Escenas de la continuidad del mundo
Roberto Culebro
La historia la cuenta Tabucchi en Dama de Porto Pim. A finales de la Segunda Guerra Mundial una ballena queda varada en las inmediaciones de una playa alemana reducida a escombros. Sin tener las fuerzas para matarla o devolverla al mar, la gente del pueblo decide sencillamente dejarla ahí, como una ruina más que les hubiese traído la guerra. Alguien, sin embargo, se aproxima por la noche al cetáceo que respira pesadamente y con un cuchillo extrae de su cuerpo una libra de carne. Todo el pueblo, de repente, empieza a hacer lo mismo. La ballena tarda semanas en morir, amanece día tras día pacientemente cubierta de llagas cada vez mayores. Aquella inmensa mole, entonces, deja de ser un animal varado en la costa de una ciudad destruida y se transforma en otra cosa, se convierte en un territorio y en el tiempo que traza la vida de su gente, un fragmento de algo más grande, una superficie erosionada y viva. La historia se la cuenta un amigo años atrás y, dice, no sabe por qué, ésta se instala en su memoria justo en el momento en que desembarca en la Isla de Pico, en las Azores.
Me fascinan los libros de viaje. Poseen una heterogeneidad sólo comparable a la de las mejores novelas, aquellas que son, tanto en su trama como en su ejecución, un absoluto juego. Creo que parte de la maravilla que provocan en quien los lee radica en que esos libros están constituidos por materiales disímiles: fragmentos de cartas, crónicas, relatos, diarios, fotografías, ensayos, a los que se suman descripciones detalladísimas del color que adquiere cierta ciudad al caer la tarde o del brillo de una sonrisa que apenas se distingue entre la fauna humana, desconcertante y espesa. De la misma forma que el tiempo se expande cuando uno se encuentra de viaje y en dos o tres días parece concentrarse la vivencia de dos o tres meses, así los registros, el idioma de estos libros se dilata para alcanzar los rincones más secretos de una experiencia que es, por su naturaleza, múltiple. Sus narradores, además, son personajes descentrados, gente que llega a un mundo del todo o parcialmente desconocido para quien ya ver es comenzar a narrar. Leer libros de viaje es quizás la forma más obvia de entender que la escritura es apenas un trozo, modesto si se quiere, de un universo inexplorado, cuya extensión es sólo perceptible a través del lenguaje; es, también, un proceso de comprensión, de asimilación, atestiguar cómo un hecho aislado de la realidad crea una red de significados que se injerta en la propia vida; descubrir, tal vez, que ese viaje es la última cadena de una serie que compone algo parecido a un destino. Y es en este espacio en el que se mueven los libros más maravillosos del género: En la Patagonia y Los trazos de la canción, de Bruce Chatwin, En la América de una planta, de Ilf & Petrov, algunos textos de Sebald, Otoño alemán, de Stig Dagerman, El Danubio, de Magris, Dama de Porto Pim, de Tabucchi, El viaje, de Sergio Pitol; estos dos últimos viajes tan vastos en su brevedad que pueden ser leídos también como autobiografías, novelas, ensayos, el principio y el término no sólo de una estética, sino, sobre todo, de una forma de aproximarse al mundo.
Como el libro de Pitol, Dama de Porto Pim narra una transformación. Su tema son Las Azores, esas islas perdidas a mitad del Atlántico y prácticamente abandonadas en las que ya hace mucho tiempo dejó de practicarse la pesca ballenera. Tabucchi, no lo sabe, llega a este lugar para contemplar la desaparición de una mitología. Por ello, el tono con el que todo está descrito es elegíaco, aunque la suya sea una elegía carente de patetismo, apenas gobernada por una tristeza mansa. Entre los barcos olvidados y consumidos por él óxido, moviéndose alrededor de los fantasmas que todavía vegetan por los muelles de estas islas, el protagonista del viaje entiende que cada realidad es ante todo una máquina generadora de relatos, y que éstos son lo último que sobrevive al naufragio de las civilizaciones. Por ello, los recoge de la misma manera en que se desplaza por el lugar: sin que todo le quede muy claro, con la intuición apenas de que detrás de ese gesto se encuentra una frase leída durante la infancia y cuyo origen se vuelve incierto, un talismán que, como la memoria misma, es “un faro inútil de la noche”, una marca que, desde el misterio, lo ordena todo. “A veces los pasos de nuestra vida pueden estar guiados también por la combinación de pocas palabras”, escribe Tabucchi.
Después hay otra historia, que es la historia de El viaje; no la de una desaparición sino la de un resurgimiento, una continuidad. Un escritor y diplomático mexicano es invitado a mediados de los años ochenta a pasar algunos días en Georgia, la punta de lanza de una perestroika cuya influencia se deja sentir ya en las ciudades más importantes de la URSS. Todo parece estar cambiando y Pitol se encuentra, como suele decirse, en el escenario de los acontecimientos. Al llegar a El viaje uno tiene la sensación de leer un texto de una levedad inmensa. El abigarrado andamiaje en el que se sostiene buena parte de la obra de Pitol le ha servido siempre para minar la uniformidad del mundo, hacer de él una experiencia contradictoria, porosa, una realidad que, como la sintaxis que la ordena, es un espacio abierto a multiplicidad de voces, de sensaciones, en cuyo centro se agita una naturaleza primitiva, una conciencia liberada de las taras de la lógica. El viaje no prescinde de esas complejidades, sin embargo éstas, gracias a la forma del diario que es su columna vertebral, apenas se perciben, haciendo de sus saltos, sus abruptos cambios de tono, su proliferación de tramas, algo completamente natural, propio de una escritura que no pretende agrupar una serie de acontecimientos sino apenas hacerlos gravitar en torno suyo. Y es que el diario que aparece en El viaje es un diario intervenido, el cual ramifica su sentido gracias las esclusas que separan los bloques temporales en que se divide. En ellos encontramos a Méyerhold, apaleado con una bestialidad obscena, tras la escena en que Pitol se encuentra con los descendientes de sus torturadores; encontramos también a los dementes de Pilniak, locos que mantienen todavía una relación directa con los poderes ocultos de la naturaleza y que por ello son considerados santos, el “símbolo perfecto de la vida rusa”; a Madmoiselle, una vieja señora suiza que ha sido institutriz de Sebastian Knight y de su anónimo hermano, cuya memoria deforma la experiencia, la unifica, la vuelve un todo coherente y confortable; encontramos también a Marina Tsvietáiva, una vida que parece resumir, en su intensidad, todas las grandezas y todos los infortunios, la piedad y las mezquindades.
Al igual que la de Walter Benjamin y Asja Lacis en Moscú, la relación de Marina y de su esposo Efron es una amarga comedia de equivocaciones. Al conocer la historia uno tiene la sensación de que su drama radica en el contraste de sus personalidades, en su completo desconocimiento del contexto en el que se desenvolvieron. Verlos provoca la misma risa nerviosa que surge ante ciertas películas de Jacques Tati en las que nada funciona como debería, donde tanto personas como objetos parecen haber perdido el mínimo sentido común y en las que el significado más modesto, aquello que se daba por sentado, ha cambiado totalmente sin que sus protagonistas lleguen siquiera a sospecharlo. Como Elena Garro en las Memorias de España de 1937, la aparente ingenuidad de Marina revela, por contraste, el drama del absurdo en que se ha convertido el mundo político, su fanatismo risible, lo infantil que llegan a ser devotos y detractores. Como los visionarios de Pilniak, a Pitol le interesa Tsvietáieva como fuerza de la naturaleza, un símbolo del alma rusa que se permite prescindir del bienaventurado yugo de la razón. Su atribulada vida conyugal es la síntesis de todos los excesos, aquello que él todavía percibe en los márgenes de una sociedad empeñada durante décadas en extirpar de sí todo resabio de santidad y misterio.
Vuelvo constantemente a los libros de Pitol. Más allá del estricto valor estético de sus cuentos, novelas y ensayos, me emociona contemplar un todo móvil que incesantemente se reordena. La suya es una obra que ha hecho de la lectura de sí misma una más de sus tramas, quizás la más intensa, la más estimulante. Ella es el motor de su literatura. Como muchas personas, mi primera acercamiento a Pitol se dio a través de la Trilogía de la memoria. Su lectura no sólo organizó la manera en que me aproximé a sus libros anteriores, sino que, de alguna forma, proyectó la sombra de su propia vida sobre ellos. De repente, tenía ante mí no sólo una obra terminada y compleja sino los intersticios de su creación, los sucesos que, aparentemente, la hicieron posible. Bajo esa luz, cada línea se volvía tan sorprendente que a veces he llegado a pensar que toda su ficción era apenas una glosa de esa trilogía omnívora. Esto, por supuesto, es una exageración. Sin embargo hay algo de verdad en el hecho de que el sentido de su creación parece germinar desde estos últimos libros. Y es en este punto donde El viaje, creo, que ocupa un lugar esencial. Del escritor maduro que revisa el paisaje casi lunar de su memoria hasta el niño que al final del libro encuentra una fibra de su destino, la escritura de Pitol se revela ahí como la indagación de un origen, la búsqueda de una semilla enterrada en la conciencia que envuelve el sentido de los actos futuros.
Entre otras cosas, la memoria crea una ficción del yo. Aquello que somos o creemos ser está gobernado por la unidad que ella prescribe, por eso que llamamos conciencia, la cual emerge cuando constatamos la propiedad de las acciones que nos constituyen. Cotidianamente, esa memoria funciona como un bloque sólido, compacto. La Madoiselle de Navobok que aparece fugazmente en El viaje ilustra precisamente la existencia de un pasado transformado para nuestro sosiego. A Pitol, en cambio, esa unidad no le interesa sino cuando falla, cuando, como en “Cuerpo presente”, aquello que habíamos creído una identidad inmóvil se revela en la claridad de sus contradicciones. Tanto en lo político —lo histórico— como en lo personal, Pitol se instala en ese momento en el que un todo aparentemente homogéneo se fractura abriendo paso a la naturaleza disociada y convulsa que en verdad lo rige. La ideología, como la memoria, es también una creación de la identidad, un artefacto que difumina las variedad del mundo bajo un solo esmalte. Y El viaje vuelve obsesivamente sobre esto. Rusia fue durante todo el siglo xx el escenario de una ciencia que pretendió borrar de golpe la enorme diversidad de su cultura y que condenó al ostracismo o a la desaparición todo signo de diferencia. Pero esa riqueza, nos dice Pitol, nunca desapareció. Se mantuvo escondida durante décadas en los márgenes de un sistema sacudiéndolo desde dentro. El diarista que deambula por El viaje llega a la URSS justo en el momento en el que esas pulsiones vuelven a tocar la superficie y comienzan a transformarla. Hay debajo de esa Rusia, explica Pitol, como lo hay también debajo de toda conciencia, otra realidad cuya lógica surge de aquello que él llama “las fuerzas naturales”, los verdaderos oráculos de nuestras pasiones. Textos tan variados como “Del encuentro nupcial”, “El infierno veneciano de Billie Upward”, “Nocturno de Bujara”, “Vindicación de la hipnosis”, “Viaje a Chiapas” y, desde luego, El viaje, no son sino una tentativa por alcanzar esas fuerzas, las cuales se esconden en el rincón más oscuro de la memoria, la cual no es ya una forma de la razón sino, como el oído o el tacto, un sentido hecho de disgregaciones.
Para Pitol la experiencia es siempre algo inconcluso, un núcleo que se abre ya sea regresando maniáticamente a una misma escena que se interviene una y otra vez, se ensancha o se delimita, se expande o se contrae, se modifica gracias a la reescritura, la relectura, le memoria o el sueño. Sus vértices no componen estrictamente una continuidad. Gracias a Pilniak, Pitol supo crear una narración cuyos niveles no se expliquen directamente sino se tensen, se establezcan como los polos cuya atracción ambigua, difusa, hace surgir los significados. En su obra, como curre en el relato Caoba del escritor ruso, la narración “no pretende elaborar una totalidad de la acción sino situarse en medio de un continuo proceso de la experiencia de la realidad”.
Georgia es el final de un viaje. Llegar a ella equivale a descender a un plano en el que lo físico ocupa un lugar preponderante. Como en las escaleras dibujadas por Piranesi, para Pitol la razón, las demenciales estructuras de sus cuentos y novelas, son una puerta hacia el delirio, el cual, en su caso, lleva a los fangosos límites del cuerpo. De su repulsión y atractivo surge buena parte de la electricidad que recorre sus mejores libros. Pitol llega a Georgia no sólo para descubrir el sustrato que lo lleva a escribir una novela; llega, sobre todo, para entender cuáles han sido las líneas que han definido su vida, entender, un poco, la naturaleza de sus impulsos. Es este el verdadero viaje. La ballena que, mutilada y agónica emerge en los lugares más inesperados, revelando que, aunque no lo parezca, nuestro comportamiento está regido por esa unidad invisible de la que raras veces somos conscientes. Y a veces esa visión surge adquiriendo la forma de una ballena, de ese faro inútil de la noche que es el reflejo de unos peces rojos temblando sobre el agua.
Roberto Culebro es poeta y ensayista. Coordinó en 2012 el libro Facciones: ensayos sobre Alfonso Reyes, editado por la Universidad Veracruzana. Ha sido en dos ocasiones becario del PECDA. Es editor de Astillero Ediciones, una editorial independiente con sede en Xalapa, Veracruz.
Posted: February 9, 2016 at 9:28 pm