La construcción del muro, una historia local
Mark Binelli
Nogales, Arizona, es una ciudad gris fronteriza que se localiza a una hora de Tucson. La ruta más directa, a través de la autopista (la Interstate 19), atraviesa un espectacular desierto: plantas de cactus de ocotillo de largas ramas que parecen estar creciendo bajo el agua, yuca oscura y los picos de la Cordillera Tumacácori hacia el oeste. La autopista I-19 también tiene un capricho numérico divertido que no noté inmediatamente: las distancias en las señales de la carretera se escriben en kilómetros en lugar de millas. Es el único tramo continuo de la interestatal de Estados Unidos que aparece de esta manera, un vestigio de la administración Carter que parece increíble ahora, un programa piloto de sistema métrico también destinado a facilitar el tránsito a los mexicanos que cruzan la frontera de Nogales; es una suerte de bienvenida del gobierno para los turistas y excursionistas.
Tres décadas y media después de que Jimmy Carter dejara la presidencia, los turistas que llegan de México apoyan básicamente la economía local en Nogales, visitando las grandes tiendas en las afueras de la ciudad y las tiendas cuyos dueños son familias pequeñas y se localizan en el centro de la ciudad. Muchos de estos últimos cuelgan letreros pintados a mano con las leyendas: “Srta. Divina”, “La Cinderela”, o “Coquette’s School Uniforms”. También hay tiendas que venden neumáticos, botas de cowboy, instrumentos musicales, o únicamente agua destilada. Hay un notario público cuyo letrero ofrece ayuda para llenar formularios de inmigración, hacer traducciones, realizar pagos de impuestos sobre la renta, y una tienda de segunda mano donde la mercancía se apila simplemente por todo el piso en montículos caóticos. La última vez que fui a una tienda de audio profesional, a pocas puertas de allí, se escuchaba el radio a todo volumen donde se oían conversaciones de habla hispana a través de los altavoces enormes.
Había venido a informarme sobre el tiroteo fatal de un muchacho mexicano de dieciséis años desarmado en Nogales, Sonora, por un agente de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos. El agente había estado de pie en el suelo de Arizona y disparó a través de la cerca de la frontera, que corre a lo largo del borde de la ciudad y hacia el desierto: barras de acero con listones y óxido rellenas de concreto presurizado; su altura varía entre dieciocho y treinta pies, A lo largo de la parte superior la rematan placas anti-escalada. La Patrulla Fronteriza afirmó que el niño había estado lanzando piedras.
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Una noche Luis Parra, un abogado contratado por la familia del muchacho, me llevó a México y me mostró el lugar donde el niño había muerto. Parra era un aficionado a la historia. Tenía caballos, me dijo, y uno de ellos, un bereber español, era quinta generación y podía remontarse en su historia a un caballo que fue propiedad de su tatarabuelo. Había nacido en Arizona cuando todavía estaba dominada por España. Cuando nos quedamos en la frontera, Parra preguntó: “¿Sabías que la cerca original que pusieron aquí fue por otro tiroteo transfronterizo?”
Yo no lo sabía, pero Parra tenía razón. El tiroteo había tenido lugar casi un siglo antes. En ese momento, la Avenida Internacional y la calle Internacional, las calles que hoy se extienden a ambos lados de la valla fronteriza, eran una única vía sin pavimentar, con guardias estacionados en ambos países pero sin valla de ningún tipo. “La ausencia de una barrera física estimuló la estrecha relación entre las dos ciudades para que, como muchos otros pueblos fronterizos de la época, fueran en realidad una comunidad binacional”, escribió el historiador Carlos Francisco Parra. Durante años, de hecho, los habitantes se refirieron a la región como una entidad singular: Ambos Nogales, “Both Nogales”.
La tensión, sin embargo, había aumentado gracias a una serie de escaramuzas transfronterizas entre el ejército rebelde de Pancho Villa y el ejército estadounidense. Al mismo tiempo, el inicio de la Primera Guerra Mundial había dado lugar a un marcado aumento de pasaportes y la intención de poner aduanas por parte de los estadounidenses. Dentro de este contexto, el 27 de agosto de 1918, un carpintero llamado Zeferino Gil Lamadrid regresaba a México de un trabajo en Arizona cuando un agente aduanal estadounidense, al notar un voluminoso paquete bajo el brazo de Gil Lamadrid, le pidió que se detuviera.
Pero Gil Lamadrid ya había alcanzado suelo mexicano y un funcionario aduanal mexicano contradijo la orden del agente estadounidense, dándole instrucciones para que se quedara. El carpintero se quedó paralizado y sonó un disparo. No está claro quién disparó primero, pero cuando Gil Lamadrid cayó al suelo los mexicanos pensaron que había sido golpeado y uno de ellos disparó contra un soldado estadounidense en la cara. El contra ataque mató a dos agentes mexicanos. “Los disparos se generalizaron”, escribió el diario The Border Vidette de Nogales, Arizona. Los soldados estadounidenses se enfrentaron a “los mexicanos que disparaban desde puertas, ventanas, techos de casas y detrás de edificios” –primeros civiles que habían agarrado armas– en un tiroteo en la calle International que duró horas y se conoció como la Batalla de Ambos Nogales.
Cuando Félix B. Peñaloza, el alcalde de Nogales, Sonora, salió del Ayuntamiento ondeando un paño blanco atado a la punta de su bastón fue fusilado y asesinado por las tropas estadounidenses. No mucho después, los estadounidenses obligaron a los mexicanos a rendirse. Hubo bajas en ambos bandos, al menos diecisiete mexicanos y siete estadounidenses muertos, y ninguna de las partes se sintió injustificada al tomar las armas. Una balada que todavía se canta en la región hoy, “El Corrido de Nogales”, detalla el heroísmo en el lado sonorense de la frontera: “Bravos nogalianos / Hicieron su deber / Lucharon contra los gringos / Hasta la muerte o la victoria”. El informe del New York Times, presentado días después de la batalla, reprendió a los “mexicanos que abrieron hostilidades” y afirmó sombríamente que “el conspirador podría estar al acecho”, antes de concluir con un extraño y pasivo encogimiento de hombros: Ciudades fronterizas “bajo dos banderas, como Nogales, y hasta que el orden civil sea totalmente restaurado en México, las colisiones entre las razas serán inevitables, y por eso no se han tomado demasiado en serio”.
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Los dos gobiernos acordaron construir una cerca fronteriza de dos millas a lo largo del centro de International Street, la primera de su tipo en la zona. Seis años después, la Patrulla Fronteriza estadounidense fue creada tras ponerse en función la xenofóbica Ley de Inmigración de 1924, que limitó considerablemente el número de inmigrantes del sur y del este de Europa, afectando especialmente a italianos y judíos, y prohibió totalmente la inmigración de ciertas partes de Asia. Pero la ley no impuso ninguna cuota sobre la inmigración de América Latina. En los primeros días los agentes patrullaban la frontera a caballo – sobre todo la frontera canadiense, hasta 1954, cuando una deportación masiva de inmigrantes mexicanos indocumentados llamada Operation Wetback comenzó a cambiar su foco de atención hacia el sur. (La promesa de la campaña de Donald Trump de deportar a millones de inmigrantes indocumentados ha hecho comparaciones desfavorables con la Operación Wetback).
Nogales, Sonora, por su parte, se convirtió en un lugar popular para los turistas estadounidenses: residentes de Tucson, militares estacionados en el sur de Arizona y actores de Hollywood que filmaban westerns en el desierto, viajaban hacia el sur para irse de compras, atender cenas y corridas de toros. Un artículo de 1941 en Harper‘s descartó a Nogales, Arizona, como “en ningún sentido atractivo”, señalando que “al otro lado está Nogales, Sonora, donde los turistas pueden comprar perfumes franceses, tomar un sorbo de tequila y hacerse ver en el famoso Café Caverna”. Este último restaurante, ubicado en una cueva de paredes rocosas –una antigua cárcel que parece haber ocupado Gerónimo durante las Guerras Indígenas– permaneció siendo un lugar de moda durante décadas. En 1965 un escritor para el New York Times escribió sobre la famosa sopa del club, “un rico, oscuro, carnoso caldo hecho con tortuga fresca de Guaymas”.
Bien entrados en los años 80, la seguridad de la frontera en Nogales siguió siendo nominal. Varios antiguos residentes que conocí recordaban la valla de la frontera de la cadena que atravesaba la ciudad, fácilmente se deslizaba por debajo si había una larga fila en la cabina de aduanas. “Antes de 1995, había brechas por toda la valla”, confirmó Tony Estrada, el sheriff del condado de Santa Cruz, que incluye a Nogales. “La gente se acercaba y los mercaderes no se preocupaban porque algunos hicieran compras, y luego retrocedían por la vía legal”.
Según el censo de 2010, el condado de Santa Cruz es 82 por ciento hispano, y los nativos como Estrada, que nació en Nogales, Sonora, perpetúan la conexión histórica entre los dos lados de la frontera. El padre de Estrada, un carpintero que trabajaba en los Estados Unidos, recibió una carta de patrocinio de su empleador y pudo inmigrar a Arizona con su esposa y cuatro hijos. Estrada tenía dieciséis meses. Se incorporó al departamento de policía de Nogales como oficial de patrulla en 1966; fue elegido sheriff en 1992 y actualmente está cumpliendo su sexto mandato. “Los mayores problemas que hubiéramos tenido en aquel entonces eran los delitos contra la propiedad: robo, hurto en tiendas, cosas así”, dijo Estrada. “Ninguno de ellos fueron incidentes armados. Siempre ha sido una comunidad muy pacífica.”
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A lo largo de toda la campaña presidencial del 2016, Clinton se posicionó en el otro extremo de los llamamientos racistas de Trump, abogando por la reforma migratoria integral y las iniciativas del Dream Act. Y sin embargo, seguía siendo un hecho incómodo que la actual militarización de la frontera comenzara durante la presidencia de su marido. En 1994, en respuesta a la creciente presión política para acabar con la inmigración ilegal, Bill Clinton lanzó una iniciativa llamada Operation Gatekeeper, que aumentó notablemente la presencia de la Patrulla Fronteriza en la región de San Diego-Tijuana, donde se llevaban a cabo la mayoría de los cruces indocumentados. El plan funcionó, la migración retrocedió en las zonas de paso popular, pero se desplazó a otras partes de la frontera.
En octubre de 1994, el sector de Tucson había reportado 140.000 aprehensiones, un incremento del 50 por ciento con respecto al año fiscal anterior. Así, en Nogales, la administración Clinton introdujo una iniciativa complementaria, la Operación Salvaguardia, en 1995, aumentando el número de agentes locales de la Patrulla Fronteriza y proveyendo fondos adicionales para helicópteros nuevos, cámaras y varios kilómetros más de valla fronteriza. En ese momento, la “cerca” se construyó a partir de una serie de mallas metálicas que se soldaron entre sí.
Al alcalde de Nogales, Arizona, José Canchola, no le importó el nuevo plan, quejándose con el Tucson Citizen de que la mayoría de los que cruzaban de forma ilegal simplemente estaban de compras. Pero cuando la Comisionada del Servicio de Inmigración y Naturalización Doris Meissner convocó a una conferencia de prensa en el área durante el lanzamiento de la Operación Salvaguardia, ella afirmó: “Lo que tenemos que hacer aquí es ganar control sobre un área de cuatro a ocho millas y tomar ventaja de las montañas y el desierto que se vuelven útiles para nosotros. La situación allí se torna extremadamente inhóspita. Si se toma toda la frontera suroeste, la frontera íntegra entre México y Estados Unidos, realmente hay relativamente pocas áreas que puedan ser cruzadas “.
Pero la inmigración ilegal siguió aumentando, en parte gracias a otra política de Clinton, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, que causó estragos en los medios de subsistencia de los pequeños agricultores de todo México cuando el maíz estadounidense, fuertemente subsidiado por el gobierno, comenzó a fluir a través de la frontera. Al final, la creencia de Meissner de que la extrema inhospitalidad del desierto formaría un impedimento natural contra la migración ilegal resultó ser muy ingenua. “Empezamos a ver gente saliendo hacia los cañones, caminando por terrenos muy accidentados, terrenos muy remotos”, me dijo el alguacil Estrada. Desde que la Patrulla Fronteriza empezó a llevar sus propias estadísticas en 1998, se encontraron más inmigrantes indocumentados muertos en el Desierto Sonorense de Arizona que en cualquier otra región de la frontera sur de los Estados Unidos (2.701 cuerpos fueron descubiertos entre 1998 y 2013).
“Lo que subestimaron fue la desesperación de las personas que cruzaban”, me dijo en 2014 Juanita Molina, directora ejecutiva de Humane Borders, un grupo dedicado al mantenimiento de las estaciones de agua de emergencia en zonas remotas de ambos lados de la frontera. Molina también trabaja con la oficina del médico forense local para hacer un mapa de las muertes de los migrantes. “Lo que hemos encontrado, más de doce años de llevar estos registros es que la gente solo se está muriendo más lejos de las ciudades y las carreteras”, dijo.
Una mañana tomé un paseo en el desierto con un voluntario del Humane Borders llamado Joel Smith. Un originario de Tucson y ex-marino. Smith tenía cabello rizado que le llegaba hasta el hombro y llevaba una camisa hawaiana. Después de dejar el servicio, Smith pasó años trabajando en una fábrica de cintas magnéticas, hasta que la oficina corporativa en Oakdale, Minnesota, decidió enviar la planta a Juárez en 2009. En ese tiempo, comenzó a trabajar con los de Humane Borders.
Mientras conducíamos hacia el sur en su camioneta pick-up blanca, Smith me dijo que había sido sorprendido por la mezquindad del debate de inmigración en su propio estado natal. Los tanques de agua de Humane Borders habían sido vandalizados, y a veces la gente era grosera cuando veían el logotipo en su camión. “De alguna manera, no querer que la gente muriera en el desierto se convirtió en un fútbol político”, dijo.
Al final nos desviamos de la carretera principal y nos dirigimos al desierto parando en un aislado tramo de cerca de la frontera. El terreno era rocoso y seco. Smith señaló varias huellas de manos en los postes de la cerca y sacudió la cabeza tristemente.
Al cabo de unos instantes, una nube de polvo apareció en un lejano camino. “La Patrulla Fronteriza”, predijo Smith. Efectivamente, pronto apareció un camión blanco y verde de la Patrulla Fronteriza. El agente resultó ser latino; Su nombre lo identificó como el oficial Sánchez. Él nos echó una mirada sospechosa (éramos dos personas blancas) y preguntó si habíamos tenido contacto con cualquier persona en el otro lado de la cerca. Dijimos que no. Frunció el ceño y nos advirtió que tuviéramos cuidado de una manera que sonó más amenazante que útil. Luego subió a su camioneta y retrocedió lentamente por la carretera, estacionándose a poca distancia, donde permaneció, observando, hasta que estuvimos listos para partir.
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Desde la aprobación del Tratado de Libre Comercio, que Trump ridiculizó durante su campaña como “el peor acuerdo comercial jamás visto”, la población de Nogales, Arizona, se ha mantenido relativamente sin cambios. Pero la población de Nogales, Sonora, al menos se ha triplicado a 250.000, según cifras oficiales del censo, aunque otras estimaciones sitúan el número en cerca de cuatrocientos mil habitantes. La mayor parte de este crecimiento se debe al aumento de las maquiladoras, los cientos de fábricas de propiedad extranjera construidas en Nogales y alrededores, después del TLC, para explotar la mano de obra barata de México. La única preocupación industrial de aspecto comparable en el lado de Arizona son una serie de almacenes para productos de invierno transportados en camión desde México (El 60% de los productos cosechados en invierno consumidos en Canadá y Estados Unidos pasan por aquí, según el consulado estadounidense).
Después del 11 de septiembre, la militarización de la frontera entró en una fase completamente nueva. La versión actual de la valla fronteriza, basada en un diseño israelí, cuesta aproximadamente $4.14 millones por milla. La violencia del cartel comenzó a golpear Nogales, Sonora, alrededor de 2007, implicando al jefe de drogas Joaquín “El Chapo” Guzmán y su rival Arturo Beltrán Leyva. La tasa de homicidios alcanzó su máximo en 2010, con 226 muertos (aunque ninguna cifra ha sido tan grave como las de Juárez). El número de asesinatos aumentó a más de tres mil ese mismo año y fue lo suficientemente malo como para asustar a los turistas.
Hoy la manera más fácil de evitar las largas líneas en la frontera es cruzar a pie. En la entrada peatonal principal en el centro de Nogales, Arizona, simplemente se pasa a través de un torniquete de metal de altura completa y se camina por un pasillo donde se registran las bolsas que se traen consigo. Se atraviesa esta zona y ya se está en México.
En Plaza Pesquiera, un centro comercial que se ubica justo después de la entrada, ahora atiende principalmente a los turistas que llegan con el propósito de comprar medicinas. Hay farmacias con signos gigantes de Viagra en la ventana, y un montón de dentistas —Smile Dentist, Dental Bliss, Border Dental— con carteles mostrando a niños angloamericanos sonrientes y mostrando sus nuevos aparatos bucales. Algunas otras tiendas ofrecen curiosidades, arte popular y puros cubanos. Una tarde, paseando por la avenida principal, vi a un mariachi caminando hacia un concierto con una guitarra colgando de su espalda y un carro vendiendo hot dogs estilo Sonora (salchichas calientes envueltas en tocino).
Las maquiladoras empiezan a aparecer unos veinte minutos camino al sur, una serie de edificios de fábricas y parques industriales anónimos, muchos con nombres crípticos como Molex (que, al parecer, es propiedad de Koch Industries y donde fabrican varios tipos de conectores electrónicos) y Amphenol Optimize (con sede en Wallingford, Connecticut, con una línea de productos que va desde bolsas de aire hasta tarjetas de circuitos). Algunos de los trabajadores viven en nuevas urbanizaciones de bajos ingresos, unidades de bloques apiladas en filas interminables y uniformes como Legos beige. Otros, en vastos barrios de ocupantes, donde los caminos de tierra pasan por callejuelas animadas (donde se pueden comprar partes de teléfonos celulares o ropa usada o arreglar computadoras portátiles) y laderas cubiertas de cabañas hechas de cartón ondulado, paletas de madera, cartón y neumáticos Estos últimos se amontonaban como ladrillos para hacer paredes, luego se llenaban de tierra, doblando como si fueran plantadores). Hay también un desarrollo cerrado que abastece a los profesionales de mayor ingreso, con una arquitectura más peculiar, más interesante que los suburbios y calles comparables de los Estados Unidos que llevan el nombre de las capitales europeas (París, Amsterdam, Londres). Los bulevares comerciales cercanos están, en su mayoría, ocupados por tiendas y restaurantes locales, aunque hay algunas cadenas estadounidenses, incluyendo un Home Depot y un Sam’s Club.
En el restaurante del Hotel Fray Marcos, en la avenida principal del centro, conocí a Alma Cota de Yáñez, directora ejecutiva de la Fundación del Empresario Sonorense, o FESAC, un grupo comunitario local. Cota de Yáñez se mudó a Nogales con su familia hace quince años, cuando su esposo tomó un trabajo para dirigir una de las maquiladoras. En un recorrido por la ciudad, destacó sus atributos positivos: las ocho universidades, los innumerables negocios familiares que se han abierto para servir a los trabajadores de las maquiladoras. El crimen también ha disminuido, dijo. Cota de Yáñez procedía de una familia de clase media alta y había pasado un tiempo en Estados Unidos. Su padre, un biólogo, asistió a la Universidad de Nebraska, donde desarrolló una nueva mutación de maíz. Para ella ambos Nogales podría ser categorizado sin mucho alboroto. ¿Quieres decir la ciudad fantasma? –preguntó ella. ¿Y los vivos?
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La primera vez que vi de cerca la valla de la frontera sur, iba de paseo, junto con un agente de la Patrulla Fronteriza llamado Peter Bidegain. Estábamos en Nogales. Bidegain había crecido en la zona y solía visitarla regularmente cuando era un niño en los años ochenta, mucho antes de que construyeran la versión actual de la valla.
Teníamos una vista despejada desde una mesa fuera de un centro de McDonald’s, donde nos habíamos parado para tomar un café. Todos los demás clientes habían sido latinos, y me sentí preocupado por mi asociación con la migra. Si Bidegain pudo observar que alguna de las miradas cautelosas se dirigían hacia él, no se notó en su rostro. Pero una vez afuera, suspiró aliviado. Más allá de la cerca, las colinas de Nogales, Sonora, densas con casas modestas y coloridas, se extendían en todas direcciones. “Creo que la cerca es fea”, dijo, sin ningún gesto, “pero es un mal necesario”.
Y sin embargo, impresionado por su enormidad, debo confesar, tuve una reacción casi opuesta a la de Bidegain. No estaba seguro de la parte “necesaria”. Pero la cerca era visualmente llamativa en formas que no había previsto. En el desierto, se curvaba sobre el terreno montañoso como una espina dorsal extraña, el borde de una sierra, una instalación escultórica co-diseñada por Richard Serra y Christo. Si fuera posible dejar de lado el significado simbólico y real de la cosa, simplemente hay una escala impresionante que es difícil no admirar cuando se está mirando hacia abajo a lo largo de su longitud y cómo desaparece en el horizonte.
Once meses después, Trump tomaría la escalera eléctrica de una de sus torres y lanzaría su campaña presidencial prometiendo, entre otras cosas, construir un “gran y bello” muro a lo largo de la frontera sur de los Estados Unidos.
Tres meses después, conocí a un abogado en Nogales llamado Bobby Montiel. Un ex juez del Tribunal Superior. Montiel estaba trabajando con Luis Parra en el caso Rodríguez. Él llamó a la valla de la frontera “la Cortina de Hierro”. Cuando Montiel era pequeño, su padre poseía una tienda de comestibles en Nogales, Arizona, justo en la frontera. “Nuestro tráfico era en 98 o 99 % de Sonora”, recordó Montiel. “Podía mirar la colina desde donde estaba la tienda de mi padre, y la frontera estaba abierta. El domingo por la mañana todos venían a hacer sus compras y luego se regresaban. Sin patrulla fronteriza, sin problemas. Quizás tuvimos algunos casos de robos, pero aparte de eso, era casi un país abierto. Mis primos vivían allí y yo vivía aquí, y se cruzaban y jugábamos béisbol juntos. Y todos los demás también eran así. El muro destruyó ese modo de vida. Destruyó las dos ciudades “.
Cuando Trump promete hacer a América Grande, nada de lo que dice Montiel de su niñez encuentra un paralelo con esa realidad presentada por las campañas electorales. Pero el Presidente me recuerda otro viaje al sur de Arizona, cuando cubrí una protesta en una pequeña ciudad montañosa al norte de Tucson. Se trataba del verano de 2014. Una oleada de menores no acompañados por adultos había cruzado ilegalmente la frontera, la mayoría huyendo de la violencia en Centroamérica, y los manifestantes estaban respondiendo a los informes de un plan para trasladar a cuarenta de los niños inmigrantes capturados, en una detención juvenil cercana. El sheriff local había advertido a sus electores que los niños podrían ser portadores de enfermedades, posiblemente miembros violentos del MS-13.
La gente se reunió a ambos lados de una carretera de la colina que conduce al centro de detención, levantando letreros que decían “Regresar al remitente” y “Entrar a nuestra casa no les da el derecho a quedarse”. Nadie sabía a qué hora iba a llegar el autobús de los niños. A medida que se acercaba el mediodía, la tensión y el desierto combinados –las austeras formaciones rocosas y la grava que crujía bajo los pies— traían a mi mente una escena arquetípica de un western de Hollywood. En mis notas, describí a los manifestantes como “tipos del Tea Party “. Pero, por supuesto, en retrospectiva, estaba asistiendo a un mitin pro-Trump.
El nombre de la ciudad, por cierto, era Oracle. Un poco demasiado obvio, lo sé.
El autobús no apareció nunca. Eventualmente, un grupo de contra manifestantes en la parte inferior de la colina envió una banda de mariachis. Mientras los músicos se entrelazaban entre la multitud enojada, los manifestantes empezaron a gritar: “¡Váyanse a casa!” Pero el líder de la banda, un veterano de Tucson y un veterano de la Infantería de Marina llamado Rubén Moreno, marchó, impávido, con su trompeta. Terminaron con una versión de mariachi de “The Star-Spangled Banner”. Los manifestantes se detuvieron por un momento, no muy seguros de lo que estaban escuchando, tomaron un breve respiro y continuaron su camino en actitud complaciente.
Mark Binelli es editor colaborador de Rolling Stone y autor de la novela Jay Hawkins’ All-Time Greatest Hits.
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Posted: January 24, 2017 at 10:22 pm