Ilusionistas ilusionados
David Miklos
1. El 8 de abril de 1983, la Estatua de la Libertad desapareció ante 20 turistas situados en Liberty Island, Nueva York, y millones de espectadores postrados ante sus pantallas de televisión. El acto fue llevado a cabo por David Copperfield, acaso el ilusionista más famoso de todos los tiempos junto con el escapista húngaro Harry Houdini.
Hoy, a 34 años de su hazaña y a seis décadas de su nacimiento en Meluchen, Nueva Jersey, Copperfield ofrece un espectáculo en el hotel MGM de Las Vegas, ciudad que ahora lo alberga como habitante en el vecindario de Summerlin.
2. Cuando era niño, nunca faltaba quien, al conocerme, me llamara, casi por acto reflejo, David Copperfield, pronunciando mi nombre de manera anglófona, Deivid.
Mi padre, a la fecha, es un fanático del ilusionismo, y cuando Copperfield fue a la Ciudad de México, nos llevó a toda la familia a verlo al salón de espectáculos Premier, en el Pedregal, pero recuerdo ninguno de los trucos que el mago llevó a cabo, apenas vislumbro algunas espadas y una caja sobre el escenario de mi memoria.
Muchos años después, mi padre se hizo de una pequeña réplica de la Estatua de la Libertad. Miren, nos dijo. Y colocó un cubito translúcido, aunque opaco, que cubrió la réplica diminuta de la escultura y la hizo desaparecer. Eso es lo que hizo David Copperfield, nos explicó mi padre y anotó que se trataba de un mero, aunque espectacular, asunto de difracción de la luz.
3. Aterrizar en Las Vegas es parte del espectáculo que significa viajar a dicha ciudad, levantada en medio del desierto de Nevada y rodeada por montañas rojizas escarpadas y libres de vegetación. El aeropuerto McCarran se encuentra pegado a la ciudad y, lo mismo que los hoteles que la conforman casi en su totalidad, contiene un pequeño y desperdigado casino en sí, compuesto por slot machines o máquinas tragamonedas.
El Strip, una de las avenidas que demarca el aeropuerto, al sur de la ciudad, comienza con el lujoso Mandalay, al que le sigue el Luxor, compuesto por una gran pirámide de espejo en cuyo frente hay una réplica de la Esfinge egipcia. Más adelante se encuentran el clásico Tropicana y, en su contra esquina, el New York, New York, cuyos edificios emulan el skyline de Manhattan, Estatua de la Libertad incluida. Y es allí, cruzando la calle, desde donde David Copperfield nos observa, desde las alturas del edificio del hotel y casino MGM, sede de su espectáculo más reciente.
4. Nosotros nos hospedamos en el Harrah’s, justo al centro del Strip, pasando el fundacional Flamingo (la huella de Bugsy), el imperial Caesars Palace y las fuentes masivas del Bellagio.
No se puede hablar de Las Vegas sin recurrir a un amplio crisol de adjetivos, si bien son dos los que mejor la califican: masiva, nunca de manera redundante, y vacía.
Eso es de lo primero que le digo a Bárbara cuando realizamos una primera caminata hacia el norte del Strip, después de mirar el Mirage, el Venetian y el Palazzo, cuando cruzamos la avenida hacia el Treasure Island, después de una breve escala en el Fashion Show, uno de los deslumbrantes malls céntricos de la ciudad.
Las Vegas es el relleno del vacío, le digo a Bárbara.
Y no puedo sino pensar en la América de Jean Baudrillard, una crónica a manera de road trip por el continente estadounidense, con obligada escala en la también llamada Sin City, la ciudad del pecado.
Tan vacía es Las Vegas que hay que llenarla de adjetivos, de etiquetas, de post-its calificativos, de una retahíla de lugares comunes que no hacen más que dejar en evidencia la incapacidad de definir o describir la ciudad, una paradoja en la que conviven lo genuino (su quintaesencia) y lo artificial (su evidencia).
Las Vegas es un adjetivo en sí (i.e. Paris Las Vegas), a la vez que un sólido sustantivo que se desvanece en el aire.
Abandone la esperanza todo aquel, toda aquella que quiera hacer teoría sobre Las Vegas.
5. Lo mejor de Las Vegas es efímero: el espectáculo que no permanece más que en nuestra memoria, por más souvenirs y parafernalia que compremos; los suculentos y caros platillos en restaurantes de primer orden, que pronto digerimos y apenas dejan su registro en nuestro paladar (hay que comerse, por ejemplo, un cono de salmón con hueva de ídem en el Jaleo del Cosmopolitan); el dinero que apostamos e inevitablemente perdemos.
En Las Vegas, ganar es una ilusión.
Uno apuesta 20 dólares, luego 40, finalmente 100 y, de pronto, parece recuperarlos: la máquina tragamonedas anuncia un huge win y de dos pasamos a 100 de nuevo que, ilusionados, volvemos a apostar hasta perderlos y recibir un voucher por los centavos restantes, o nada.
Aun así, permanece la ilusión: gané, huge win, en Las Vegas.
Aunque en realidad perdimos, fracasamos, pero el fracaso no existe en Las Vegas, que es todo y espectacular y vacío y redundante éxito.
En Las Vegas uno gana aunque fracase; en Las Vegas uno gana sobre todo cuando fracasa.
6. Fluye el dinero, fluye la gente y, sobre todo, fluye el licor en Las Vegas, el alcohol que, liberado de las botellas de vidrio que las contiene, se evapora y se suma a nuestro torrente sanguíneo hasta que nos olvidamos de nosotros mismos de tan nosotros mismos que somos: he comprendido Las Vegas, dice uno cuando el alcohol ha hecho su efecto, voy a apostarlo todo.
Y, sólo así, uno gana todo: al perderlo todo.
No sólo en el casino, en las máquinas tragamonedas o en las mesas de Blackjack, en la ruleta o en los dados, sino en el club nocturno (la carne, el amor) o en el centro comercial (la tarjeta de crédito a reventar): uno arriesga todo en Las Vegas.
Porque todo lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas.
Hasta que uno se va de Las Vegas.
Living Las Vegas?
Leaving Las Vegas.
7. El primer conductor es rubio y silencioso y nos lleva a nuestro destino como si quisiera deshacerse de nosotros, los únicos dos pasajeros de un Uber Pool, arrumbados en el asiento trasero de una camioneta Soul de Kia, al que no se suma nadie más. Sus placas llevan su nombre, pero soy incapaz de recordarlo. Nos deja en un mall alejado del Strip pero a un paso del Downtown, junto a un edificio derretido de Frank Gehry, la antítesis de los hoteles casino.
La segunda conductora habla lo necesario, de manera casi críptica. Antes de llevarnos a nuestro destino, poseedora de una paciencia a prueba de balas, da varias vueltas hasta encontrar al otro par de pasajeros del Uber Pool, que llegan corriendo al coche.
Primero los deja a ellos, en un edificio falsamente dorado, alejado de los demás, y con el nombre infame en su cresta: Trump.
Desde su asiento de conductora de la camioneta Lexus, negra como ella, Sharon nos dice que, pese a todo, ese es uno de los mejores hoteles, y que en realidad el Trump International Hotel es de Hilton y no tiene casino, a diferencia del resto, lo cual lo hace un hotel tranquilo.
¿Qué metáfora oculta hay en ese hecho, en esa realidad?
Como todo en Las Vegas, el hotel que lleva el nombre del presidente actual de Estados Unidos es un exceso en su aparente austeridad, en su falta de casino, como si no hubiera riesgo alguno al hospedarse allí.
El edificio, sin embargo, se impone, con su arquitectura inocua y su demasiado dorado.
Y uno quisiera que David Copperfield, allá lejos, en el MGM, lo hiciera desaparecer como alguna vez hiciera desaparecer la Estatua de la Libertad, que es lo mismo que Trump ha hecho.
8. El tercer conductor se llama Ernesto y maneja un Mercedes blanco. De reojo y hasta donde dejan ver sus lentes oscuros, parece chino. Nací en Guam, nos dice, pero crecí en San Francisco. Su origen, entonces, se devela: es filipino. Y retirado. Comencé a conducir para salirme de los casinos, nos cuenta Ernesto, que, me hace notar Bárbara, habla, viste y se mueve como Michael Jackson, guantes incluidos: otro ilusionista.
Ernesto nos deja en la bahía de la Terminal 3 del aeropuerto McCarran y nos invita a volver, a vivir en Las Vegas, que le parece mejor y mucho más accesible que San Francisco.
Cada quién su apuesta, pienso yo, abrumado por la amabilidad de nuestro tercer conductor, que es el mejor Uber que me ha tocado desde que existe Uber.
9. El avión de Aeroméxico despega.
Me asomo por la ventanilla, por encima de Bárbara, que ha cerrado los ojos.
Pero por más que intento encontrar la ciudad, Las Vegas no está más allí.
Solo el desierto.
*Imagen de Don McCullough
David Miklos es autor de La piel muerta, La hermana falsa y La gente extraña, así como de La pampa imposible, su novela más reciente. Actualmente es profesor asociado de la División de Historia del CIDE, en donde se desempeña como director de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.
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Posted: July 23, 2017 at 10:19 pm