Essay
La demonización de la pobreza

La demonización de la pobreza

Alejandro Badillo

Revisando al azar la sección de opinión de un periódico local encontré, hace un par de meses, un artículo en el que se diserta sobre el dinero y lo que la gente hace con él. Después de hacer una especie de crítica al culto al poder económico en la sociedad contemporánea, el autor, sin mayor empacho, afirma que, si se le dan 30 mil pesos a una persona pobre y la misma cantidad a una de mayores recursos, la primera derrochará el dinero en compras superfluas y la segunda lo invertirá para que su capital aumente. En otra columna –esta vez en un diario de circulación nacional– otro autor repasa las calamidades del mundo actual: pobreza, el inevitable populismo, la demagogia de los gobernantes y, lo más importante, la supuesta abnegación y cultura del sufrimiento del mexicano explotada por los políticos. Después de la radiografía nacional aventura un diagnóstico: nos va mal porque vivimos en “un país donde no estamos acostumbrados a soñar”. Con más pasión que argumentos, el autor nos pide que olvidemos el sufrimiento, el complejo de inferioridad y rechazar la actitud mediocre para, al fin, poder codearnos con los grandes. En otros textos del mismo autor se perfila una sola imagen: el pueblo ignorante –en el mejor de los casos ingenuo– es manipulado a placer por la élite política. No hay escape ante un destino que se ha cumplido, irrevocablemente, a través de la historia.

En los dos ejemplos que acabo de citar hay discursos que, desde diferentes prejuicios, contribuyen a normalizar el rechazo al pobre. El primero, más evidente, aunque por desgracia normal para muchas personas, se acerca mucho a los que algunos académicos llaman “aporofobia”, es decir, odio al pobre. El término, acuñado por la filósofa Adela Cortina en una columna periodística y profundizado en su libro Aporofobia, el rechazo al pobre: un desafío para la democracia, afirma que este fenómeno está atrás de ideologías como el racismo o la homofobia. Se rechaza al diferente por ser un excluido social, alguien que no tiene ningún poder ni capacidad de integración en nuestros países y en la sociedad de consumo. El segundo ejemplo, más sutil e inscrito en la narrativa aspiracional promovida en muchos aspectos de nuestra vida diaria, podría pasar como una reflexión pertinente compartida con la mayoría de los lectores de ese tipo de textos. En ambas columnas hay generalizaciones que contribuyen a formar una caricatura: personas pertenecientes a estratos populares que son incapaces de un juicio crítico, víctimas de su ignorancia o, en el mejor de los casos, de su indolencia. En muchas otras columnas y editoriales, intelectuales vinculados al mundo empresarial repiten el estereotipo: el mexicano ajeno a la modernidad, enraizado en un resentimiento atávico que rechaza irracionalmente las oportunidades del libre mercado y la desregulación económica. Ellos, desde su tribuna, los conminan a entrar en razón. En ocasiones ese paternalismo alcanza niveles absurdos y, al mismo tiempo, discriminatorios. En el diario Reforma, por ejemplo, el columnista Eduardo Caccia escribió “¡Vas, carnal!”, un texto en lo que él entiende como jerga popular (una mezcla de palabrotas, frases que ya nadie usa y que quizás extrajo de películas viejas en las que aparece caricaturizada la clase popular mexicana). El objetivo era que los empresarios lo imitaran y hablaran en esa especie de “código” a sus obreros y trabajadores. La brillante idea pinta de cuerpo entero a este tipo de comentaristas y a quienes representan: sus empleados, incapaces de discernir lo que les conviene, deben seguir a los patrones, sus bienhechores. Mucho antes y, a la postre, en el mismo medio, el chef Enrique Olvera, dueño de Pujol, uno de los restaurantes más afamados del país, usó una desafortunada analogía culinaria para mostrar la superioridad del experto (el privilegiado que estudió en los mejores institutos extranjeros) sobre el ignorante que se atreve a pedir chiles toreados para acompañar un plato de alta cocina. La libertad de decisión frente a nuestra comida queda restringida ante el juicio del conocedor. El texto del chef Olvera es, en algunos momentos, una elegía a la tecnocracia: el pueblo debe someterse a los que dominan un conocimiento reservado a unos cuantos. Debemos seguir, sin cuestionar, las decisiones de la élite, aunque nos parezcan irracionales o, directamente, afecten a la mayoría. ¿Cuántas veces hemos escuchado este discurso en los ajustes estructurales de la economía mexicana? Rodeados de tecnicismos que obstaculizan cualquier debate, los conocedores guían los destinos de millones que, por supuesto, no tienen voz ni tribuna.

¿Cómo la fobia al pobre y la meritocracia que la refuerza contribuyen a la fragmentación social? Muchos lectores se encogerán de hombros ante esta pregunta y pensarán que la sociedad siempre ha estado dividida y que este fenómeno forma parte de la naturaleza humana. Sin embargo, esta conducta es el resultado de cómo hemos construido o destruido nuestra convivencia, una convivencia sujeta ahora a grupos sociales definidos por su poder adquisitivo, viviendo en islas incomunicadas, a menudo virtuales. La minoría, por supuesto, recolecta los beneficios de la desigualdad y, el resto, sobrevive de forma cada vez más precaria. La polarización del discurso a menudo achacada a los líderes políticos encuentra una mejor ejemplificación en la élite que, desde su posición de poder, margina económicamente a la mayoría. Por otro lado, como muestra la evidencia de los últimos años, la dicotomía gobierno-iniciativa privada es algo que pertenece al pasado. El Estado es sólo una herramienta que usa el capital para multiplicarse y buscar, a toda costa, más beneficios. La élite pasa del mundo de los negocios al gobierno y viceversa. En un mundo de escaparate, en el que en apariencia sobran opciones, hay sólo un modelo de desarrollo, un monopolio que ha invadido todas las esferas de la acción privada y pública. Por esta razón cualquier crítica a la polarización fomentada desde el Estado lleva consigo una crítica al capitalismo financiero con el que ha vivido, durante las últimas décadas, en un feliz matrimonio

Uno de los primeros países en experimentar la polarización del discurso en contra del pobre fue el Reino Unido. El escritor y activista británico Owen Jones describe muy bien el avance de este fenómeno en su libro Chavs. La demonización de la clase obrera (2011). Es importante revisar el caso inglés porque fue uno de los primeros países en implementar el modelo de libre mercado. Promovido por la primera ministra Margaret Thatcher en los 80, el neoliberalismo económico no solamente empobreció a la clase obrera inglesa, sino que la culpabilizó de su precariedad. Owen Jones mediante entrevistas, estudios y un amplio análisis de los medios de comunicación de su país, muestra la caricaturización del pobre para hacerlo un sujeto mal visto y, por supuesto, merecedor de su precariedad. La clase obrera inglesa, antaño orgullosa de sus orígenes, ahora malvive en empleos mal pagados y en barrios cada vez más peligrosos. Para el discurso meritocrático impulsado por la derecha en los años 80, ellos merecían ese destino por no ser productivos, no adaptarse a los nuevos tiempos y no ser suficientemente ambiciosos. El mensaje en películas, series de televisión, fue en ese mismo sentido. La demonización del pobre ganó cada vez más adeptos. Sin embargo, esos mismos medios nunca mostraron las causas de la debacle de los obreros y su forma de vida. Inglaterra, punta de lanza de la doctrina del libre mercado, cerró fábricas y minas y trasladó esa producción a países en donde era más barato producir. La gente, de la noche a la mañana, se quedó sin su forma de vida y tuvo que entrar a un inestable mundo laboral y sus numerosos efectos secundarios. Cuando Owen Jones entrevistó a varios miembros del parlamento inglés confirmó lo obvio: ninguno de ellos tenía idea de los problemas de la clase obrera. Son dos mundos separados.

La representación del pobre es monolítica y determina ideas que están enraizadas en la cultura, en la idiosincrasia del país y en nuestro comportamiento individual. Se pasa del pobre con corazón de oro al bárbaro que espera el momento adecuado para ejecutar una venganza primitiva y, por supuesto, violenta. En la polémica película Nuevo Orden del director Michel Franco, el pobre racializado no sólo se comporta de modo torpe y casi animalesco; también se corrompe de inmediato ante el poder militar. Por otro lado, el blanco miembro de la élite se presenta, en todo momento, compasivo y empático. ¿Se intenta, de verdad, problematizar la realidad violenta del país o sólo se vende una narrativa que confirma los prejuicios de los privilegiados sobre las clases populares? ¿Cómo se construye un discurso más democrático, narrativas más profundas de México, si los medios con más penetración y poder siguen en manos de un grupo que mira al otro con estereotipos que lo deshumanizan y lo predeterminan?

La pandemia provocada por el COVID 19 no sólo ha aumentado la brecha económica entre clases sociales, también ha propagado diferentes tipos de discursos aislacionistas. Como en las pestes medievales muchos buscaron y buscan chivos expiatorios. Al inicio de la pandemia, cuando las noticias tenían como epicentro China, se registraron ataques de odio hacia la población asiática en diferentes países. Sin embargo, cuando el contagio se hizo global, el discurso comenzó a centrarse en las clases populares que, seguramente, propagaban irresponsablemente el virus. En las ciudades, sobre todo, se critica constantemente el uso de la vía pública por los mercados ambulantes. Sin ningún estudio científico ni investigación real, se da por hecho que esos lugares son focos de infección. La élite (o los que se identifican con ella sin serlo) exigen, cada vez con más violencia verbal, que el gobierno desaloje a los irresponsables. Por el contrario, hay muy pocas críticas a la gente que llena centros comerciales de lujo o sale de vacaciones al extranjero. El contagio, como se puede ver, es simbólico: hay que alejarse del piso de abajo, aunque sea mentalmente. Por eso, ajenos a cualquier iniciativa colectiva, tenemos individuos luchando por un ascenso social altamente improbable. En el camino, comparten ideas que demonizan al otro. La empatía –que es un tipo de inteligencia– no es parte de su vida.

El sociólogo francés François Dubet en su libro ¿Por qué preferimos la desigualdad? (Aunque digamos lo contrario) argumenta muy bien el origen de los prejuicios hacia el pobre. En primer lugar, la solidaridad –un término usado tantas veces en vano que ahora nos parece vacío– se ha erosionado. El capitalismo competitivo hace que veamos por nosotros mismos antes que pensar en luchas comunes. Dubet menciona en su libro una especie de pánico por ser desclasados, es decir, descender en la escala social y perder lo poco o mucho que se ha ganado. Vivimos en una sociedad que se rige por la ley de la selva y en la que casi todo se vale. Sin embargo, nos bombardean todo el tiempo con discursos que encumbran los más altos valores humanos. Tenemos, sobre todo en países como México, la idea de que podemos ascender en la escala social si estudiamos, somos eficientes y disciplinados. Sin embargo, eso es una ficción: la movilidad social es una utopía. Entonces la tragedia es doble: compramos la idea del éxito personal y cuando nos enfrentamos a la realidad, es decir, a un mundo hecho por y para el triunfo de la élite, creemos que ha sido por nuestra culpa, aunque también, en un esfuerzo por salvarnos, buscamos razones en nuestro entorno. En esa lucha sin sentido vemos al otro como enemigo de nuestro improbable éxito y, como refiere Dubet, maximizamos nuestras diferencias con él sin importar lo mucho que tenemos en común. De esta manera se populariza el discurso de odio hacia el pobre: no podemos escapar de nuestra realidad porque estamos atrapados en un sistema que bloquea nuestras aspiraciones, sin embargo, sí podemos escapar mentalmente repitiendo los prejuicios contra lo popular. En la sociedad feudal el individuo tenía consciencia de su clase y, por esta razón, podía unirse en gremios y luchas comunes. El mundo del siervo, del artesano o del campesino era duro, sin duda, pero al menos sabía que su destino estaba marcado por su origen. Si quería cambiar eso tendría que remover todo desde sus cimientos. Ahora no nos asumimos como siervos, pero la mayoría está condenada a un mismo tipo de vida y a una precarización cada vez mayor de su contexto. Sin embargo, creemos que nuestro destino está en nuestras manos.

¿Cómo superar la fobia y la demonización del pobre? El libro de la filósofa Adela Cortina al que hago referencia al inicio de este ensayo ofrece algunas propuestas. La primera que salta a la vista es la judicial: tipificar la aporofobia como un discurso de odio. España, desde el 25 de mayo de este año, considera esta conducta como agravante de la responsabilidad penal en un delito. Sin embargo, la misma filósofa advierte el terreno movedizo de las leyes. ¿Cómo resolver –si es que se puede– el eterno dilema entre la libertad de expresión y el ataque al otro, sobre todo cuando hablamos de discursos y no de violencia física? ¿La penalización no radicalizará aún más a diferentes grupos de derecha que han tomado como chivos expiatorios a diferentes sectores vulnerables? En este punto es necesaria una estrategia de largo plazo. Cortina menciona la educación, el diálogo y, sobre todo, la capacidad de poder mirar al otro, hacerlo visible para, de esta manera, salir de las murallas que nos han impuesto, pero que también hemos construido. 

 

*Imagen de Neil Moralee

 

Alejandro Badillo, es escritor y crítico literario. Es autor de Ella sigue dormida, Tolvaneras, Vidas volátiles, La mujer de los macacos, La Herrumbre y las Huellas. Fue becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha sido reconocido con el Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela. Su Twitter es @alebadilloc

 

 

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.

Las opiniones expresadas por nuestros colaboradores y columnistas son responsabilidad de sus autores y no reflejan necesariamente los puntos de vista de esta revista ni de sus editores, aunque sí refrendamos y respaldamos su derecho a expresarlas en toda su pluralidad. / Our contributors and columnists are solely responsible for the opinions expressed here, which do not necessarily reflect the point of view of this magazine or its editors. However, we do reaffirm and support their right to voice said opinions with full plurality.


Posted: August 10, 2021 at 9:29 pm

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *