó muy claro cuando tuve la osadía de hacerle la plática. Qué descaro el mío, qué falta de respeto por las normas y los límites.

No me quedaron ganas de hablar nunca más con él, pero tuve la mala suerte de encontrármelo, años después, en lo que entonces era Twitter. Seguía siendo el mismo: en un tuit tras otro presumía su estupenda educación, aleccionaba a todo el mundo, cultivaba una apariencia agresiva y pedante. Que Dios tuviera piedad de la gente del populacho que osara interactuar con él. Un par de veces cometí el error de responder a alguna de sus declaraciones y enzarzarme en una pelea virtual. Luego lo silencié. Que siguiera ganando como siempre.

Y ahora, con más años transcurridos, me lo volví a encontrar (no: fui a buscarlo) en el espacio virtual que ahora se llama X. Fue una tontería, pero cuando empecé a leer sus publicaciones recientes, cupo en mí la prudencia, como decía mi mamá, y no le mandé mensaje alguno.

Porque, ay, mamá, lo que publica ahora es mucho peor que antes: una mezcla de sus temas de siempre con notas racistas, homófobas, transfóbicas, conspiranoicas, y no de mexicano conservador, sino de fanático de la extrema derecha estadounidense o británica. De loco. Daba por sentado que la boxeadora argelina es hombre, digamos, y por lo tanto sus defensores participan en una oscura conspiración, y por lo tanto esos conspiradores azuzan y manipulan a la turba, a los seres infrahumanos que rodean a los pocos que no lo son (como él, obvio). El pequeño grupo de los elegidos, siempre amenazado y en peligro, rechinando los dientes por escrito y en público, a todas horas, a causa de lo repugnantes e imbéciles que somos los demás.

No soy una persona totalmente marginada. Tengo privilegios, incluyendo varios (como los derivados de mi identidad de género) que me ha costado identificar y reconocer. Y ahora entiendo que mi “amigo” de X me ha ayudado mucho en esa tarea. Viendo lo que escribe ahora se me ocurre que, tal vez, desde nuestro primer encuentro se sintió atacado, violentado por la presencia o la mera existencia de alguien como yo, que no pertenecía a su clase social y amenazaba con quitarle… algo. A lo mejor desde aquel tiempo, oscuramente, se sentía una víctima. Una con todas las ventajas, buen linaje, buena educación, buenas amistades, buenas publicaciones, pero víctima al fin. Lejos de meterle ideas delirantes en la cabeza, la adicción a la red lo habría llevado a intensificar y dar forma más clara a prejuicios y odios que ya tenía. Eso sí, el resultado es el mismo que en muchos otros casos: aquella persona sólo va a volverse más y más estrambótica, más belicosa, más delirante en sus temores y sus enemistades.

Con todo esto me acordé de “El Niño de la Burbuja”. Ya no debe sonarle a nadie, pero ese es el sobrenombre que se dio a un personaje real del siglo XX: un niño llamado David Vetter, nacido en 1971, que carecía por completo de defensas naturales contra las infecciones y fue obligado a permanecer en un ambiente completamente aislado, estéril, durante los 12 años que duró su vida. Dormía en cuartos estancos con aire purificado, salía al jardín en un traje hermético, como de astronauta… “Estaba en el mundo pero jamás pudo tocarlo”. Ya ha sido olvidado, pero en su momento la imagen de su cautiverio fue poderosa, llamó la atención de millones de personas e inspiró libros y películas. Era alguien que no podía vivir como los demás, a quien cada cosa de la existencia podía hacerle daño y debía ser conservado en un estado de pureza artificial, terrible.

Ahora, por supuesto, la palabra burbuja ha cambiado de sentido en la imaginación del mundo. Ahora tenemos “hombres de la burbuja” como mi “amigo” de X…, quien por cierto tiene sólo unos pocos años más de los que tendría David Vetter, de haber seguido vivo. Gente que, como el pobre David, vive completamente aislada, pero ahora no física sino mentalmente. Gente que, al contrario de David, lo que tiene contaminado es el interior, lleno de más y más sustancia tóxica de la que (además) no quiere desprenderse. En la película Brasil de Terry Gilliam, que en tantas cosas ha tenido razón, hay una imagen inolvidable: dos personajes despreciables acaban ahogándose en el excremento licuado que llena sus trajes herméticos. Mi “amigo” está así y, sospecho, vive furioso y asustado pero también feliz en esa funda que lo separa del mundo. Gracias a ella puede seguir creyendo en una experiencia de lo real que, vista desde afuera, es más bien monstruosa: que produce horror y sobre todo pena.

*Foto de Leyre en Unsplash

Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/albertochimal.

 

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Posted: September 10, 2024 at 7:51 pm

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