Historias aledañas a un libro viejo
Alba Lara Granero
El hallazgo de la autobiografía de Fedor Chaliapin en una librería de segunda mano en Australia esconde conexiones sorprendentes y lecciones de historia olvidada.
Fedor Chaliapin nació en 1873 en la región rusa de Kazán. Su familia vivía en la miseria, apremiada por el hambre y las enfermedades. Su padre era alcohólico. Su madre llegó a tener que mendigar. Y, sin embargo, Chaliapin llegó a ser “uno de los más grandes cantantes de la época contemporánea”, según decía la contraportada de un librito de factura barata que me encontré en una librería de segunda mano en Fremantle, Australia.
El libro me llamó la atención porque era una traducción al español y parecía tremendamente fuera de lugar entre centenares de novelas de literatura barata y álbumes a todo color de la exuberante naturaleza australiana. Tras horas rebuscando en los montones de libros viejos aún por catalogar de la librería, Mi vida, así se titula la obra de Chaliapin, fue el único ejemplar en castellano que encontré. Y no debe extrañar, porque en Australia, menos del 1% de la población habla el idioma.
El Chaliapin que encontré en Australia
Sentí un poco de vergüenza por no saber quién era aquel cantante tan famoso. Luego sentí vergüenza por sentir vergüenza por algo tan pedante. La contraportada también describía la prosa como escrita “desde el corazón mismo de la gran tradición narrativa rusa”. O sea, que el tal Chaliapin también había sido un buen escritor. Ahora con más razón debía enterarme de quién era aquel hombre y de si me estaba perdiendo una gran obra. Fui a la primera página a comprobarlo sin saber muy bien qué era lo que tenía que comprobar. Los dos primeros párrafos me conmovieron y me empujaron a seguir leyendo. El librito costaba un dólar, una inversión asumible para saciar mi curiosidad.
El ambiente de la Vida de Chaliapin es duro y gris. Su padre lo llamaba “Fisura”. “Fisura, esto” y “Fisura, lo otro”. No hay ninguna romantización de la pobreza, que está contada en todo su rigor, y, sin embargo, a veces dan ganas de querer ser un personaje de su infancia. El libro tiene una vitalidad extraña y contagiosa. Está escrito con mucha ternura hacia la propia vida pasada, hacia unas ganas genuinas de descubrir el mundo. Quizá su inocencia sea impostada, pero desde el punto de vista literario, a mí me convenció. Aunque cuando empecé a leer el libro era noviembre y en el hemisferio sur era casi verano, me helaba de frío con la prosa hermosamente descriptiva de Chaliapin.
El padre de “Fisura” quería meterlo de criado, pero Chaliapin se resistía. Aprendió a leer a los seis o siete años porque una vecina le tuvo lástima, pero lo echó de su casa porque, aunque aprendía rápido, la desesperaba que el pequeño Fedor no supiera cómo volver la hoja cuando terminaba la página y volvía a releer lo ya leído. Un día entró por casualidad a una iglesia y se embelesó con el coro. Armado de una valentía inusual a su corta edad, cuando terminó el servicio se acercó a preguntar al director del coro si lo aceptaría como chantre. El director le dijo que cantara al compás de su violín. Al oír entonar a Chaliapin, dijo: “Hay voz, y también oído. Voy a escribirte algunas notas, que aprenderás”. Con este trabajo, empezó a ganar su primer sueldo, un rublo y medio por mes. Pero por entonces también iba a la escuela, donde una vez le propiciaron tal paliza que juró no volver nunca más. Su padre concluyó que “nunca haría nada bueno” y lo metió de aprendiz de zapatero con su padrino. Ese fue el primer oficio que malaprendió, pues duraba muy poco en sus trabajos. Se escapaba para ver espectáculos de saltimbanquis y de teatro. Les escatimaba siempre dinero de su sueldo a sus padres para comprarse libros y entradas a espectáculos. Siguió cantando en iglesias y celebraciones. Finalmente, tuvo la oportunidad de ir a la ópera y quedó hechizado:
Cantor yo mismo, lo que me sorprendía no era el hecho de que los actores cantasen, y aun de que cantasen palabras poco comprensibles—eso me había ocurrido a mí en las bodas–, sino que existiese una vida donde todo se cantase y no se hablara como se estilaba en Kazán. Esta vida cantada tenía que aturdirme. Personajes extraordinarios, vestidos con ropas extraordinarias, cantan al preguntar, cantan al contestar, cantan al reflexionar, al enojarse, al morir; cantan sentados, de pie, en coro, en dúo, en cualquier ocasión. ¡Ese género de vida me asombraba y me encantaba! ¡Dios mío—pensaba—, si siempre fuera así! ¡Si se cantara en las calles, en los baños, en el taller! El maestro zapatero cantaría:
—¡Fedka el seda…al!
Y yo contestaría:
—¡Helo aquí, Nicolás Evtropitch!
Cuando le cambió la voz, Chaliapin siguió cantando como barítono. Consiguió un primer contrato en una compañía de ópera itinerante, encontró mentores decididos a pulir su talento (Rachmaninoff y Rimsky-Korsakoff ente ellos) y poco a poco fue forjándose una carrera. Aunque aún seguía pasando mucha hambre y penurias por temporadas, había dejado atrás Kazán y a su familia, a la que no regresó ni siquiera cuando su padre le escribió un telegrama que decía: Mamá muerta, envía dinero. Aunque el libro acaba con el comienzo de su éxito, cuando contaba con veinticinco años más o menos, a Chaliapin se le conoce, y él se jacta de ello, de haber revolucionado la escena operística al introducir la interpretación realista en un arte que acentuaba, según él, “los momentos líricos a expensas de los elementos dramáticos, lo cual debilitaba la ópera al despojarla de su alma”.
Las imágenes que han quedado de él reflejan su predilección por la caracterización, el disfraz, la máscara. El pionero de la fotografía en color Sergey Prokudin-Gorsky lo retrató como Mefisto y como Boris Godunov, su personaje insignia. El cuadro más famoso del cantante lo hizo Boris Kustodiev. Fue pintado en 1921 en Petrogrado, actual San Petersburgo, en pleno tiempo revolucionario. En él, Chaliapin lleva un suntuoso abrigo de piel. El teatro, no pudiendo pagar sus honorarios con dinero, le había entregado aquel abrigo confiscado de las pertenencias de una familia rica afín a la Rusia zarista.
Fedor Chaliapin con su abrigo confiscado retratado por Boris Kustodiev en 1921
Cuando terminé el libro, corrí a escuchar algunas de las interpretaciones musicales de Chaliapin. Tenía una voz grave y vigorosa, franca. El ruido residual de las grabaciones viejas lo hacía sonar más rugoso y emocionante. Una mañana, mientras tenía puesta “La canción de los barqueros del Volga”, mi marido, como si hubiera conocido la melodía de toda la vida, empezó a cantar en inglés: Freo, heave ho. Freo, heave ho. Ante mi absoluta sorpresa y admiración—cómo era posible que él, que tenía mi edad y más o menos la misma experiencia del mundo, conociera aquella canción rusa y yo no—, me dijo que el himno de su equipo de fútbol, los Fremantle Dockers, comenzaba con ese ritmo.
Chaliapin estuvo de gira en Australia en 1926, cuando ya había abandonado para siempre su Rusia natal. Dio 35 conciertos y en todos ellos cantó la canción de los barqueros del Volga ante un público enfervorecido.[1] Esto explicaba, quizás, cómo el himno de los Dockers se había inspirado en una canción rusa, pero no cómo la autobiografía de Chaliapin llegó a una remota librería de segunda mano de la costa oeste australiana, donde, por cierto, el cantante nunca puso un pie. En una de las guardas había un sello que evidenciaba la procedencia directa del libro: el Club Venezolano-Alemán de Maracaibo. Quizá un inmigrante venezolano lo había llevado consigo; o un turista; o una australiana que en su viaje a Maracaibo había comprado aquel libro al azar para practicar su español en los saldos de la vieja biblioteca del CVA.
El sello que hay en una de las guardas de mi ejemplar de Mi vida, de Chaliapin.
Aunque deseaba mucho saber cómo el libro había llegado a mis manos en la otra punta del mundo, sabía que era prácticamente imposible resolver esa incógnita más allá de mis elucubraciones fantasiosas, algunas más plausibles que otras. Pero ese no era el único misterio que se cernía en torno al libro: ¿por qué se tradujo al español aquella autobiografía de un cantante ruso tan remoto en el tiempo y en el espacio?
La editorial que publicaba Mi vida tenía nombre de continente: el Centro Editor de América Latina. El CEAL fue fundado en Argentina en 1966 por Boris Spivacow. Al leer ese nombre ruso, tracé una conexión rápida. Mi lógica fue vulgar e inmediata: un ruso exiliado publicando a otro ruso, a quien seguro admiraba. A veces así funciona el cerebro, que prefiere sacar conclusiones cuanto antes sin preocuparse de si son correctas.
En realidad, Spivacow era el encargado de la Editorial Universitaria de Buenos Aires. En 1966 el dictador Juan Carlos Onganía ordenó un brutal desalojo de la Universidad, una jornada que ha pasado a la historia como la “Noche de los bastones largos” en referencia a los palos que utilizó la policía federal para represaliar a cientos de estudiantes y profesores y para destruir laboratorios y bibliotecas. Tras la toma de la universidad, que produjo una gran fuga de cerebros a Chile, Europa, Estados Unidos y a Venezuela, Spivacow fundó el CEAL junto a algunos otros académicos argentinos como respuesta política y pedagógica al asedio intelectual. El objetivo era hacer libros al alcance de todos, presentarlos como una necesidad básica que había de costar menos que un kilo de pan.
Las primeras colecciones salieron a la venta muy poco después de la “Noche de los bastones largos”: Los libros de la luciérnaga, con libros clásicos de la literatura hispánica, y la Serie del encuentro, de textos de autores argentinos vivos. Ya en 1967 salió a la luz la que sería una de las empresas más importantes del CEAL, Capítulo. La historia de la literatura argentina. Biblioteca argentina fundamental. La colección salía por fascículos y empezó a venderse en kioskos en lugar de librerías, un modelo que el CEAL seguiría a partir de entonces. Se publicaban decenas de libros al mes: una biblioteca científica, otra filosófica, otra de psicología, otra de literatura oriental… En 1968, empezó a salir la colección Siglomundo, que tenía como objetivo hacer una historia total del siglo XX. Siglomundo tuvo un éxito inmediato y fue también uno de los primeros encontronazos del CEAL con los gobiernos autoritarios. Onganía la prohibió en 1969.
La Vida de Chaliapin formaba parte de una colección llamada Biblioteca total, que comenzó a publicarse en 1976, durante la dictadura de Jorge Rafael Videla. El objetivo era combinar literatura y política, educar y deleitar. Incluía cuentos, novelas, memorias, crítica literaria y estudios de ciencias sociales. Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, los directores de la colección, vivían en la clandestinidad y el trabajo se volvió irregular. El primer número fue América de Franz Kafka y su mayor éxito fue la antología de textos lingüísticos de Saussure preparada por José Sazbón. Mi vida es el número 26 de la colección.
El traductor del libro de Chaliapin era un tal Hugo Lamel, un hombre que nunca existió. Bajo tal seudónimo se ocultaba, en una época en la que la cautela era necesidad, el crítico literario y militante del Partido Comunista de Argentina, Héctor P. Agosti, que sufrió múltiples arrestos, cárcel y un exilio en Montevideo por su compromiso político. Pero, aunque queda constancia de un viaje suyo a la URSS, nada asegura que tuviera un dominio del ruso suficiente como para traducir Mi vida. Es posible, sin embargo, que Lamel/Agosti tradujera la obra de Chaliapin no del ruso original, sino de la traducción al inglés que salió en los años veinte del siglo pasado.
En octubre de 1926, el New York Times reseñó las memorias de Chaliapin publicadas bajo el título Pages From My Life. El crítico elogiaba la facilidad narrativa del artista y había incluido algunos fragmentos del libro en el artículo.[2] Solo un mes más tarde, sin embargo, el propio Chaliapin escribía una carta al director[3] explicando que la autobiografía se había publicado en ruso sin su permiso y que, en consecuencia, no se responsabilizaba de ninguna información contenida en sus supuestas memorias (aunque garantizaba que los fragmentos citados por el New York Times eran verídicos).
En esa carta abierta, Chaliapin cuenta cómo había comenzado a escribir el libro en Rusia a petición de su amigo Máximo Gorki, quien quería publicar la biografía por episodios en la revista Letopis. Se publicaron un par en 1917, pero con el estallido de la Revolución de octubre, que Chaliapin tacha de “desordenada” y “violenta”, la revista se cerró y el manuscrito se perdió. Chaliapin dice que le había escrito al editor de su autobiografía no autorizada en Rusia para hacerle patente su desaprobación. También que le había pedido cuentas a Gorki. El autor de La madre se defendió más tarde diciendo que había sido él quien había escrito al menos tres cuartos de la biografía de Chaliapin, arreglando y reescribiendo lo que el cantante le había dictado en su encuentro en Crimea en 1917.[4]
Gorki, a la izquierda, con Chaliapin.
Pero puede que Lamel no tradujera la obra del inglés ni del ruso, sino que se sirviera de un tipo de “traducción” que el Centro Editor de América Latina denominaba “sinonimia”. Así explica el proceso Beatriz Sarlo:
Todos los libros de literatura extranjera los elegía yo, y la forma de seleccionarlos era la misma que utilizamos también en otras colecciones: recorrer las librerías de viejo y fijarse qué libros estaban fuera de derechos. Una vez que los elegíamos, de algunos títulos encargábamos una nueva traducción y, en otros, aplicábamos ese famoso método inventado por el Centro Editor que–en el mejor de los casos– era una sinonimia: se tomaba una vieja traducción y se le hacía una corrección de estilo exhaustiva para que no pudiera ser reconocida, a veces se trabajaba a partir del original, y a veces sin él.[5]
En efecto, no era la primera vez que Mi vida se publicaba en español. Otra editorial argentina, Futuro, lo había hecho 33 años antes, en 1944. Pero el traductor era también Hugo Lamel y, en esta ocasión, Futuro había autorizado la reproducción incluida en la Biblioteca Total. El texto es el mismo, pero algunos fragmentos no se incluyeron en el libro publicado por el CEAL, que es mucho más corto que la edición original, quizá para mantener el formato de fascículo y abaratar costes. En este caso, Lamel no hizo una sinonimia de su propia traducción sino una metonimia: entregó la parte por el todo. De qué lengua tradujo la obra en 1944 es otra incógnita que tampoco he sabido despejar.
El CEAL vivió uno de sus momentos más funestos en 1978. Entre las celebraciones del mundial de fútbol recién organizado y ganado, el gobierno de Videla publicó una lista de libros prohibidos. Con ese pretexto, irrumpió en las imprentas del Centro Editor y arrestó a los catorce peones que estaban trabajando en ese momento. Al enterarse de la noticia, Spivacow se presentó en la comisaría para asumir toda responsabilidad y pedir la libertad de los trabajadores. Se la garantizaron. E incluso le dieron, para sorpresa de todos, la suya propia. Eso sí, en 1980, un 30% de los libros del CEAL se consideraron cuestionables y se quemaron en una gran hoguera que Spivacow fue obligado a presenciar. En una emotiva semblanza publicada en El País en 2006,[6] el escritor argentino Tomás Eloy Martínez menciona que conoció a Spivacow en Caracas antes de los sucesos del 78. Spivacow viajaba a Venezuela cuando podía para visitar a su hija y a sus nietas. A pesar de que siempre le rogaban que no volviera a Argentina, él siempre lo hizo para seguir luchando por su proyecto. “No podemos dejar la cultura en las manos equivocadas”, dice Tomás Eloy Martínez que decía.
Muchas de las preguntas que me hago y que he compartido en este artículo siguen sin una respuesta clara. A lo mejor me encuentro con ella mientras leo un libro cualquiera encontrado en una biblioteca de viejo en unos años. Pero en realidad no me importa mucho quedarme con la duda. Aquel hallazgo feliz del libro de Chaliapin me descubrió una voz, muchas vidas apasionadas por la utopía de transformar el mundo a partir de la cultura, la tumultuosa historia editorial de un texto apócrifo y el placer de compartir todos mis descubrimientos con ustedes. Puede que el ejemplar de Mi vida con sello del Club Venezolano-Alemán de Maracaibo que se me descuaderna rápidamente llegara a Venezuela en las propias manos de Spivacow para salvarlo de una quema que anticipaba. Cómo viajó a Australia sigue siendo un misterio, pero Spivacow estaría contento: el libro le proporcionó a alguien cultura y literatura, y, sobre todo, por menos de lo que cuesta un kilo de pan.
Enlaces
[1] http://ngorbunov.pp.ru/en/book7.htm
[2] https://timesmachine.nytimes.com/timesmachine/1926/10/10/119072225.html?pageNumber=200
[3] https://timesmachine.nytimes.com/timesmachine/1926/11/07/98521091.html?pageNumber=183
[4] https://www.nybooks.com/articles/1969/03/27/gorky-from-chaliapin-to-lenin/
[5]https://web.archive.org/web/20110812223833/http://www.bn.gov.ar/descargas/publicaciones/catalogo_ceal.pdf
[6] https://elpais.com/diario/2006/04/03/opinion/1144015214_850215.html
Alba Lara Granero (El Pedernoso, 1988) es escritora y licenciada en Filología Hispánica y máster en Formación del Profesorado por la Universidad Complutense de Madrid. Es graduada del programa MFA de la Universidad de Iowa y sus ensayos han sido publicados en Iowa Literaria y otras revistas. Su Twitter: @a_laragranero
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Posted: February 14, 2023 at 10:29 pm