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El corrido de la efeba

El corrido de la efeba

Paul Medrano

En La canción de Yukón, de Calvin y Hobbes, el padre de Calvin sentencia: “a veces esperar por algo es más divertido que la cosa en sí, cuando la consigues”. Esto aplica para cualquier oficio, incluido el literario.

Carlos Velázquez lo entendió desde hace ratatal.

Conozco escritores con cierta curia, pero que viven en una melancolía permanente por no figurar en los estantes de novedades o porque no consiguieron tal o cual concurso. En el primer taller de literatura al que asistí, el tutor me dio el mejor de los consejos: “no te preocupes por la fama, esa va a llegar. Y si no llega, cuando menos te vas a divertir”.

Supe de Velázquez allá por 2006. Internet era una selva casi inexplorada. Los blogs se convirtieron en una herramienta para generar vínculos entre escritores. No supe bien si yo encontré el blog de Velázquez, o viceversa. El chiste es que comenzamos a escribirnos, a chatear por MSN y a compartir chances para publicar. Aunque ya no lo actualiza, todavía existe el blog de Velázquez, donde aparece con la máscara de Espanto y en sus manos una cazuela de botana.

Guardo con cariño dos archivos de aquella época que me compartió el buen Charly: un capítulo de una novela llamada Las enfermeras del red house y un poema titulado Aerolíneas mexicanas anuncian la llegada del Amor en su vuelo 204 procedente de California por la puerta 3 (es neta).

Poco después publicó La biblia vaquera y después ya saben qué pasó.

Actualmente, Velázquez es una de las voces narrativas más singulares de nuestro país. Ha publicado seis libros que van del cuento a la crónica, pasando por el relato testimonial, el periodismo gonzo y la crítica tiraneta. Lo vemos escribir artículos aquí, allá y acullá. Su palabra es navajosa en Twitter, razón por la cual con no pocos ha salido mal debido a su carácter mecha corta.

Sin embargo, en no pocas pláticas extra literarias, he escuchado comentarios que lo señalan ora por petulante, ora por su estridencia narrativa o incluso, por no haber escrito una obra “más profunda” (cualquier chingadera que eso signifique). Algunas de esas charlas extra literarias se han dirigido a mí, por un reduccionismo básico: “es tu amigo”, me han dicho. Como si al desahogar su queja conmigo, por ósmosis, llegara a Velázquez, quien vive a unos mil 100 kilómetros de mi chante y a quien por cierto, solo he visto tres veces en mi vida.

Algunas personas creen que el escritor está obligado a hacer libros para cambiar la vida de la gente. Nada más errado. En un texto autobiográfico, Giorgio Scerbanenco precisó: “una voz, una caricia, un mimo serán siempre más fuertes y resolutivos que un millón de palabras escritas por el mejor poeta de todos los tiempos. Vivimos de estas voces, de estas caricias, de estos mimos, no de libros. Yo, que escribo, lo sé”.

He leído toda su obra literaria. No me gustó, por ejemplo, su tan celebrado El karma de vivir al norte. Eso sí, me gustó un chingatatal La biblia vaquera, la cual reseñé hace 9 años y hoy parece tan fresca como el primer día en que salió en Tierra Adentro. A fines del año pasado, Sexto Piso publicó otro libro de cuentos, La efeba salvaje. Menciono esto porque muchos esperaban “su” novela, cosa que él ha sugerido en varias entrevistas y algunos esperan para santificarlo y hacerle su capillita.

Mientras eso ocurre, La efeba salvaje vuelve a poner a Velázquez entre los futuros tlatoanis de la tradición literaria. Sin embargo, para algunos, este volumen no logra superar su debut, mientras que para otros, es el libro de libros del Manatí.

La efeba salvaje abre con Muchacha nazi que, como él mismo ha dicho, es un homenaje a Muchacha punk, de Rodolfo Fogwill. En este relato, aún se perciben buruzas de La biblia y de La marrana. Los riffs narrativos que tanto deslumbraron la escena literaria, bajan de intensidad y se vuelven más exactos, como cuando al rockero le da por el blues. De Kenny Wayne Shepherd, el Charly se naguala a Big Jack Johnson. Ha ejercitado la mano, pero también la edad le ha dado una visión particular de la realidad que suele mostrar en su obra. Cuando es necesario, aprieta al personaje para no desdibujar la historia y en contraparte, lo deja fluir para que el lector sienta perfectamente en Malinalco o en La Roma.

Muchacha nazi solo es el entremés para seguir con Stormtropper que, para mi chato gusto, es el mejor cuento del libro. Velázquez narra la triste historia de un cándido repartidor de chela y su desalmado vecino vendedor de malteadas cortagrasa. Los elementos están perfectamente colocados para activarse con su lectura. Las vueltas de tuerca se vuelven minas, las cuales son instaladas clínicamente por el autor para determinados fines: ora sientes pena por Roberto, ora coraje, ora risa. Pese a que su estructura es telegráfica (predominan las frases cortas), la extensión del cuento rebasa las 20 páginas, durante las cuales, la historia da los giros necesarios para quedar a buen punto, tal como ordenan los mandamientos del pollo rostizado. Aquí se nota el dinamismo que el autor ha presumido de su libro. Aquí se materializa. No se recurre a los retablos descriptivos que están de modita; los tediosos lapsos de narrativa en la que no ocurre nada, que nomás apantallan pero ni merga, esos no caben aquí. El personaje se bosqueja con sus actos, con sus ideas, con sus sueños, con sus penas y sus desgracias. Es brevedad de largo aliento.

Después viene La efeba salvaje, una sátira de las bambalinas de la televisión mexicana. Velázquez echa mano de los simbolismos  de todo buen televidente: el decano deportivo, un mandamás culero, la chica del clima buenérrima y una caterva de gente envidiosa. El resultado de un coctel sarcástico, ponedor y explosivo.

Sigue Mundo death, un relato que atrapa y conmueve, pero que no entendí a cabalidad. Dudo si la pieza tiene alguna clave o un mensaje oculto, el chiste es que no me cuadró. Quise saber con el autor si este cuento ocupaba conocimientos previos o era un chiste local, pero no contestó.

Y si el lector cree que el libro ha resbalado, no es así.

This is not a love song retoma una de las obsesiones más recurrentes en la obra de Velázquez: la gordura. El protagonista es un tipo pachón que engorda cuando se enamora y enflaca con el desamor. Aunque se perciben los resabios de PopSTock!, en este cuento se percibe el refinamiento del autor, pues pese a tratarse de una trama amorosa, le marina con ese sazón que tanto nos gusta.

Y el cierre es promisorio: Manatí se interna en las aguas del western y nos trae El resucitador de caballos. Un cuento que narra las obsesiones de un hombre por hallar una montura perfecta, la cual le cuesta su vida familiar. Este cuento, que el autor ha dicho que es algo que no había intentado antes, recrea atmósferas de una zona rural no específica. Aunque tiene una lectura cronológica, la de una historia de vaqueros, caballos e indios, la pieza aborda también lo sobrenatural, lo cual permite suponer una historia entre líneas, una que nos susurra que el personaje en realidad es un pinche vaquero loco, obsesionado con unos parejeros que pasan por su propiedad. Velázquez respeta los cánones del western: el bien y el mal; se atiene a las formas y los usos. Sin embargo, Velázquez no trasmuta a Oakley Hall, ni pretende seguir los pasos de Craig Johnson. El Charly sigue siendo Charly, lo notas antes de medio párrafo.

Lo mejor que le ha pasado a la literatura de Velazquez, además de hacerse muy popular, es que se ha desnorteñizado. Ya no es el jovenzuelo bebecheve de pocas pulgas. Ya no abandera esa condición posnorteña que tanta fama le trajo. Incluso, ya hasta hace ejercicio. Me recuerda a los versos de Leonard Cohen: “Seguí la carrera/ del caos al arte/ deseo es el caballo/ depresión el carro/ Navegué como un cisne/ Me hundí como una roca/ Pero mi sentido del ridículo quedó atrás hace tiempo”. Los años y los libros (porque se percibe un lector voraz) lo han cambiado y eso se nota con este volumen. La efeba salvaje me parece el libro más desligado de su contexto territorial, lo cual le viene de peluches y cumple a cabalidad una de las premisas que el propio Velázquez se planteó hace poco, la de “no escribir una literatura anquilosada”.

En sus Cuentos completos, Graham Greene afirma que escribir es una forma de terapia, “en ocasiones me pregunto de qué manera los que no escriben, componen ni pintan se libran de la locura, la melancolía y el pánico inherentes a la condición humana”. Una respuesta para Greene, serían justamente los personajes de La efeba salvaje, o el propio Velázquez en sus ratos libres.

Paul Medrano es autor de Deudas de fuego (Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, 2013) y colaborador de Literal. Su Twitter es @balapodrida

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Posted: March 27, 2018 at 10:12 pm

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