Familias y chivos
Malva Flores
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Era 1999, el último año antes del cambio de siglo, o eso pensaba, pues en la prensa se armó una discusión sobre si el verdadero cambio era ese diciembre o hasta diciembre del año 2000 cuando, decían los apocalípticos, ocurriría una desgracia cibernética que finalmente no ocurrió. Para mí, ese año terminó el siglo XX y nada me importó aquella disputa porque aún no vivíamos en el tiempo de los linchamientos cotidianos en redes. Yo era feliz. El mundo me parecía maravilloso y volé con mi marido y mi pequeña hija de tres años a recoger un premio de la Ciudad de México a Aguascalientes. No íbamos solos, aunque mi familia me acompañaba por tierra, en un viaje enloquecido que mi papá dispuso, obligando a la familia a una incómoda convivencia de varias horas con su exmujer —mi madre—, mi hermana Milenka, su pequeña hija y mi otra hermana, Mélani, quien se vio obligada a viajar desde Alemania para llegar rayando a México y salir todos, a una velocidad salvaje, en el Jetta blanco de mi papá que hizo cuatro horas para llegar a tiempo a la ceremonia. Imagino que mi cuñado alemán, viajando por esos parajes nacionales, habrá pensado muchas cosas sobre la idiosincrasia de los mexicanos, cuando en realidad sólo se trataba del loco de mi padre que me acompañó por muchos sitios del mismo modo como uno acompaña a sus vástagos para verlos bailar en los interminables festivales de la infancia. La verdad es que no los vi sino de lejos y fue hasta que regresé al entonces DF varios días después, cuando supe las peripecias de su viaje —en el que nadie murió, como en la película Mecánica Nacional, afortunadamente—, y recibí el trofeo que me entregó mi madre: una de las enormes lonas que, ilustradas con mi rostro y un poema, colgaban a la entrada del teatro donde se efectuó la entrega del premio. Al salir de la ceremonia, mi madre había suplicado a varios empleados que se la regalaran y con esa molesta compañía (la lona medía tres metros de largo y uno de ancho, aproximadamente) regresaron a la Ciudad de México. Muchos años y mudanzas cargué la lona, sin exhibirla jamás, aunque había salido bien en la foto —yo odio las fotografías— y me recordaba tiempos felices.
Recuerdo todo esto porque a últimas fechas tomé la sana decisión de alejarme un poco de las redes y dedicarme a digitalizar revistas viejas. Tierra Adentro, en sus primeros números, era mi objetivo y mientras pasaba sus páginas y la luz del scanner las iluminaba leí los nombres de muchos escritores que no había recordado en años y otros, de los que sí tengo una memoria precisa. Uno de ellos era el director de aquella publicación, Víctor Sandoval. A medida que avanzaba en mi trabajo aparecieron otros nombres que para mí constituyen una de las tantas familias de la literatura mexicana. Ya sé que mis colegas profesores levantarán la ceja porque utilizo una “categoría” demodé. Lo siento, soy del siglo pasado y la familia es lo más importante para mí. No de otro modo me explico la historia de la literatura y claro que incluyo a los lectores: los lectores de una familia son también parte suya y a veces establecen batallas campales para defender al autor que nunca conocieron, pero que está en el álbum hogareño imaginario.
Al leer muchos de los nombres incluidos en esos primeros números de Tierra Adentro —como colaboradores, pero también como miembros de su directorio—, llegaron a mí, como flashazos, historias de éxito o decepción que conocí en aquel tiempo lejano y otras en las que yo había participado. Como en todas las familias —felices o no—, hay quienes animan la conversación de sobremesa; están también los conciliadores, los locos de la casa, los impertinentes, los abusivos y también los que desertan. Para efectos académicos, llamo “migraciones intelectuales” a muchos de quienes desertan de su familia literaria, pues es un nombre, espero, que da más caché a mis disquisiciones en el claustro y evita que me miren como alguien que está permanentemente fuera de lugar.
Yo estaba en Aguascalientes con mi familia, pero sin familia literaria, porque no tenía; sin embargo, a la comida con el gobernador no invitaron ni a mi marido ni a mi hija —y mucho menos a los locos que ese mismo día se regresaron a la Ciudad de México—. Asistí con la única compañía de don Víctor Sandoval, como todos lo llamaban, menos yo, que estaba en época de “migración”. Seguramente recuerdo mal, pero la comida no era precisamente deliciosa, como sí lo era el tequila que tomé sin prudencia porque, salvo a Sandoval, yo no conocía a nadie y los asistentes —o al menos los que estaban sentados en la mesa del gobernador con nosotros— eran miembros de su gabinete y no tenían ni idea de qué era la poesía, ni tampoco les interesaba.
Entonces ocurrió lo impredecible. El gobernador, que obviamente estaba tan aburrido como todos los demás, empezó a hablar del CEU (Consejo Estudiantil Universitario), a quien yo —que trabajaba en la UNAM— aborrecía desde entonces sin imaginar, siquiera, que la destrucción a la que habían sometido a la Universidad ocurriría ahora a nivel nacional. El giro de la plática me interesó y puse tanta atención que el gobernador —el primer panista que gobernó ese estado, si mal no recuerdo— se dirigió a mí y me dijo: “Si esos revoltosos hubieran estado aquí en Aguascalientes, ¿sabe qué habría hecho, maestra?” Tomé un trago de tequila y con la cabeza le hice la señal de que no sabía. “Los habría colgado en el zócalo”. Luego me miró fijamente y me preguntó “¿Y usted qué me diría, maestra?” Con mucha tranquilidad tomé otro trago y le contesté tan campante: “Asesino, señor”. Como dicen los clásicos, un silencio horrendo se hizo en el amplio salón. Y yo, que para caerle bien a la extraña audiencia había empezado la comida burlándome de que los poetas era los chivos en la cristalería, me di cuenta de que el único chivo era yo.
No había remedio para mis palabras. Víctor Sandoval me tomó del brazo, se despidió de todos amablemente, me sacó de prisa del lugar y me subió a la camioneta que nos había transportado mientras me decía: “Vámonos de aquí, niña guerrillera”. Me asombró un poco su evidente desconcierto. No sabría decir si era fingido y en realidad le había dado mucha risa o si estaba molesto de veras. Era un hombre de instituciones. Un poeta regular y un conocido priista (o eso se rumoraba); razones por las que yo, mezquina, no le decía don Víctor. Nos fuimos en silencio y al llegar a mi hotel se despidió con mucha amabilidad y me dio un ejemplar de varias revistas, entre ellas algún número viejo de Tierra Adentro, la que había fundado muchos años atrás, en 1974.
Yo conocí la revista hasta los 90, cuando fue retomada por Jorge Ruiz Dueñas, aunque en el número inicial de esa nueva época, apareciera aún Víctor Sandoval como Director Fundador y miembro del Consejo Editorial. Muchos años después publiqué en ella, pero no es hasta ahora, cuando veo algunos de aquellos números viejos de la revista, que pienso en el enorme trabajo que habrá costado llevar a cabo esa empresa, como también habrá sido cuesta arriba crear el sistema de talleres literarios y los Premios Literarios de Bellas Artes, tareas todas que debemos a don Víctor Sandoval. Aquella tarde en Aguascalientes me dijo adiós: nunca más volví a mirarlo pues yo encontré una familia literaria distinta de la suya y casi nunca coincidían. No pude agradecerle lo que hizo por la literatura de este país, y lo lamento.
Malva Flores es poeta y ensayista. Autora de La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Literal Publishing/Conaculta, 2014), Galápagos (Era, 2016), A extraña línea quebrada (Literal Publishing, 2019) y Sombras en el campus (Bonilla, 2020). Su libro más reciente es Estrella de dos puntas (Planeta, 2020), por el que obtuvo el Premio Mazatlán y el Premio Xavier Villaurrutia. En 2022 recibió el Premio Internacional Alfonso Reyes. Es columnista de Literal Magazine. Twitter: @malvafg
Posted: November 3, 2024 at 4:23 pm