Endiablados
Cecilia Eudave
Cuando voy hablar sobre el mal elijo la palabra Diablo. Me gusta más que demonio o Satanás, me parece más próxima. Les puede resultar curioso que para una encarnación de lo maligno escoja la palabra proximidad, quizás porque me arroja un dejo de cercanía y, por qué no, de cierta atracción. El Diablo, así, con mayúscula, porque es una presencia constante en la vida, está en nuestros peores momentos, nunca nos abandona si se trata de apoyar lo más execrable de nosotros mismos, es el mejor compañero para destrozarnos. Y si se presenta la ocasión para delinquir emocional, física, social, política o económicamente, él aparece displicente, siempre dispuesto a liquidar nuestra lucidez con el fin de ayudarnos a gestar la parte más oscura, la que nos suprime la conciencia. Debemos admitir, aunque no queramos, que mantenemos con este señor de caracterizaciones varias una relación de amor-odio. ¿Por qué? Me amparo en la ambigüedad de la suposición para matizar la idea de que el Diablo es un doble maldito que no rechazamos del todo, y a veces hasta disfrutamos.
Con el Diablo no puedo evitar recurrir a las personificaciones que de este “sujeto” de aspecto variopinto se han construido a través de los siglos. Eso, quizá, se deba a que nos aterroriza la idea de que es un ser amparado en lo real y en lo sobrenatural; posee todas las naturalezas posibles: existe de forma imaginaria o concreta de acuerdo a quién lo enuncia, a quien lo encarna. Sin embargo, lo importante para mis reflexiones es cómo actúa, su accionar y los resultados que deja: una estela indeleble de destrucción, de rebajamiento de lo humano a muchos niveles. Para ello, lo voy a recrear de acuerdo al imaginario mexicano popular —al que pertenezco—, con su calzoncito corto, cuernitos negros muy filosos, cola con remate en pico y su trinchador. Siempre enrojecido, como si nunca hubiera usado bloqueador solar, tal vez porque la capa de ozono en los tiempos de su aparición no estaba tan dañada, o, y esa es otra posibilidad, lo hemos cocinado a fuego lento dándole ese rojo sabroso, seductor, pecaminoso. Creo, también, que la tonalidad de su piel —con el Diablo y sus creadores nunca se sabe— se debe a la reacción física que un cuerpo produce cuando está completamente fuera de sí, la sangre hierbe de tal manera que nos pone colorados.
¿Por qué hablo de personificación? Porque cada idea que tenemos del Diablo, sea cual sea, manifiesta, además de una representación pactada socialmente con todos su referentes religiosos e ideológicos, la personalidad individual o colectiva de quien lo postula, de quien lo convoca. A diferencia de la estandarización del bien con sus santos, mártires, beatos, iluminados, etc., cuyas características son claras, así como sus directrices de conducta, se aspira a seguir esas vidas ejemplares casi como una calca; sin embargo, todos los endiablados son diferentes y practican un narcisismo “diabólico” —¿habrá alguno que no lo sea?— en el momento en que cambian de sintonía. En ese estado de endiablamiento uno solo se ve a así mismo, aún cuando cree que hace el bien —los hay confundidos—, porque se impone un único punto de vista, una versión de los hechos, anteponemos nuestra voluntad a la de los otros, somos obcecados e invisibilizamos al otro. Pero el endiablado común y corriente no es el Diablo, sino su cómplice —a veces de manera consciente o inconsciente—; no adora a la maldad, sino que es seducido por ella, no es maligno, pero sí cruel. Y en algunos casos, si se aplica, puede llegar a concebir una maldad muy refinada (no olvidemos las épocas de oro de los asesinos en serie, de algunos políticos, de ciertos gurús, entre otros).
Quien no se haya endiablado alguna vez que arroje la primera piedra.
Porque está difícil no sucumbir en esta época infernal, sometidos sin piedad a la matriz diabólica de las sociedades patriarcales, Diablos en toda la extensión de la palabra que se niegan a quemar sus credos en las hogueras de sus tradiciones retrogradas y permisivas. Si no es así, cómo entender tanto feminicidio, tanto tráfico de órganos, el abuso infantil, el narcotráfico, la condiciones pésimas de vida de los adultos mayores en algunos país de este mundo, la segregación por clases y variantes raciales, los saqueos económicos, ¿sigo?
¿A dónde los llevo con todo esto? A que endiablarse, si lo pensamos bien, es una alarma saludable si la sabemos escuchar a tiempo y usarla como advertencia contra quienes nos controlan socialmente. Los manipuladores sociales juegan muy bien su rol, digamos que macabro, nos provocan, nos agreden y nos sacan de centro. Con ello justifican su violencia: están endiablados, pues a someterlos. Saben aprovechar los eventos globales o particulares de cada nación, grupo o individuo, porque nos impactan, nos quiebran, nos rompen, nos llenan de miedo, de odio en distintos grados y nos arrebatan momentáneamente la razón; sin saber cómo ni cuándo ya estamos pinchándonos unos a los otros, siendo crueles en exceso. Algo no está funcionando bien si todos nos ponemos “colorados”, si vamos sin ton ni son lanzando nuestra ira a la diestra o siniestra. Y cuando salimos de ese trance, otra vez volvemos a enrojecernos porque caímos redonditos en los avernos del control político, de las endemoniadas economías mundiales y sus brazos más efectivos: la religión, los medios de comunicación y las redes sociales. Estos saben de sobra cómo aterrarnos, enajenarnos, sujetarnos; juegan con nuestro temor más grande: caer en la desgracia. Ya sea emocional, social, racial, económica, laboral, genérica, entre otras, debemos reconocer que la idea de que la desgracia —cualesquiera que sea— nos instruye, nos fortalece, se ha desestabilizado en estos tiempos de competitividad, de exclusión y de homogenización de los sujetos de rendimiento, porque la mayoría de las veces nos vuelve insatisfechos, infelices, amargados y endiablados. Lo estamos viviendo ahora, por ejemplo, con la pandemia del Covid: en cautiverio, separados de que quienes amamos, perdiendo seres queridos, sometidos a vacunas y a segregaciones por la calidad de las mismas. Enojados hiperbólicamente por las diferencias que existen entre países, porque la gente que se muere fuera de mi parcela no importa, porque la arbitrariedad y la codicia pueden llevarnos al abismo de la mezquindad económica, o a la guerra para poseer los recursos naturales de los otros. Siempre estamos a punto de la desgracia o en ella. Como dijo Bertrand Vergely, “muy poco amor hay que tenerle a la humanidad para pensar que una vida solo avanza destrozándose”.
Mas eso quiere este Diablo del XXI disfrazado de naciones protectoras o agresoras, lleno de líderes risibles, simpáticos, seductores, populares o amenazantes; pero de qué nos quejamos si los entronamos. Somos y tenemos los Diablos que nos merecemos con toda su carga de maldad, de crueldad, de ferocidad y desconcierto, porque se nos dio la capacidad de “elegir” y elegimos eso.
Para terminar. El endiablado, a pesar de sí mismo, arroja algo positivo si logra salvaguardarse de las secuelas destructivas que se inflige, o provoca a los otros durante ese trance de posesión diablesca para recordarnos que el infortunio siempre va a estar ahí. Ni Dios ni el Diablo pueden remediarlo, porque nos es inherente a los humanos y solo nosotros podemos ponerle fin; pero de momento preferimos que dos instancias sobrenaturales —creadas o verdaderas— se encarguen de ello. Así, nosotros justificamos, por un lado, una actitud pasiva, de resignación, para amparar nuestras quejas ante la adversidad; por otro, una activa llena de cólera sin otro fin que explotar en una catarsis de rabietas e impotencia, maldiciendo a cualquiera, no sin cierto grado de infantilismo e hipocresía que, a la postre, también es estéril y nos endiabla más.
Cecilia Eudave (Guadalajara, México). Narradora y ensayista. Algunos de sus libros son: Registro de Imposibles (cuentos, 2000, 2006, 2014), Bestiaria vida (novela, 2008, 2018), con la cual ganó el premio de novela Juan García Ponce, En primera persona (cuentos, 2014), Aislados (novela, 2015), Microcolapsos (minificción, 2017, 2019), Al final del miedo (cuentos, 2021) y El verano de la serpiente (novela, 2022). Escribe también cuentos infantiles con títulos como Papá Oso (2010) y Bobot (2018), y novela para jóvenes. Ha sido traducida a varios idiomas, participado en diversas antologías y revistas tanto en su país como en el extranjero. Es profesora–investigadora de la Universidad de Guadalajara. En el 2016 se le otorgó la Cátedra América Latina en Toulouse, Francia y en el 2018 fue invitada de honor de la Cátedra Dolores Castro por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su Twitter es @CeciliaEudave
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Posted: April 18, 2022 at 7:48 pm