Essay
Mi dealer de internet ha muerto

Mi dealer de internet ha muerto

Abraham Jiménez Enoa

Supe que me llamaba por lo peor. Dejé que el teléfono sonara en mis manos unos largos segundos en los que cerré los ojos y me dije para mí que no, que ojalá no. Pero sí. La llamada de Gelda solo podía presagiar lo que era inevitable ya: la muerte de Reinaldo.

Días antes, Gelda me había llamado por primera vez. No sabía quién era, su número no lo tenía registrado por lo que tuvo que insistir mucho, unas siete u ocho veces de manera consecutiva en un mismo lapso de tiempo, para que esa desmedida insistencia me llevara a tomarle la llamada. No suelo responder llamadas de números privados o números que no tengo registrado, lo hago porque casi siempre la Seguridad del Estado por esa vía o cita a interrogatorios arbitrarios o llaman para atemorizar con amenazas directas o con absurdos silencios, entonces esas llamadas las dejó que se ahoguen solas. Tomé la llamada porque era evidente la urgencia de esa persona que estaba marcando mi número una y otra vez sin parar. “Te llamo de parte de Reinaldo, que está ingresado y quiere que vayas a verlo lo antes posible”, dijo Gelda, la esposa de Reinaldo.

Esa misma tarde fui al hospital Calixto García. Fue como aterrizar de pronto en un paraje bélico. Entré por el cuerpo de guardia donde había muchas personas desperdigadas en el suelo encima de cajas de cartones abiertas y de sus propios pañuelos de bolsillo. Otros estaban acostados a lo largo de los bancos metálicos de espera. Y casi todos estaban padeciendo un calor insoportable al que enfrentaban con pedazos de cartones que hacían la función de abanicos. Toda esa gente que ahí estaba, tenía el rostro recio y se quejaban sin cesar de la falta de medicamentos y de las malas condiciones del hospital. Había un hedor fuertísimo que se me quedó impregnado en la ropa, el piso estaba sucio y en algunas zonas embarrado de sangre. Lo más desagradables era la cantidad de tiras de gazas deshilachadas con manchas oscuras y los algodones usados con costras de piel que había en el piso de los pasillos que dan a las consultas. La bulla era tremenda y el ajetreo de personas estresante. Vi a una señora tomar del brazo a un doctor y encararlo con un “se ve que no es su hijo” y manotearle el rostro sin llegar a tocárselo y volver a decir “así que Cuba es una potencia médica, si este es el hospital de una potencia médica, yo soy una diosa”. Vi a un joven estremecerse de pies a cabeza en una silla porque casi no podía respirar ante la mirada de un anciano, que llorando, solo atinaba a decirle “ya tu mamá y tu papá están en camino, aguanta, aguanta un poquito, que ya tu mamá y tu papá están llegando”. Y vi a una doctora con acento sudamericano pararse delante de todas esas personas, que estaban en la sala de espera para ser atendidos, decir con un nerviosismo que la hizo tartamudear: “sabemos que es desesperante y que los pacientes están sufriendo, pero tienen que calmarse porque nosotros somos pocos y tenemos que atenderlos uno por uno para descartar los padecimientos, no todo es covid, sabemos que Cuba está hoy plagada de covid pero también está plagada de muchas otras cosas, entonces, un poco de calma por favor”.

En Cuba viven, según el censo de población de 2012, 11.2 millones de personas. Desde hace más de un mes, diariamente se reportan más de 9 mil casos de contagios de covid-19. Lo que unido a la alarmante falta de medicamentos que hay en el país -desde antes de la pandemia-, a las condiciones paupérrimas de los hospitales y los centros de aislamiento donde ingresan a los infectados que no están graves y a una pésima gestión de la pandemia por parte del gobierno, el sistema sanitario cubano está totalmente colapsado ahora. En un inicio, la situación explotó solo en algunas provincias donde los enfermos y los muertos desbordaron los sistemas de salud de esos territorios en particular, pero hoy ya el problema es nacional. Las imágenes que salen a la luz todos los días son terroríficas: gente muriendo en pasillos de hospitales por falta de oxígeno, gente ya muerta en hogares porque no llegó la asistencia médica o una ambulancia, doctores reclamando ayuda desde sus puestos de trabajo porque no tienen cómo salvar ese montón de vidas que les están llegando a sus manos por no tener lo imprescindible para ello, morgues de hospitales abiertas, supuestos entierros en fosas comunes en el oriente del país.

Un absoluto caos que el gobierno sigue sin reconocer y que está empeñado en esconder. Una decisión que empeora el asunto, pues el negacionismo histórico que ha caracterizado al castrismo, y que debiera inmediatamente echar a un lado para reducir las consecuencias que produce negar esta realidad, ahora puede costar miles de cuerpos sin vidas. Todo se reduce a no reconocer el fracaso. Mucho menos el fracaso en el sector de la salud que es lo que mejor el gobierno cubano sabe venderle al mundo como servicio y como política.

Por ejemplo, Reinaldo tenía todos los síntomas de un caso de covid-19, pero le dijeron que su enfermedad era una neumonía bacteriana y no coronavirus. Esto lo hacen para que Reinaldo o el que sea luego no vaya a las estadísticas fatales de la pandemia. Después que lo diagnosticaran, Reinaldo estuvo en su casa una semana a la espera de que le dijeran en cuál hospital podía ingresar, una semana en la que no pudo pararse de su cama, en la que la fiebre le llegó a más de 40 grados y en la que se desmayó tanto que no recordaba cuantas veces fueron. Después de pasar por esa angustia, logró que unos amigos le resolvieran su ingreso en el Calixto García a través de una gestión personal. “Si sigo esperando en mi casa, me muero”, me dijo sentado en una de las camas del pabellón de enfermos con problemas respiratorios donde lo ubicaron. Debe haber miles de personas que hoy no tienen la dicha de Reinaldo, de tener un amigo con conexiones médicas, y por ende deben estar en sus casas sufriendo o muriendo en la desidia.

Desde el hospital, Reinaldo me mandó a buscar con Gelda porque descubrió que yo le había mentido y no quería irse “de la vida sin decírmelo”. Con el cuerpo engurruñado me contó que, la noche anterior a mi visita, el paciente que tenía en la cama contigua estaba viendo en su teléfono móvil una entrevista de un periodista independiente con un canal de televisión norteamericano sobre las protestas en Cuba. Reinaldo estaba aburrido y le preguntó al hombre si podían escuchar juntos la entrevista. De pronto se percató que el periodista era yo. Casi al final de esa entrevista me preguntan: “cómo haces para conectarte a internet si el gobierno lo ha cortado en todo el país”. Desde la azotea de mi edificio respondí: “tengo mis maneras que no puedo revelar”. Después de escuchar aquello, Reinaldo se levantó de la cama y caminó durante varios minutos por el pabellón de enfermos. Durante ese tiempo recorrió el mismo tramo decenas de veces hacia delante y hacia atrás. Se detuvo cuando ya tuvo claro que esas maneras mías para acceder a internet de manera clandestina, eran gracias a él.

“Ya sé que me utilizaste todo este tiempo y que el internet no era para ponerle muñequitos de Youtube a tu bebé”, me dijo Reinaldo mirándome fijo a los ojos. “No te asustes, no te llamé para descargarte. Te llamé porque estoy orgulloso de ti y de que haya servido para algo útil nuestro trato”, aclaró. Luego intentó, con algo de solemnidad, explicarme el por qué quería verme. Me dijo que metiera mi mano en uno de los bolsillos del costado de su mochila y que cogiera lo que allí había. Había un sobre con dinero. Era el dinero de un trato que habíamos acordado hace unos meses y que quería ahora devolverme. De ninguna manera lo acepté.

Reinaldo era un mulato de 62 años que vivía a dos edificios de mi casa. Nuestras azoteas están una al lado de la otra en diagonal. Con un poco de cuidado, se puede saltar de una y caer en la otra, creo que un metro y algo más es lo que las separa. Él también vivía en el tercer piso. Nunca lo había visto en el vecindario hasta que un día coincidimos en nuestras azoteas. Desde la tarde habían quitado la electricidad en el barrio y ya estaba cayendo la noche. Yo había subido a tomar un poco de fresco y ver el atardecer y de pronto sentí una voz a mi espalda: era Reinaldo que hablaba solo con un trago de ron en la mano y un cigarro en la boca. Lo saludé a lo lejos, nos presentamos y estuvimos hablando hasta la medianoche, que fue cuando regresó el fluido eléctrico. Fue por eso que supe que trabajaba como técnico de operaciones en ETECSA, la única empresa de telecomunicaciones que existe en Cuba. Entre otras muchas cosas me contó que en la empresa a algunos trabajadores les daban un teléfono con internet gratis para todo el mes. En Cuba eso es más que un lujo, pues es casi imposible tener internet en el hogar porque la misma ETECSA es quien decide a qué ciudadano colocárselo, por tanto, a ningún periodista independiente, ni a ningún opositor, ni a ningún activista de la sociedad civil, le concederán semejante deseo. Entonces, uno tiene que obligatoriamente acceder a las tarifas de internet móvil de ETECSA que son astronómicas en un país donde el salario básico mensual ronda los 80 dólares: el paquete más barato cuesta 5 dólares y es de 400 megabytes.

Curiosamente, la segunda vez que volví a ver a Reinaldo tampoco había electricidad en el barrio. Esa vez nos encontramos en la esquina: ambos habíamos bajado de nuestras casas a botar la basura. Era de noche ya y no sé cómo Reinaldo vio mi rostro para decirme: “Hermano, se te ve triste: ¿te puedo ayudar en algo?”. A lo que respondí: “Es que el bebé solo se está tranquilo cuando ve muñequitos en Youtube, pero no puedo gastar mis megas en eso”. Aún no sé por qué dije eso, no lo tenía meditado. De hecho, ni el bebé ve muñequitos ni es intranquilo. Cuando intento encontrar el porqué de mi respuesta, solo llego a pensar que tiene que haber sido la manera que mi subconsciente procesó aquella primera conversación con Reinaldo y fue mi manera de hacerle saber lo privilegiado que era él y lo medieval que es Cuba, que a la altura de 2021 los ciudadanos ni siquiera pueden tener internet en sus casas. No obstante, la frase pareció suficientemente real, porque una vez Reinaldo la escuchó dijo: “eso está resuelto, cuando te haga falta internet me avisas y te conectas a mi teléfono”.

Nos estrechamos las manos y nos fuimos cada uno a su casa. Asumí ese diálogo como se asumen las conversaciones con la mayoría de los vecinos, sin darle mucha importancia. Pero unos días después, cuando el régimen -a través de ETECSA- decidió cortarme el internet a mí y a muchos otros periodistas independientes para que no cubriéramos una manifestación, se me ocurrió que podía tomarle la palabra a Reinaldo. Estuve todo un día cazándolo en la escalera de su edificio hasta que apareció. Le dije que hiciéramos un trato: podía pagarle unos 10 dólares cada vez que yo necesitara internet: “para los muñequitos del bebé”. Reinaldo, después de negarse a recibir el pago, accedió, pero acató que: “no puedes llevarte el teléfono a tu casa, lo que puedes hacer es que yo lo ponga en mi ventana con la wifi abierta para que te llegué desde allí”. Perfecto, le dije.

Hicimos una primera prueba y no funcionó, la red llegaba con muy poca intensidad a mi casa. Entonces, lo intenté desde mi azotea sin que él lo supiera y funcionó. Así empezamos. Cada vez que necesitaba internet más rápido para trabajar, le daba un timbre a Reinaldo y él hacía la operación para que “el bebé pudiera entretenerse en la pandemia”. Él no sabía que yo tenía que treparme hasta a la azotea para conectarme, no se lo podía decir porque iba a descubrir el verdadero fin de su conexión porque por supuesto que el bebé no iba “a ver muñequitos en la azotea”. Por eso tenía que esconderme porque desde las ventanas de casa de Reinaldo me podían ver. Me escondía detrás de los tanques de agua y me protegía del sol con una sombrilla de playa.

Hasta que reparé en que Reinaldo iba a ETECSA de las mañanas a las tardes de lunes a viernes. Lo que implicaba que, cuando le pedía que colocará el teléfono en la ventana durante esas horas, él no estaba en su casa. Es decir, era Gelda, una mujer jubilada sin nombre para mí en ese momento, quien lo hacía. Observándola desde la azotea, me di cuenta que Gelda se desentendía del teléfono cuando lo colocaba. Esos días el dispositivo se quedaba en la ventana de la cocina hasta que Reinaldo regresaba del trabajo. Justo la ventana más próxima a mi azotea es esa. Decidí comenzar a robar el teléfono de manera diurna.

Brincaba de una azotea a la otra. Me acostaba en el piso. Enroscaba los empeines de mis pies a la base de un tanque de agua para asegurar un poco el cuerpo, que dejaba en el vacío entre los dos edificios del torso hacia arriba. Hacía todo eso para poder estirar uno de mis brazos y coger el teléfono de la ventana de Reinaldo. Solo una vez corrí peligro. Había llovido y cuando llueve en Cuba el internet se ralentiza. “Porque las nubes hacen que la conexión satelital pierda intensidad”, me dijo Reinaldo. Esa vez, cuando di el salto y caí, uno de mis pies resbaló en el asfalto e hizo que perdiera el equilibrio. No hubo daños mayores, solo un durísimo golpe en la rodilla izquierda.

Gracias a eso, pude mantenerme conectado durante las protestas del 11 de julio en Cuba. Desde que estalló la revuelta en los sesenta y dos lugares del país, el régimen cortó el internet en toda la isla para que la gente no siguiera organizándose ni para que se siguiera narrando lo que estaba sucediendo.

Un par de semanas después de las protestas recibí la llamada de Gelda con la noticia de la muerte de Reinaldo. Ese mismo día subí a la azotea en la tarde noche a tomarme un trago de ron en su memoria. Desde allí observé a Gelda en su cocina que cortaba cebollas sobre una tabla de madera. La vi llevarse una de sus manos a la cara para limpiarse unas lágrimas. No supe si las lágrimas eran de tristeza o por las cebollas. En ese instante, me vino a la cabeza una de las últimas cosas que me dijo Reinaldo en el hospital: “siempre hay que ayudar, porque uno nunca sabe esa ayuda que frutos va a dar”.

 

Este texto se leyó durante el encuentro organizado por Literal, “Condiciones materiales y la búsqueda de lo real”

 

Abraham Jiménez Enoa (La Habana, 1988) Es columnista en The Washington Post y en Revista Gatopardo. Ha escrito para The New York TimesBBC WorldAljazeeraVice NewsEl País y Univisión, entre otros medios. Cofundó El Estornudo, primera revista cubana independiente dedicada al periodismo narrativo.

 

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Posted: July 5, 2022 at 9:43 pm

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