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Europa la infiel
COLUMN/COLUMNA

Europa la infiel

Aurora Losada

“De la movida mahometana me quedo con una foto. Dos jóvenes tocados con kufiyas alzan un cartel: Europa es el cáncer, el Islam es la respuesta. Y esos jóvenes están en Londres. Residen en pleno cáncer, quizá porque en otros sitios el trabajo, la salud, el culto de otra religión, la libertad de sostener ideas que no coincidan con la doctrina oficial del Estado, son imposibles. Ante esa foto reveladora –no se trata de occidentalizar el sano Islam, sino de islamizar un enfermo Occidente–, lo demás son milongas”.

No son palabras mías, aunque me encantaría. Son del periodista y escritor español Arturo Pérez-Reverte, que ya en 2006, cuando publicó el artículo al que pertenecen esos párrafos, vislumbró lo que estaba por venir.

Fue después de los atentados bestiales contra varios trenes cargados de pasajeros en Madrid en 2004. Y después del brutal atentado de 2005 en Londres contra tres líneas de metro y un autobús público, también cargados de pasajeros. Como usted, como yo. Simplemente tuvieron mala suerte: estaban en el lugar acertado a la hora precisa para ser sacrificados por ser infieles. 

En total, 254 muertos y 2.700 heridos. Y todo por ser ciudadanos del cáncer. 

Poco podríamos haber imaginado que llegaría un momento en que en lugar de salir a bestialidad por año saldríamos a tres bestialidades cada 18 meses.

Que Francia, centro histórico y neurálgico de las libertades universales, cuna del racionalismo y de Descartes –aquel señor que dijo que aunque no estuviera de acuerdo con otro estaría dispuesto a dar su vida para que ese otro pudiera expresar su opinión–, defensora a ultranza de los derechos civiles y las libertades individuales dentro del estado de derecho, sería la víctima preferida de los bullies que vienen a curarnos de nuestra miseria y, de paso, a traernos las soluciones  de su califato. 

No es casualidad. Francia es un símbolo único. ¿Se acuerdan del leit motif  liberté, égalité, fraternité?  Hay que arrollarlo hasta aplastarlo, como a las familias que paseaban por Niza el pasado 14 de julio. 

Sin embargo, las  reacciones populares generalizadas  a 225 muertos y más de 300 heridos repartidos entre París y Niza al cabo de un año y medio no han hecho más que demostrar que poca gente fuera de Europa entiende lo que está pasando en Europa. 

Como tuiteó la actriz francesa Sophie Marceau tras el reciente atentado en Niza, en el que entre los muertos hubo 10 niños: “Horreur !! Trop de malheurs… Pourquoi? Que faire pour que cela s’arrête??” [“¡Horror! ¡Es demasiado! ¿Por qué? ¿Qué hay que hacer para parar esto?”] 

Y así, algo que sigue sorprendiéndome cada vez que hay un atentado relacionado con el yihadismo en un país occidental son las sucesivas teorías destinadas o bien a justificarlo o bien a minimizarlo por agravio comparativo. O bien a recordarnos que no tiene nada que ver con el islam. Que, según parecería, estos ataques son cosa de extraterrestres. 

Una de esas teorías suele ser la asociación de ideas, sacada de la chistera, entre la situación de los oprimidos del mundo y Occidente como justificación para cualquier atrocidad en suelo europeo o estadounidense.

Enseguida saltan los que señalan lo que sufren los musulmanes en Siria, en Gaza, en Irak, como consecuencia de los actos irresponsables de varios gobiernos occidentales. Como si el adolescente que se divertía en Bataclan cuando fue ametrallado en noviembre del año pasado, la madre que paseaba por el Paseo de los Ingleses de Niza con sus hijos cuando fue arrasada por un camión hace unos días, o el redactor de Charlie Hebdo que fue ejecutado el año pasado, tuvieran algo que ver con ello. Pero aún peor: como si a ISIS le importara un pepino el sufrimiento de los millones de desplazados sirios, a los que ellos aterrorizan, o de los civiles iraquíes, a los que ellos mismos masacran, o de cualquier ser humano que no se cuadre ante su dogma. 

Otra reacción infalible es la que se apresura a reclamar por qué, vamos a ver, la vida de los franceses, o de los españoles, o de los ingleses, ni digamos la de los estadounidenses, va a ser más valiosa que la de los iraquíes, o los sirios, o los bangladesíes. O como decía recientemente en su cuenta de FaceBook el excelente periodista español experto en terrorismo islámico Manuel Marlasca: “No es tan difícil: se puede condenar lo de Niza sin citar a los muertos de Irak, Siria, Stalingrado, Hiroshima o Verdún. Inténtenlo”.

En este grupo están los que se apresuran a señalar que cuando los ataques se producen en países no occidentales no nos rasgamos las vestiduras suficientemente. O, entrando en cálculos sofistas:  ¿Por qué va a ser más importante Niza, o París o Londres o Madrid  que Bagdad o Estambul? Y armados con una cadena de mensajes en las redes sociales, inmediatamente contrarrestan el efecto del horror y la estupefacción de los desconcertados europeos preguntando a voces por qué otros ataques no tienen la misma exposición en los medios o por qué no nos lamentamos con igual intensidad. 

Sí, todas las vidas tienen el mismo valor. Todos los ataques, no. Definitivamente, no.

No es igual el efecto conmoción de una masacre en París, capital icónica de los valores democráticos, que Bagdad, ahogada en su propio avispero. ISIS lo sabe bien. 

En todos los casos, la naïveté del análisis es preocupante.  Uno incluso puede imaginar a los maestros del terror colectivo sonriéndose cada vez que hay una competencia feroz en las redes sociales por ver quién menciona, como en un concurso de televisión, el mayor número de atrocidades para comparar. Se llama online marketing y sale gratis. 

No hay que darle tantas vueltas. 

Es una guerra.  Ahora se libra literalmente cuerpo a cuerpo en suelo europeo pero a no ser que haya un entendimiento universal de la situación, seguirá arrasando y no tardará en llegar a toda América o a otros lugares. 

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El modus operandi se lo permite: tumbar a la democracia aprovechándose de la democracia. 

Es una guerra, como dijo recientemente la precandidata presidencial Hillary Clinton, diferente a cualquier otra. 

Es una guerra de individuos que actúan solos en nombre de una ideología que proclama su superioridad, de células atomizadas que no luchan como ejército, y no necesariamente extranjeros. Los seis principales ejecutores de los ataques simultáneos de París en noviembre del año pasado eran ciudadanos europeos, varios de ellos, franceses. 

Es una guerra contra Europa. Y a los que somos europeos nos cuesta entender que no se entienda. 

Es una guerra por la dominación, por la sustitución de unos valores democráticos con otros teocráticos, por la destrucción del estado de derecho para extender otro de sistema medieval.  

Los yihadistas no actúan en nombre de los palestinos de Gaza, o de los iraquíes de la ocupación occidental o de los afganos bombardeados por los drones. Actúan en nombre de una ley islamista, la Sharia, que emite una sentencia a muerte a un escritor, que prohíbe el laicismo, el debate, los derechos humanos más básicos, la educación para las mujeres, la libertad de expresión, la división de poderes. 

El objetivo no es la liberación de los oprimidos: es el exterminio de los infieles y su forma de vida intolerable. 

Tienen una filosofía nazi, se consideran superiores y llamados a dominar, y una forma de actuar fascista, o conmigo o contra mí,  pero sin la organización militar que permita identificar a un enemigo que combate con ciertas reglas. 

Su lucha es lenta pero constante, paciente, a sangre fría. Ya se sabe: el yihadista no tiene nada que perder y un paraíso que ganar. 

Pero si el yihadista no tiene nada que perder,  para los musulmanes occidentales está todo en juego.

Es cierto que las atrocidades son perpetradas por fanáticos y que no hay que confundir peras con manzanas. Pero también lo es que esta radicalización está desgajada del Islam y su entorno cultural y político y hay que empezar a llamar a las cosas por su nombre, empezando en la propia comunidad musulmana. 

El movimiento reformista del islamismo moderado tanto en Europa como en EE.UU. ha prendido una luz de esperanza. Pero como voces relevantes de este movimiento, Asra Nomani en EE.UU., Maajid Nawaz en Reino Unido, repiten sin cesar: estos terroristas son islámicos, son terroristas desgajados de sus comunidades y de nada sirve mirar para otro lado. 

Y mientras los líderes de esas comunidades musulmanas en Europa y Estados Unidos no constituyan un frente unido contra la barbarie que les afecta a ellos los primeros, mientras no  acepten públicamente que la ley islamista es inaceptable, mientras no se hagan cargo de que en nombre de su religión hay una cruzada medieval, sí, pero también presos políticos, mujeres convertidas en ciudadanos de segunda clase, la imposibilidad de disentir, o el adoctrinamiento como educación, será difícil que puedan ganar  este pulso y contrarrestar la percepción progresivamente negativa que les va cercando. 

El llamado “buenismo” progresista occidental, que razona y analiza las causas ulteriores de cada ataque, culpa a Occidente de todos los males y se apresura a disasociar entre islam bueno e islam malo, tampoco ayuda. 

Como el propio Nawaz se encarga de repetir desde Londres: “Compañeros liberales, por favor dejen de decir que estos ataques no tienen nada que ver con el islamismo. Llamar a esto islámico –la ideología islamista y su manifestación violenta, el terrorismo yihadista– nos permite a los musulmanes reformistas dentro de la comunidad musulmana tener un léxico, nos permite involucrarnos en la conversación, atajar estos aspectos sumamente incómodos, que son todos reales y están presentes en nuestras comunidades… Quien diga que esto no tiene nada que ver con el islam es un ignorante”. 

Mientras, Europa, y en particular la vapuleada Francia, hace frente a una situación de permanente emergencia que altera todo orden establecido y que, como consecuencia interna, también pone a prueba su propia identidad democrática. Cada vez que un ataque de esta naturaleza tiene lugar, las voces de los ultraconservadores franceses ganan influencia, al estilo del precandidato presidencial republicano en EE.UU., Donald Trump.

Las instituciones francesas han llegado al límite de su capacidad legal para intentar combatir una amenaza, y a un enemigo que está en casa y que actúa por cuenta propia, solo o en grupo, en nombre de una ideología que adoctrina a sus acólitos por el incontrolable universo de las redes sociales. 

Daesch, ISIS, “es el califato + Twitter”, dijo el filósofo francés Bernard-Henri Levy tras la masacre de Niza, en un artículo que compara el movimiento yihadista con el nazismo alemán. Es, señala, la Uberización del terrorismo. 

Y Europa es el territorio por el que quiere circular. 

Foto_Aurora_Losada_resizedAurora Losada es periodista, española, y reside en Estados Unidos. Ha trabajado para medios como el Houston Chronicle, Wall Street Journal, Reuters, El Mundo y otros. Es Master de Relaciones Internacionales y de Periodismo por la Universidad de Columbia. Twitter: @auroralosada


Posted: July 18, 2016 at 9:55 pm

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