Essay
GARRAS Y UÑAS
COLUMN/COLUMNA

GARRAS Y UÑAS

Ana García Bergua

Varias veces me han sugerido cortarle las uñas a la bestezuela que habita mi casa. No puedo, me da terror cometer alguna torpeza y lastimarlo. Y quizá es un horror más profundo: sería como quitarle algo que forma parte de su naturaleza íntima, esa que trata a los muebles como si fueran árboles, que se trepa a los libreros para andar por las ramas. Me recuerda lo que alguna vez fuimos todos: los humanos, los animales, incluso los muebles, en una especie de selva originaria. En el gato eso sigue ahí y me parece admirable. Sus garritas se regulan solas: cada tanto aparecen en los rincones pequeñas cáscaras que se van desprendiendo conforme nacen unas nuevas y afiladas. En cambio, yo tengo que cortarme las uñas, y ya siguiéndome de largo, barnizarlas de rojo, morado o azul, incluso ir a veces a que les coloquen una capa sintética que las eterniza por un tiempo hasta que la naturaleza sigue su curso, como decían antes los médicos, y crezcan más o se rompan como tantas cosas. Hace miles de años que los seres humanos hacemos cosas con nuestras uñas: junto con el pelo, son partes que no se pueden dejar a su aire.

Cortamos nuestras uñas o las adaptamos a los distintos oficios como parte del prodigioso proceso de especialización de la mano humana, pero muchas veces las arreglamos como si evocáramos cierta fiereza perdida y recuperada. Pienso en las uñas que se dejaban crecer las mujeres de la antigua corte china de la dinastía Qing, protegidas con fundas de oro adornadas con piedras preciosas, largas y afiladas como pequeñas dagas, o en el tono rojo que se puso de moda en la modernidad de los treinta y sustituyó aquellas uñas como almendras, rosadas e inofensivas, que eran parte del deber ser estético de las mujeres en el siglo diecinueve; las larguísimas uñas de acrílico que se portan ahora, chatas o picudas, de todos los colores. En otros casos las uñas son parte de lo más espiritual, como cuando los músicos se las dejan un poco largas o al ras para tocar instrumentos de cuerda.

Dentro de esa necesidad de ocuparse de las uñas, hay exageraciones muy curiosas: un hombre de La India se las dejó crecer durante muchos años para lograr un récord Guinness y, me imagino, lograr con ello fama y fortuna. En los reportajes que circulan por el internet, donde se cuenta que ya se las cortó, el hombre las luce como unas excrecencias un poco aberrantes, que forman espirales amarillentas, cuyo cuidado le dejó inútil y deforme la mano. Todo lo que se deja estar largo tiempo se amarillea, se acerca en su color al polvo y a la tierra, como esas esculturas de cerillos del museo de Ripley. Quizá otra aspirante al mismo récord y victoriosa en una de sus ediciones, una mujer estadounidense, se dio cuenta de aquella fatalidad y por eso pinta sus interminables, queratinianas producciones, con esmaltes de colores que las hacen ver como los adornos de un curioso insecto.

La garra es gruesa y dura y mientras más larga, más eficiente; en cambio las largas uñas humanas son tan sólo una representación: poco puede hacer en la práctica una mano cargada de uñas inacabables; me preguntó cómo ha hecho aquel hombre para tomar fotografías, pues a eso se dedica, con una sola mano. Si en los animales la garra larga es poderosa, nuestras uñas largas nos inutilizan.

Leo en un artículo de National Geographic que manos, patas y aletas, comparten un grupo de genes común: pequeñas mutaciones, a lo largo de millones de años, decidieron que unos tuvieran garras y otros –nosotros entre ellos– uñas, como mi gato y yo. ¿Y cómo domamos a nuestra bestia interior? Todavía decimos “sacar las uñas”, “sacar las garras” cuando alguien está peleando con alguien de manera agresiva, así sea verbalmente, quizá incluso a la defensiva, cuando se defiende con las uñas. Hablamos de que un proyecto, una idea, una persona, tiene garra, si es tan atractivo que atrapa a los demás. Y cuando estamos nerviosos, nos comemos las uñas; como sabemos, es una pésima costumbre. Es lugar común en las novelas que al hacer el amor, la mujer le entierra al hombre las uñas en la espalda, nunca lo contrario. Las mujeres en la imaginación de muchos arañamos como los gatos, de ahí nuestro fondo peligroso, que es necesario domar, y no hay mayor soledad que la de estar condenado a rascarse –especialmente la espalda, de nuevo– con las propias uñas.

En realidad pienso en uñas porque a veces así me parecen estos días: todos con las uñas de fuera tratando de que sean garras, pero las uñas son tan largas que dan vueltas a nuestro alrededor sin que podamos dar un solo paso. Aislados e impotentes, nos crecen las uñas y los gatos arañan los sillones. Y con uñas tan largas es difícil defenderse, cocinar o tomar fotografías. Una de mis hijas me contó, como dato curioso, que no es verdad que al morir nos siguen creciendo el pelo y las uñas, como se podría creer, sino que nosotros nos empequeñecemos. ¿Saldremos de todo esto grandes o pequeños y con uñas largas? Nos hará falta un récord Guiness del aguante y la paciencia: un récord Guiness para toda la humanidad.

 

*Imagen de Isabell Hubert Lyall

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Twitter: @BerguaAna

 

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Posted: December 6, 2020 at 4:49 pm

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