Instrucciones de lectura
Malva Flores
Asombro es la palabra que podría definir el recuerdo de mi primera lectura de Pedro Páramo. Acababa de salir de la secundaria y no había leído prácticamente a ningún escritor mexicano fuera de los que en la escuela me proponían los libros de texto. Al menos así lo establece mi memoria. Yo era una ávida lectora de novelas francesas e inglesas. Tampoco leía poesía, salvo un libro de Walt Whitman —Hojas de hierba, en traducción de Borges— que no sé cómo llegó a mi casa, porque en mi casa no se leía poesía.
Me gustaba ese libro de Whitman porque imaginaba que me estaba hablando a mí o que estaba hablando conmigo. Whitman insistía en que sus pensamientos no eran originales: eran de todos, en todos los tiempos:
Si no son tan tuyos como míos, son nada o casi nada,
si no son el enigma y la solución del enigma, son nada,
si no son tan cercanos como lejanos, son nada.
Hoy también podría decir que, además de Hojas de hierba, mi primer contacto con la poesía fue justamente la novela de Rulfo y ya me parece escuchar la risa solapada de mis compañeros del CCH o percibir la mirada de incredulidad y hartazgo de mi profesora cuando discurrí en clase mi “teoría”: todos los personajes estaban vivos. Yo no sabía qué era la crítica literaria ni cómo hacerla. La profesora había dado explícitas instrucciones de lectura, pero no me convencieron cuando leí la novela porque la desvirtuaban, la reducían a un esquema, le quitaban el sonido profundo a las palabras. Desde entonces hasta hoy me pasa más o menos lo mismo. No me gusta que me digan cómo leer porque muchas veces la crítica literaria es una forma de “tirar línea”. Hoy sé que todo discurso es susceptible de mala interpretación, de sesgos —convenientes o no, conscientes o no, pero sesgos al fin. También sé que todo discurso es una toma de postura, o eso se dice. En ese sentido, esto que escribo también tiraría “línea”. ¿Y a quién le importa? No a Rulfo, tampoco a Whitman. Ellos no me necesitan: yo a ellos, sí. (Ahora recuerdo a una profesora que me dijo que un autor no valía nada sin sus críticos. Imaginé la desesperación de Homero, Virgilio y de Cervantes sin la mirada crítica de mi inolvidable colega).
“Es por aquí”, dice gran parte de la crítica, particularmente la crítica académica. “Mira hacia allá”: una guía Michelin, si tenemos suerte. Y eso es bueno. Las guías son útiles y a veces hermosas: permiten que nos fijemos en algo que quizá dejaríamos pasar por descuido o ignorancia. Pero cuando sus instrucciones de viaje se vuelven mandamientos, desconfío. ¿Por qué visitar una capilla y no otra? ¿Por qué seccionar el retablo y ver sólo lo que nuestro guía indica y no el retablo completo? “No se le ocurra pasear. Deténgase aquí”, dice la guía. Muchas instrucciones de lectura se parecen a las guías Michelin. Disimulada o explícitamente pretenden incidir en el autor (si está vivo) o en el lector (para crear una audiencia). A mí no me gusta ser audiencia ni aplicado turista, y aprecio las guías hasta que la guía quiere convertirse en las Tablas de Moisés. Prefiero las preguntas a las aseveraciones (aunque esto sea una aseveración).
No sólo los críticos desean imponer su ruta de lectura como la única válida. Casi todos los autores, hoy y siempre, desean que se lea lo que ellos quisieron decir. Eso no es sorpresa. He leído o escuchado interpretaciones de textos míos que me dejan pasmada y me dan ganas de decir: “No. Nunca quise decir eso. ¿Te fijaste bien?, ¿atendiste el pasaje x, el verso y?” Otras veces, las interpretaciones me permiten ver algo que no conocía de mí misma. El lector lee o busca lo que necesita encontrar y si no me gusta, no debería publicar nada. Hablo de lectores comunes, no de lectores especializados. Me interesan los primeros porque no buscan crear una audiencia sino compartir o discutir puntos de vista, visiones del mundo. Con ellos puedo conversar y de eso se trata, para mí. Es verdad que hay libros con instrucciones explícitas: La tierra baldía, por ejemplo. O Rayuela. Las notas de Eliot me sirvieron para ver cosas que no había comprendido, pero no las recuerdo: prefiero siempre el poema a su explicación. En Rayuela las seguí con molestia y no me gustó el resultado. Muchos de los capítulos prescindibles me siguen pareciendo prescindibles. El “salta, salta”, del juego de la rayuela me fastidió bastante, pero recuerdo casi fotográficamente la muerte de Rocamadur.
Y sí, ahora ya sé y comprendo mi error de interpretación en Pedro Páramo (aunque aún podría argumentar que la poesía no son sólo versos, sino una forma de mirar). Pedro, Susana, Miguel, Dolores y Juan están muertos. Para mí siguen vivos, por sus palabras.
Malva Flores es poeta y ensayista. Sus libros más recientes son La culpa es por cantar. Apuntes sobre poesía y poetas de hoy (Ensayo; Literal Publishing/ Conaculta, 2014) y Galápagos (Poesía; Era, 2016). Es columnista de Literal. Twitter: @malvafg
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Posted: July 26, 2016 at 10:30 pm