INVERTIDOS
Héctor Toledano
Así es la pantomima inglesa, nos explicaron, un asunto carnavalesco. Todos los papeles se asignaban al revés: los de hombres a mujeres y los de mujeres a hombres. La única mujer que hacía de mujer era Cenicienta. La madrastra era un hombre, el príncipe era mujer. Julio y yo éramos las hermanastras y nos robábamos la función. El teatro se llenaban como nunca y a lo que venía la gente era a vernos afectar nuestra voz tipluda y contonearnos por el escenario y alegar en un tono esperpéntico cuál de las dos era la más bonita, cuál tenía los bucles más sedosos, qué nuevas canalladas debíamos urdir para seguir propiciando la ruina de nuestra insufrible hermanastra moscamuerta.
Los montajes perseguían un propósito más didáctico que teatral. Se trataba de que los actores practicáramos nuestro inglés y de que los espectadores tuvieran un pretexto entretenido para escucharlo. Los libretos eran elementales, los movimientos escénicos mínimos, no se requería mayor talento para participar en las obras que asistir a los ensayos y aprenderte tus líneas. Lo cual no impedía que nos lo tomáramos muy en serio y que el resultado fuera por lo común cuando menos decoroso. En algunas ocasiones, como ésta, llegaba a ser incluso modestamente espectacular.
Habitábamos una realidad sin celulares, sin computadoras, sin fibra óptica, que se preparaba sin embargo para su arribo inminente, para todo ese rutilante mundo de modernidad que nadie sabía por entero en qué podría consistir pero que todos sabíamos que estaba por llegar y que sería en inglés. Cuando menos lo sabían mis padres, una de las pocas cosas en las que siempre estuvieron de acuerdo sin discusiones. Lo cual condujo a que yo tuviera que sacrificar, desde que tengo memoria hasta el filo de la vida adulta, dos o tres tardes de cada semana para asistir a mis clases en el Anglo de Guadalajara. Mientras que el común de las personas de mi edad dedicaba esas mismas tardes a vagar, a jugar futbol, a ver la poca tele que se transmitía, a cumplir con sus obligaciones familiares y a flotar sobre la vida.
El inglés se fue sumando de ese modo a las otras peculiaridades de mi arreglo familiar (unas evidentes, otras encubiertas) que nos distinguían del grueso de la gente entre la que vivíamos insertos, contribuyó de alguna forma, en la acepción más literal del término, a enajenarme. Aprender inglés (y al cabo de algunos años entenderlo lo suficiente) hizo más grande la brecha que me separaba del talante existencial promedio de mi entorno, talante que seguía gravitando mayormente alrededor de los meteoros gemelos del catolicismo providencialista y el futbol. En buena parte, sin duda, porque conocer el idioma imperial me volvió más permeable al torrente de productos culturales extranjeros con que se nos bombardeaba sin descanso desde aquel entonces, a sus valores, disciplinas, espejismos y quimeras, que empecé a asimilar como propios y a suponer asequibles. Lo cual no sé si fue un derivado imprevisto del plan original o parte de su esencia desde un principio.
Dicha situación me acercaba de manera natural a quienes la compartían de algún modo, al segmento más o menos marginal que tampoco estaba seguro de encajar del todo. Parte del cual, compelida tal vez por similares fantasías de fuga, recalaba también en el Anglo. Entre ellos, destacadamente, un sector de clase media del aún muy clandestino contingente homosexual.
Yo sabía que en el Anglo había gays (el término apenas comenzaba a usarse, lo común era llamarlos jotos) porque los gays del Anglo (extranjeros casi todos) lo eran de una forma mucho más flagrante de lo que se acostumbraba entonces. Había convivido con ellos desde que era niño, así que tendía a ubicarlos en un plano similar al de otras excentricidades que sólo afloraban ahí, como los maestros y maestras jóvenes que acababan de llegar de Londres, vivían en uniones libres, se bañaban poco, nunca lavaban su ropa y eran lo más parecido que hubiéramos visto jamás in the flesh a las estrellas de rock cuyas imágenes estrambóticas anunciaban la llegada de un mundo hasta entonces inconcebible. Lo que tardé más tiempo en dilucidar (Julio me lo hizo ver) era que el clima de tolerancia que se respiraba en el Anglo nos se respiraba casi en ninguna otra parte, lo que había ido convirtiendo al instituto en uno de los principales nódulos de actividad homosexual de la ciudad. Para muchos habituales de sus aulas, aprender otro idioma bien podía ser apenas un propósito secundario.
De modo que en aquel contexto, en el que la rigidez era la norma, el Anglo hacía las veces de un pequeño enclave de la vanguardia, cuando menos de una mínima isla de relajación. Y lo hacía de una manera ambigua y solapada, tal vez la única posible en una ciudad empecinada por principio en seguir siendo provincia, como si seguirlo siendo fuera la mayor virtud identitaria a la que se pudiera aspirar. Porque también era indudable que el Anglo, en su cara más visible, seguía representando ante todo un reducto emblemático del establishment, otro más de los sutiles marcadores con los que una sociedad obsesionada con las jerarquías se las ingeniaba para distinguir una multitud de subclases dentro de sus mismas clases.
Para nadie era tan claro ese carácter ambivalente de la realidad del Anglo como para los miembros de su grupo de teatro, pues el auditorio en donde nos reuníamos ocupaba el sótano del edificio, era en el sentido más lato un espacio underground. Mientras que a nivel de superficie la selecta floración de la juventud nativa se ocupaba en pulir sus resplandores para consumar el matrimonio dinástico o heredar la fábrica de la familia, a unos metros por debajo de sus pies nosotros nos entregábamos a actividades tan poco consonantes con el espíritu totémico de la polis como montar obras de teatro, compartir lecturas, profesar cualquier variante de sensibilidad artística, discutir sobre drogas, consumirlas, hablar abiertamente de sexo y hasta admitir que éste podía orientarse por distintos rumbos, aunque fuera dudoso que lo practicáramos con mayor asiduidad o ligereza que el resto de la población.
El que sí parecía practicarlo era Julio. Yo me contentaba con especular al respecto, paralizado aún en mayor medida por una multitud de impulsos y temores que operaban en sentidos opuestos. Estaba por cumplir la mayoría de edad y mi única aventura erótica hasta ese punto había sido una relación más bien tortuosa con una maestra del instituto diez años mayor que yo. Relación en la que el amor había figurado muy poco y que nunca se llegó a consumar. Julio me llevaba siete años y el tiempo en el que nos tratamos coincidió con su tránsito de un estado de cierta ambigüedad residual (le llegué a conocer una novia o prospecto de novia) a la plena aceptación de sus inclinaciones, que comenzó a satisfacer con mayor soltura. Una tarde me estuvo contando durante horas, con entusiasmo de colegiala, sobre el tipo del que se estaba enamorando en ese momento, otro alumno del Anglo, a quien me costó mucho trabajo empatar con los términos superlativos que empleó para describírmelo cuando lo conocí por fin.
La liberación sexual pareció coincidir o propiciar en Julio la liberación creativa. Empezó a dibujar, a escribir, a sacarle tonadas a esa melódica incongruente que tanto llegaría a figurar en su celebridad futura. Lo que le naciera hacer simplemente lo hacía, mientras que yo sólo encontraba obstáculos, motivos para postergar la acción, señales de que aún no llegaba el momento, indicios de que acaso no llegaría nunca. Aunque nos hermanaba lo abstracto, nos separaba de manera tajante casi todo lo concreto. Si había que ser como él para cumplir tus sueños, todo parecía indicar que yo jamás iba a cumplir los míos. Tales diferencias se disipaban cuando estábamos sobre el escenario, disfrazados de mujeres odiosas para hacer reír a la gente. Ese leve desliz de las convenciones, inocente en apariencia, producía una alteración radical en el ánimo colectivo, corroía con su disposición al ridículo la sacralidad de todos esos moldes ideales que tanto nos constreñían en nuestra realidad habitual.
Aquella temporada de Cenicienta marcó el punto culminante de nuestra breve amistad. Unos meses más tarde Julio terminó de escribir una obra de teatro que se llamaba Mamá, soy Edipo, ya no haré travesuras y me propuso para el papel principal. El montaje estuvo a cargo de una compañía diferente, una compañía marcadamente gay con la que nunca pude congeniar. Mi audición fue un desastre, frente un director displicente que se mostró todo el tiempo altanero y hostil. Tenía que recitar el monólogo de la primera escena, en el que Edipo especula sobre los bemoles de la existencia mientras se saca un moco. Nunca me gustó la escena y la leí sin convicción. El papel terminó por quedar en manos de otro compañero del Anglo, un amigo que para mi gusto no era buen actor, pero cuyo feliz transcurso por la adolescencia había dejado convertido en un efebo. Y que parecía inclinado a decantarse (si no lo había hecho ya), por la clase de intereses eróticos que caracterizaban al nuevo grupo. Eso fue cuando menos lo que quise pensar en aquel momento, dolido como estaba por el rechazo, presto a sentirme la víctima de una tenebrosa conjura gay.
Julio se mostró mortificado, admitió que me habían tratado mal y quiso hacerme parte del proyecto de cualquier manera, todo lo cual interpreté y sigo interpretando como una expresión de afecto. Para mí, sin embargo, el fracaso actoral se sumaba a otros extrañamientos y desencuentros con la realidad que me rodeaba y ayudó a terminar de convencerme de que debía irme de ahí. Casi nada me gustaba de mi vida y proyectaba mi descontento sobre la ciudad entera, sobre lo que para mí era su ignorancia, su atavismo y su brutalidad.
El hecho fue que Julio consiguió montar su obra (en el teatro del Anglo, por supuesto) y yo terminé por dejar la ciudad en la que nunca volvería a vivir. Y a pesar de que la obra era un tanto inconexa y el montaje más bien pobre logró causar cierto impacto en el ambiente local, lo cual puso a Julio en la ruta de nuevas posibilidades expresivas.
Comenzaba a gestarse un movimiento nunca antes visto en la historia de Guadalajara, un movimiento caracterizado por la irreverencia, mucho más memorable por su furia virulenta contra todo tipo de autoridad que por la calidad de la mayoría de sus iniciativas. Una ciudad con fama de mojigata, en su acepción más precisa de hipócrita, se sumió durante un tiempo en una fiebre de libertinaje y de desfachatez, en donde lo novedoso no era tanto el libertinaje cuanto la desfachatez. La cultura pareció infectarse de una patología sediciosa, larvada acaso por su propia legendaria cerrazón, que se mostraba decidida a ventilar por la vía de un humor salvaje todo lo que hasta entonces había permanecido oculto bajo el pudibundo manto del decoro. A su escala un tanto pueblerina, el asunto replicaba de alguna forma la movida madrileña y al igual que la movida madrileña una de sus banderas más visibles fue el destape homosexual. Ser joto dejó de ser por un tiempo lo peor que le podía pasar a cualquiera y se volvió en ciertos ambientes algo más o menos chic. Sobre todo porque denotaba como ninguna otra cosa la disposición al exceso que parecía ser el motor de toda aquella efervescencia en su conjunto.
Julio tuvo un papel central en estos sucesos y encarnó como nadie el variado abanico de sus expresiones. Fundó con otros moneros y disidentes surtidos las revistas El Galimatías y La Croqueta (humor perro), donde escribía una columna abiertamente homosexual, que relataba las supuestas aventuras de un Don Juan sodomita: Gay Lussac. El terror de los bugas proclives. También montó exposiciones, publicó poemas, condujo programas de radio y produjo la obra a la que ya se aludió (parece que escribió alguna otra). Todos ellos principios prometedores en una ciudad que muy rara vez ha dado para nada que no sean principios prometedores.
Yo viví estos eventos a la distancia, tan deseoso de formar parte de ellos como entendido de que no tenía nada concreto con lo que me pudiera sumar. La última vez que vi a Julio fue en el verano del 85, en una fiesta en la Galería Magritte, sede informal y simbólica de aquel conglomerado de inquietudes. Ya era una figura destacada en el firmamento local, todavía no la leyenda en la que llegaría a convertirse. Lo recuerdo desbordado, cariñoso, corrosivo, vital, dueño de un carisma de amplio espectro que nos impactaba a todos: el terror de los bugas proclives. Tenía la cabeza llena de sueños en un tiempo en el que todo parecía posible. Fue hacia el final de ese año cuando le diagnosticaron sida. También tembló en la Ciudad de México y nada volvió a ser nunca como había sido hasta entonces.
La posteridad ha sido más generosa con Julio de lo que fue la vida. Ya sabía que estaba enfermo cuando grabó el disco que cimentaría su fama: No me hallo, con el grupo que se formó en torno a su genio, El Personal. Saberlo tiene que haber marcado su elaboración y saber que lo sabía ensancha sus implicaciones a la hora de escucharlo. El puñado de canciones que contiene capturaron con un tino inigualable el espíritu de aquella época y con el tiempo se volvieron un objeto de culto. Son el fruto de un artista en la plenitud de sus dones, muy distante del aprendiz tentativo al que me tocó conocer. Después de andar buscando en multitud de lugares, Julio acabó por encontrar su medio. Y logró lo que cualquier artista anhela: componer una obra inspirada, resuelta, con impacto inmediato y prestigio duradero. Una obra que tiró paredes, dejó entrar el aire e hizo más amplio el futuro. Cosa que en su caso no fue suficiente para revertir la magnitud siniestra de las circunstancias. Su breve recorrido por la fama (relativa) transcurrió bajo la sombra de una condena a muerte.
El espectro de la muerte ensombreció de igual forma buena parte de esa vida amorosa que empezaba a despuntar cuando lo conocí. Volvió por entero funesta lo que hubiera sido en el mejor de los casos una transición difícil. Ser pionero en la apertura de una sexualidad proscrita no es lo mismo que heredar sus frutos. Lo que pueda haber tenido de trepidante lo tuvo también de tortuoso. Nadie había vivido esa vida, nadie tenía del todo claro cómo se debía de vivir. Si algunos parecían perdidos era porque lo estaban. Visto sin exaltaciones insurreccionales, a Julio y a quienes corrieron su suerte les tocó pagar con la vida un brote repentino de libertad que en contadas ocasiones rebasó realmente las fronteras de su ghetto y por el que muchos transitaron de una manera sufrida y caótica, en ocasiones incluso abusiva y sórdida, pues en ese río revuelto también pescaba gente de la peor calaña. Me parece muy justo que ahora se le tenga por un héroe contracultural, ¿pero eso de qué le puede servir a un muerto? A quienes les sirve en todo caso es a quienes mantienen su culto: siempre habrá de ser más provechoso colgarse de la fama del sacrificado que ser el sacrificado. Heme aquí, sin ir más lejos, evocando estos recuerdos para componer mi relato. Relato que sería mucho más pobre si no tuviera en su centro una figura trágica.
Como nuestra Cenicienta, muchas cosas en aquel entonces parecían un juego. Dejaron de parecerlo cuando la gente comenzó a enfermarse y a descomponerse frente a nuestros ojos. Las comedias se vuelven tragedias cuando empiezan a caer los muertos sobre el escenario. Lo cual está para recordarnos que todos somos esclavos de nuestro destino. Y que éste rara vez reúne en un hilo de su rueca la felicidad con la gloria. Claro que a Julio nadie le pidió que escogiera. Como nadie le preguntó si quería que le gustara la gente que estaba prohibido que le gustara. Y que luego se volvió mortal que le gustara. Justo la víspera de que dejara de estar (tan) prohibido y de ser (tan) mortal.
No creo que Julio haya orientado sus actos por alguna idea de futuro. Pienso que hizo lo que hizo con la misma vaga inconsciencia con la que actuamos todos: movido por sus impulsos, guiado por sus intuiciones, montado sobre lo que le salía mejor. Y que la vida le resultó como le resultó sin que en ello figurara en lo absoluto lo que nadie considere que debía haberle tocado. Porque lo único indiscutible es que a Julio lo quemaron en un horno hace poco más de un cuarto de siglo, al final de una agonía interminable, solitaria, dolorosa y triste, mientras que yo estoy en esta casa en la que no falta nada, donde duermo con una persona a la que puedo querer sin que nadie se meta conmigo, sentado frente a mi escritorio, rodeado de libros, tratando de ponerle punto final a esta historia.
Héctor Toledano es escritor, editor y traductor. Ha publicado las novelas Las puertas del reino y La casa de K. También ha colaborado con artículos, entrevistas, reseñas, traducciones, crónicas y cuentos en diversos suplementos y revistas como Vuelta, La Jornada Semanal, Letras Libres, Literal, Este País e Istor. Vive y trabaja en la Ciudad de México.
Posted: April 15, 2019 at 9:28 pm