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Los bots también son seres humanos
COLUMN/COLUMNA

Los bots también son seres humanos

Alberto Chimal

Escribo esta nota el primero de marzo de 2018. Justamente hoy, Jack Dorsey, cofundador y actual CEO de Twitter, ha publicado en esa red un hilo de tuits que comienza así:

Vamos a comprometer a Twitter a que ayude a incrementar la salud colectiva, la apertura y la civilidad de la discusión pública, y a nosotros mismos a rendir cuentas públicamente con miras a progresar.  [Las traducciones son mías.]

Luego, en los tuits subsecuentes, Dorsey describe algo que millones de personas hemos identificado desde hace años, pero que no había sido reconocido de manera explícita por los dueños de aquella red social: en efecto, el enorme deterioro de la esfera pública que Twitter, igual que otras plataformas y tal vez más que la mayoría, ha traído o por lo menos exacerbado en el mundo occidental. Por ejemplo, dice Dorsey:

Hemos sido testigos de abuso, acoso, ejércitos de trolls, manipulación mediante bots y humanos coordinados, campañas de desinformación y ‘cámaras de eco’ que fomentan una división creciente. No estamos orgullosos de cómo algunas personas se han aprovechado de nuestro servicio, ni de nuestra incapacidad para afrontar el hecho lo suficientemente rápido.

Es probable que la red Twitter hubiera pasado ya su momento de mayor esplendor aun de no haber desarrollado la mala reputación que tiene entre muchas personas. No ha vuelto a crecer como creció en la década pasada. Facebook, su principal competidor, la venció hace años al incorporar noticias en sus fuentes de información –para igualar la rapidez y flexibilidad de contenido que en su momento fue una característica atractiva de Twitter–, y actualmente tiene más usuarios activos, a los que logra, además, mantener atentos durante más tiempo a las publicaciones (y la publicidad) que selecciona y dirige para ellos.

Sin embargo, no deja de ser cierto que Twitter es hoy famosa –más que por las características del contenido que admite, o las formas en que su potencial se aprovecha– por las publicaciones tóxicas que abundan en ella: textos e imágenes agresivos, maledicencias, provocaciones, discusiones que serían a gritos o a golpes si se dieran “en vivo”, entre seres humanos que se tuvieran frente a frente, pero que se vuelven todavía más virulentas al reducirse la conciencia de la otra persona, del interlocutor que no está en realidad frente a quien lo denigra u ofende. La explotación comercial de noticias sensacionales e indignantes, que se vuelven adictivas por el rápido estímulo que ofrecen, vuelve más grave el problema, al igual que otro efecto inesperado y potencialmente catastrófico de la tecnología de las redes sociales: la radicalización que puede producir en sus usuarios, quienes tienen la posibilidad de refugiarse –o de caer– en una perspectiva estrecha y totalmente cerrada de la existencia, firmemente ceñida a sus propios prejuicios y a un sentido tribal de pertenencia, que convierte en enemigos a quienes estén fuera de su grupo.

Otras redes sociales tienen problemas semejantes: Mark Zuckerberg, CEO y confundador de Facebook, anunció recientemente modificaciones a aquella plataforma con el fin ostensible de contener la difusión de noticias falsas y propaganda encubierta. Pero ya sabemos que el usuario más famoso de Twitter en todo el mundo –que no usa directamente ninguna otra red y no tiene siquiera una computadora en su escritorio– ilustra y resume mejor que ningún otro personaje de nuestra época la situación presente, cuyas consecuencias a largo plazo no acabamos de vislumbrar todavía. Sus tuits enardecen a su base política, escandalizan y a la vez fascinan a sus opositores, traen de cabeza a los medios de su país y oscurecen el deterioro no sólo de la discusión sobre asuntos de interés público sino de las propias instituciones del gobierno que él mismo preside, a medida que se les va abriendo a usos francamente facciosos y corruptos o bien a ideologías extremistas, que gracias a él ocupan hoy un lugar privilegiado que antes hubiera parecido inimaginable.

Es apropiado pensar en todo esto cuando uno se descubre en las publicaciones de un grupo de bots de Twitter, activos en este momento, dedicados a quién sabe qué para beneficio de quién sabe quién.

Los encontré por primera vez hace años, pero tardé en entender qué estaba viendo. No se referían a mí directamente ni interactuaban conmigo de ninguna forma. Una búsqueda de mi propio nombre en la red arrojó una serie de diez o veinte retuits seguidos, o más bien casi simultáneos, de una nota en la que se mencionaban de pasada las palabras “Alberto Chimal” en relación con un evento en una feria del libro: una nota inocua, apolítica, de cultura. Cada retuit venía de una cuenta diferente pero todas habían retuiteado a la vez. Tuve curiosidad y pude ir viendo cómo aquel suceso volvía a ocurrir de vez en cuando, siempre con retuits de alguna fuente noticiosa u organización más o menos importante, acreditada y que no se percibe con ideologías conservadoras ni alineada con el gobierno mexicano: el portal de Carmen Aristegui, digamos, o el CONAPRED.

A la hora de examinar las cuentas que hacían los retuits, resultó que ninguna hace otra cosa que redifundir noticias de otros. Los mismos tuits, a las mismas horas. Cuando llega a haber tuits “originales”, éstos no hacen más que repetir el titular de una nota ajena y dar un enlace a la misma. Una selección que podría dar a pensar en una persona real, con un criterio real, pero que repiten exactamente muchas “personas” distintas.

He aquí un pequeño subconjunto de estas cuentas que he encontrado, por si les da curiosidad: @artyom_kulagin, @KozlovaVilora, @belyaevegor92, @agiicydyluj5. Todas tienen nombres de usuario sin relación aparente con los nombres propios que se les asocian, y fotografías de perfil que dan la impresión de ser imágenes de stock, o bien tomadas descuidadamente de una búsqueda en línea. Todas tienen un número reducido de seguidores que va más allá de su propio conjunto, es decir, se siguen entre sí, pero también algunas personas que supongo reales las siguen sin darse cuenta de que son bots: cuentas falsas controladas por una sola persona o grupo de personas. (La palabra bot se deriva de robot, y ha tenido varias acepciones muy distintas entre sí desde los años noventa, cuando comenzó a utilizarse en el mundo de las comunicaciones por internet.)

El propósito de estos bots es hacerse pasar por individuos reales y entrar en acción para echar montón, como se dice en México, cuando así lo decidan sus manejadores, obedeciendo las órdenes de quienes los contratan. Primero van acumulando tuits aparentemente normales, que los hagan parecer personas con opiniones propias, y luego –cuando llega un momento que se considera oportuno políticamente– difunden lo que se les indique entre sus seguidores y alteran, con su presencia, los conteos de tendencias y predilecciones de las grandes masas que usan las redes sociales. Pueden dar la impresión de que un tema (o una persona) es más importante y discutido de lo que realmente es; pueden inflar, o desvirtuar, campañas e iniciativas identificadas con palabras clave o hashtags determinadas. Pueden llevar a usuarios desprevenidos a noticias falsas e informaciones tendenciosas. Pueden aprovechar el potencial de las redes para fomentar disensos, desacuerdos y conflictos y hacer auténtico daño al “tejido social” de un país.

Como dije antes, ya los conocemos, aun si los dueños de las redes sociales se negaban a admitir su influencia. Por ejemplo, un nuevo insulto: Russian bot, se ha puesto de moda en los Estados Unidos para referirse a partidarios especialmente agresivos e ignorantes del Gran Tuitero, a partir de las investigaciones que se realizan hasta hoy de posibles lazos entre los operadores políticos de éste y el régimen de Vladimir Putin. Los investigadores han descubierto la existencia de “granjas de trolls”: conjuntos de cuentas, grupos y otras identidades en línea diseñadas para parecer opiniones de verdaderos ciudadanos estadounidenses, pero creadas en realidad por una compañía rusa, la Internet Research Agency (IRA), dedicada a operaciones encubiertas de desestabilización e influencia política. Llamar a alguien “bot ruso” equivale a decir que el fanatismo irracional de sus ataques hace sospechar de su identidad: ¿no será un agente extranjero, empeñado en dividir a sus enemigos? En el último año, expertos en informática sin ningún sesgo partidario han detectado no unas cuantas decenas, sino millones de cuentas falsas en Twitter, incluyendo también las manejadas por empresas como Devumi, que vende paquetes de “seguidores” –y la apariencia de interés y prestigio en línea– a quienes puedan pagar por ellos. 

En México, por otra parte, ya se había observado la presencia de bots en la campaña presidencial mexicana de 2012 y en los años posteriores, durante los que se acuñó otro término despectivo: peñabot, para referirse a aquellas cuentas, siempre manejadas en secreto, que procuraban desactivar la oposición y la crítica en línea del presidente Enrique Peña Nieto.

(Otras cuentas que tengo en la misma lista de las que ya mencioné, y que descubrí más o menos en el mismo periodo, como @Miguelangeltafo o @Victordanielpio, han sido reportadas ya por otros usuarios de la red. La primera publica tuits ya de franca propaganda política, a favor del PRI.)

Quién sabe qué efecto tendrán los bots en las elecciones por venir en mi país, aunque imagino que intentarán reforzar la desinformación y la polarización que se han dado, por lo menos, desde las elecciones de 2006: el encono creado por los medios de entonces sigue teniendo consecuencias hoy y seguirá siendo útil, supongo, para los interesados en influir en las tendencias electorales.

Y ahora, que llego a este punto, me pregunto sobre quienes controlan a los bots. Pese a las resonancias de la palabra, parece ser que hay poca automatización en el proceso de su operación, y en cambio las diferentes y oscuras agencias que ofrecen sus servicios tienen un conjunto apreciable de empleados, con capacitación muy específica, encargados cada uno de manejar un conjunto determinado de cuentas falsas. Es famoso el caso de “Jenna Abrams”, una presunta joven estadounidense que resultó ser un troll altamente exitoso de la IRA y tenía, además de una cuenta manejada durante años sin intenciones políticas evidentes, una presencia en línea muy cuidada. Pero semejante primor es excepcional: la mayoría de los bots son como los que yo he visto, es decir, de muy mala calidad, fácilmente identificables con un poco de paciencia y buena suerte.

Imagino a quienes los mantienen como personal de muy bajo nivel, mal pagados, a disgusto con un trabajo esclavizante e incapaces de manifestarlo, como los capturistas de datos de otro tiempo o los encargados de los call centers de la actualidad, esos que son una pesadilla de las clases medias por la forma en la que encubren (mal) sistemas opacos e ineficientes.

¿Para qué molestarse en hacer cada cuenta distinta –se preguntarán– si de todas formas nadie se fija en tanto detalle? ¿Para qué pensar nombres e imágenes consistentes si la gente en general es crédula, poco juiciosa, y de cualquier manera a ellos los están explotando? Los imagino mexicanos, en alguna gran ciudad, interrumpiendo su turno para comer en una sala común del espacio de oficinas y esperando con impaciencia a que dé la hora de la salida para luego pasar una hora o dos en transportes públicos. Los “agentes de las potencias oscuras” suelen tener mucho menos glamur del que se les atribuye.

Y también tienen, sospecho, muy poca conciencia de sus actos y de sus consecuencias. Una narración que los tuviera de protagonistas sería más creíble con diálogos banales a la Kafka –o a la Jorge Ibargüengoitia– que con densos monólogos shakespearianos, porque estaría representando la mera obediencia ciega, la precariedad que entorpece toda posibilidad de reflexión. ¿No es curioso, triste, aterrador que la “supercarretera de la información”, la que iba a ser la gran herramienta de comunicación, educación y difusión del conocimiento, el gran logro tecnológico de posibilidades infinitas, haya terminado convertida en una máquina de manipulación de grandes poblaciones? No imagino a los botistas de las redes mexicanas haciéndose esa pregunta. Pobres de ellos y de nosotros.

Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego,  Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal

 

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Posted: March 11, 2018 at 3:58 pm

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