Fragmentos de un país convalesciente, tres libros sobre México
Iltze Bautista
• Eduardo Antonio Parra
Era, 2013
• Alejandro Páez Varela
Alfaguara, 2013
• Carlos Velázquez
Sexto piso, 2013
Decir que México vive azotado por la violencia desde el gobierno de Felipe Calderón parece una letanía ineludible desde hace un par de años. Noticieros, diarios y medios digitales se han encargado de convertir la realidad en algo un poco más escalofriante que las series televisivas de manufactura reciente. La violencia se ha instalado en nuestras casas casi como un huésped permanente. La mal llamada cultura del narco ha salpicado todos los géneros; sin embargo, no todo el país es violencia y no toda la violencia es narcotráfico.
De pronto la Ciudad de México, antes vista como un centro de corrupción, delincuencia y libertinaje, es uno de los puntos más seguros de México. ¿En qué momento la provincia se convirtió en ese espacio cargado de temores? Así como el movimiento revolucionario empezó de la periferia al centro, así la violencia ocasionada por la famosa guerra contra el narcotráfico se acerca con paso lento, pero firme, hacia la capital. Desde aquí se escribe sobre un pasado inolvidable para quienes vivieron gran parte de su infancia en otros estados, se mira con cierta distancia, con crudeza, con la consciencia de que no se trata de un recuerdo fácil ni de una anécdota simple. Tal es el caso de los escritores Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) y Alejandro Páez Varela (Ciudad Juárez, Chihuahua, 1968), cuyos protagonistas habitan las ciudades fronterizas que ellos pisaron en otros años. Caso distinto al del escritor Carlos Velázquez (Torreón, Coahuila, 1978), quien observa y habla desde el punto donde suceden los hechos. Hablar de tres autores tan diversos tanto en tópicos como estilo, situación geográfica e incluso temporalidades, es armar un rompecabezas con aristas puntiagudas y huecos en apariencia inconexos.
El primero de los autores mencionados se ha caracterizado por lo vertiginoso de sus historias; pocos como él para retratar el estado convulso en que vivimos. Quienes pueblan el universo de Parra son seres tan cotidianos que casi nos olvidamos de su existencia. No se trata de los descabezados por los Zetas, sino de los niños que descubren la inexistencia de Santa Claus, las prostitutas, el machismo, la mojigatería, entre otros temas muchas veces revisados dentro de la literatura mexicana. Su lenguaje forjado en la tradición rulfiana se refresca con el aire posmoderno de sus personajes. Desde Los límites de la noche (Era, 1996) hasta Desterrados (Era, 2013), Parra da voz a hombres y mujeres sin rostro. En su último libro el ritmo nos recuerda el principio básico de la existencia: el binomio eros/tánatos.
Los cuentos de la última entrega de Parra nos obligan a caminar junto a hombres cuyo andar se ha convertido en una acción mecánica donde destino y recuerdo se diluyen paso a paso, la pérdida de identidad no sólo en la cotidianidad de la frontera sino en los vagabundos citadinos, los muertos que tardan en ser reclamados y demás segregados sociales. En el libro no sólo encontramos personas lejos de su origen sino de sí mismas, como sucede en Calor callado, donde el deseo vence al pudor, aunque se trate de un acto solitario. Lo terrenal también se expresa en el impulso erótico, donde el autor da cuenta de sus capacidad saltando de una vibración carente de detalles pero insinuada lo suficiente (La costurera), a la narración explícita del acto sexual violento tanto por la forma como por el contexto del adulterio (Mal día para un velorio).
El desarraigo en que transcurre nuestro día a día es captado con agudeza por el autor, sus diálogos reflejan la sequedad de territorios azotados por el calor y la indiferencia. Si en otros relatos del autor la velocidad de su narrativa nos obliga a leer de principio a fin en un solo aliento, en Desterrados contrastan la rapidez característica de la violencia con el lento nerviosismo que antecede al estallido.
Esa suerte de tiempo suspendido también se advierte en la Trilogía del desencanto de Alejandro Páez Varela, la que entrelaza tiempos, escenarios y sucesos cuya unión en una primera lectura puede entenderse como una simple serie de casualidades. Las mujeres son el eje rector de las narraciones, al rededor de ellas están la violencia, el tráfico de sustancias, la necesidad de huir, el abandono, la traición, el redescubrimiento. En la última entrega de dicha serie Música para perros (Alfaguara, 2013), el autor une los cabos sueltos de las dos novelas anteriores. El azar juega con los personajes hasta enlazarlos con un fino entramado que nos recuerda lo pequeño del universo.
La novela se desarrolla en la sierra de Chihuahua y sus alrededores. El personaje central es un niño sin nombre, tan indómito como el espacio en que crece. Su inocencia parece diluida desde el momento en que fue abandonado a su suerte en un tiempo remoto de la infancia, aunque nunca desaparece del todo. En él se mezclan el azar, el amor, la soledad, la traición y el desencanto. El vacío de la desposesión no pesa en la conciencia del personaje central, sus apegos nunca pierden la simpleza con que los pequeños se encariñan con sus juguetes y sus mascotas, pese a la convivencia con un capo de renombre. Su soledad convive con la de la anciana que lo adopta, quizá la ausencia de parentesco entre ellos sea lo que los convierte en un equipo sincero, sin tapujos, ni hipocresías. En medio del caos, el autor hace una pausa para recordarnos la presencia inevitable del amor.
Al igual que en Corazón de Kalashnikov (Planeta, 2009) y El reino de las moscas (Alfaguara 2012), el cariño se ve trastocado por la muerte, el destino y los infortunios. Las mujeres no se encasillan en un rol pasivo, ellas provocan, deciden, cambian, aman. Viven la miseria o fortuna que les corresponde, no luchan contra ella, conversan con ella, se dejan alcanzar por el destino. No se trata de una serie de novelas de amor pero tampoco se conciben sin éste. Son voces demasiado humanas, sin espacio para disfrazar la crudeza del acontecer actual. Matan, mueren y viven sin esconder su naturaleza. Algunos se desbordan en llanto, otros lo reservan para los huecos donde nadie mira, nadie niega los sensaciones que lo habitan, por el contrario, las asumen hasta el más álgido de sus puntos, sin caer en el patetismo ni el melodrama.
Los hechos suceden en los años previos a la exacerbación de la violencia entre cárteles. Pese a relacionarse con el narco, no es una novela sobre dicho tema sino colocada en un horizonte marcado por feminicidios, rivalidades e incertidumbre. Si bien en las narraciones anteriores el autor juega con los tiempos, en ésta existe un juego menos arriesgado. Se trata de una historia sencilla, con frases e imágenes contundentes donde la muerte se mezcla con el aroma de la cocina mexicana y la vida al margen de lo cotidiano.
La violencia al norte del país ha llegado a puntos tan altos que muchas ciudades se han prohibido a los extranjeros, una de ellas es Torreón, protagonista y escenario del más reciente trabajo de Carlos Velázquez. Las crónicas compiladas en El karma de vivir al norte (Sexto piso, 2013) ofrecen un catálogo de los aconteceres diarios en una de las diez ciudades más violentas del mundo. En sus hojas se narra el temor ante las balaceras diarias, los taxistas sicarios, la densa oscuridad nocturna. A través de la pluma de Velázquez nos acercamos a los picaderos, sin correr el riesgo de ser atacados; tomamos un taxi hacia un destino incierto, con la tranquilidad de no salir heridos al final del viaje; vivimos el drama del futbol, lejos de las heridas que la pasión conlleva.
A lo largo de 194 páginas se nos revelan escenas del mundo criminal intercalado con el vivir de todos aquellos que no pueden renunciar a su ciudad, rostros anónimos de quienes no denuncian sino que adaptan sus vidas a los nuevos dueños de las calles. Lo cotidiano es el miedo, el desconcierto, la fatalidad latente. El ejército lo llena todo de retenes, la frontera ya no es el límite que divide un país de otro sino el dentro y fuera de lo resguardado por el ejército. Las personas se han acostumbrado al aire denso por la pólvora, los muertos que no lamenta el gobierno, los desaparecidos sin reclamar.
Pese a lo arriesgado del proyecto, el libro da la impresión de quedarse a medio camino. Carlos Velázquez inunda las páginas de referencias literarias, musicales y televisivas, siendo éstas últimas las más cercanas a su trabajo. Pese a vivir inmerso en el escenario que sirve a sus palabras, da la impresión de estar viendo algo desde un punto seguro; el propio autor señala que fue escrito frente a la pared del comedor, de espalda a la realidad. Si bien muchas líneas resultan bien logradas gracias a la vertiginosidad del lenguaje que lo caracterizó en sus primeros libros, otros textos parecen no concretarse nunca: son reiterativos, se leen cortados o simulan un fragmento de Breaking Bad o la fotografía de un noticiario cualquiera.
Las últimas entregas de Parra, Páez Varela y Velázquez, dan luz a la desolación interna de quienes poblamos un país deshecho. La desesperanza se hace presente en cada cambio de página, el paso del tiempo se alenta entre más nos acercamos a lo que nos asusta: la violencia irremediable, el sentido de no pertenencia dentro de un país que tampoco nos deja escapar, como si algo halláramos en estas tierras que nos obliga a nunca abandonarlas. Cuento, novela y crónica, insertos en contextos desgarradores, cuya transparencia en algunos casos resulta excesiva, en otros un tanto ingenua. Fragmentos de un presente desarticulado que nos invita a ser leído.
Posted: May 26, 2014 at 11:53 pm