Fragmentos de una novela inexistente
Sandra Lorenzano
Durante meses respiré miedo. Un miedo turbio, vago, impreciso, que me esperaba a la vuelta de cada esquina, en las escaleras del edificio, en la mirada –demasiado directa, demasiado inquisitiva quizás– del muchacho que me vendía el café.
***
¿Contar la historia ayudaría? El relato ordena. Alguien me sugiere: “Cambia los nombres. Muchos escritores lo hacen. Cuenta tu propia historia como si fuera de otra”. ¿Contar en tercera persona? ¿Psicodrama? Tal vez. ¿Quién quiere hacer el papel de S.? ¿Y el otro? El pudor. El miedo al ridículo. La absurda sensación del absurdo. Nada más absurdo que las palabras de una puestas en boca de alguien más. “Yo quisiera ser tu amante”. ¡Por favor! ¿Quién me escribe los diálogos? ¿Corín Tellado?
Leo sin parar novelas de rupturas. No he llegado a Corín Tellado. Pero sí a La mujer rota, a Solitario de amor, a El último encuentro. Para inspirarme, me digo. Me miento. Para regodearme en la tristeza ajena. En otros dolores. En otras incertidumbres. Para sentir que al final de cuentas esto no estuvo tan grave. Que sobrevivo. Sobrevivo rodeada de novelas de amores fracasados. Y de mis propias incertidumbres. Otros se rodearían de cervezas. O de chocolates. Yo tengo estos libros alrededor. Por lo menos no engordan.
Nadie se casa, se junta, se arrejunta, se “amasiata” (?) pensando que la relación va a fracasar. Nadie se jura amor eterno, ni cuidarse en la enfermedad y en la salud, en la pobreza y en la bonanza, pensando que algún día todo aquello se terminará. Nadie acepta vivir una vida de a dos imaginando que ese otro ser –el único que conoce nuestro rostro al despertar, el que sabe qué nos duele de verdad, qué nos lastima, qué nos hace llorar, con qué anécdotas nos carcajeamos y cuál es nuestro gemido más profundo– que ese otro ser, decía, que hasta ayer sentíamos parte de nosotros mismos, hoy puede transformarse en nuestro enemigo. En el peor.
Pero pasa. Un día recibes un mensaje, incluso un whatsapp como si fueras una adolescente, y tu vida da un vuelco. Ya no tienes ahí tu hogar, ya no eres bienvenida. Serás en adelante Hester Prynne obligada a usar una letra escarlata.
¿Contar la historia? Los nombres pueden ser cualquier nombre. ¿Importa saber que yo me llamo S y ella…? ¿Y ella? Fui también la mujer rota. Fue también la mujer rota. Simone y las infidelidades nos mostraron el camino. El hombre. El traidor. El mujeriego. ¿También nosotras? ¿No tendría que ser diferente? Desde la cima del poder, dios padre castiga. También ella fue dios padre, dolida, ofendida, herida. ¿Debería nombrarla en segunda persona? ¿Debería ser Oscar Wilde escribiéndole a Bosie en De profundis? “Nuestra trágica amistad, en extremo lamentable, ha terminado para mí de un modo funesto, y para ti con escándalo público.” Sólo que aquí yo soy la que porta la A; aquí yo soy Hester. Soy la del escándalo público. Nadie pregunta. Nadie escucha. Nadie quiere saber. ¿Para qué? Lo que importa es el murmullo hiriente, el comentario, el chisme. ¿A quién no le gustan los chismes? ¿Ya te lo había contado? No dejes que me repita. Me pongo obsesiva con este tema. Será porque todavía no entiendo bien qué pasó. Tampoco sé si algún día lo entenderé, pero por ahora no puedo dejar de preguntármelo. La respuesta son estas páginas. La respuesta que no es respuesta. Sólo un darle vueltas a la noria. ¿Para qué?
***
Durante años defendí el derecho de cada uno a elegir la cremación como el destino último del propio cuerpo. Me parecía un ritual límpido, laico pero no ajeno a lo sagrado (“Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste tomado; pues polvo eres, y al polvo volverás.” Génesis 3:19), una suerte de fin natural para aquello que de mortal tenemos. Si desde el neolítico los seres humanos hemos destinado a las llamas los cuerpos amados, si Homero relata así el fin de Patroclo, si más allá de preceptos judíos y católicos, hoy nos parece un acto amoroso recibir las cenizas en una pequeña urna que quizás tengamos frente a nosotros como memento mori, como San Jerónimo tiene una calavera ante la página que escribe, ¿por qué ese 1 de septiembre no podía dejar de gritar que no, que no quería que el cajón con el cuerpo de mi madre entrara a las llamas del crematorio municipal?
***
Un final cutre. Una despedida cualquiera. Un accidente. ¿Me arrancarán los ojos y la lengua? Le letra escarlata –The Scarlet Letter– pintada con mi propia sangre.
***
Extrañar la piel amada. El ancla. El deseo. Extrañar la sensación de llegar a casa; de tener hogar. Reconocer, por sobre todos los demás, los sabores, los olores, las texturas, los huecos, los secretos, los escalofríos, los pudores, de ese cuerpo. Extrañar el espacio y el tiempo para aprenderlo de memoria cada noche. El espacio y el tiempo para recorrerlo con la lengua, con las manos, con el vientre… No conoce el arte de la navegación quien no ha bogado en el vientre de una mujer (Cristina Peri-Rossi). Aferrarse a las palabras, a la pantalla, al teclado, a los puntos y las comas que pausan y permiten de a poquito volver a respirar. Cada uno tendrá sus paisajes, el mío es de horizontes abiertos, de ríos, de islas que esconden siempre algún tesoro. Quise alguna vez escribir un libro sobre las islas. El otoño recorre las islas, escribió José Carlos Becerra, amando el trópico y a la vez huyendo de él. Una línea une Brindisi y el calor, sus versos y la sangre. Horizontes abiertos, aire que corre, un mar frío con espuma amarilla que se pega a la arena. El viento nos despeina, me enreda el pelo, nos reímos, tengo ocho años; corremos tratando de agarrar la espuma. O cavamos buscando berberechos. A toda velocidad, con las manos. Los llevamos al departamento. Después habrá que tirarlos antes de que el olor sea insoportable. Ir a pescar es un ritual que cumplimos cada tarde. Cada uno tiene su caña, su reel, su poca o mucha paciencia para esperar. Aprendemos a esperar. Nosotros: los reyes de la impaciencia.
Hay que tirar todo. Hoy. La piel amada. El ancla. El deseo.
***
Durante meses respiré miedo. Después nació esta historia.
Imagen de portada de Martin Cox
Sandra Lorenzano es autora de Aproximaciones a Sor Juana (2005) y Políticas de la memoria: tensiones en la palabra y en la imagen (2007), de la novela Saudades (2007), del libro de poemas Vestigios (2010) y de La estirpe del silencio (2015). Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es reconocida como una de las 100 mujeres líderes de México por el periódico El Universal.
© Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.
Posted: March 28, 2017 at 9:44 pm
El tiempo y la introspección es lo que ayuda en situaciones de rompimiento en mi humilde opinion. Lo bueno es que al fin de todo, tenemos que aprender a perdonar y también asumir responsabilidad por nuestras propias fallas y tirar la culpas por la ventana para suicidarlas de una vez. Si vivimos como víctimas, moriremos como víctimas y nunca podremos romper las cadenas que nos atan al odio, la bronca, la incomprensión, la desesperación. Somos libres solo si asumimos responsabilidad por el dolor que sentimos y el que podemos haber causado. Un buen libro para leer es Radical Forgiveness.