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La farsa educativa en su centenario

La farsa educativa en su centenario

José Antonio Aguilar Rivera

Con la excepción de los personeros del régimen y sus plumas oficiosas, la condena ha sido generalizada. Además, sus creadores violaron los procedimientos institucionales que norman la elaboración de los libros y la SEP desacató un mandato judicial respecto a su distribución.

En los años veinte del siglo pasado el educador Moisés Sáenz intentó poner en práctica en México las ideas pedagógicas del filósofo norteamericano John Dewey. Vasconcelos, como ministro de educación de Obregón, envió a la maestra Eulalia Guzmán a Estados Unidos a familiarizarse con la pedagogía de la escuela de “la acción”.[1] A su regreso escribió un panfleto, La escuela nueva o de la acción. El pasado a menudo se repite como farsa. En estos tiempos conviene recordar ese momento de combate en la historia de la educación en México. A su llegada a la SEP Vasconcelos halló un enciclopedismo vacuo en los maestros. Vio con simpatía la idea de hacer la educación más práctica. La respuesta parecía estar en el pragmatismo de Dewey. En consecuencia en 1923, hace exactamente cien años, se publicaron las Bases para la Organización  de la Escuela Conforme al Principio de la Acción. Fue Sáenz quien le dio un impulso definitivo al proyecto. El educador se formó en el Teachers’ College de la Universidad de Columbia, donde Dewey fue su mentor. Algo utópico había en las ideas del pragmatismo deweyano que Sáenz importó con entusiasmo y convicción a México.

A diferencia de la farsa actual de la llamada Nueva Escuela Mexicana, la pedagogía social de la escuela de la acción estaba comprometida firmemente con la idea del progreso. Lo avanzado, pensaba Dewey, era aceptar el poder transformador de la ciencia moderna con su potencial para hacer realidad los ideales democráticos de justicia social. En la escuela de la acción el aprendizaje tenía un carácter funcional, práctico y la moralidad era un objetivo central. Estas eran ideas que Vasconcelos compartía, pero pronto las diferencias se manifestaron. El carácter práctico era necesario para la educación, pero no bastaba. Un sistema pedagógico debía tener una función sustantiva. La emoción estética y la intuición espiritual debían desempeñar un papel central en el proceso formativo. Sáenz, subsecretario de educación con Calles, intentó utilizar la escuela como un elemento integrador de la nacionalidad mexicana. La nueva educación sería parte de un esfuerzo más amplio para liberar a los individuos y a las instituciones del yugo opresor de formas anteriores de vida. A diferencia del ensueño romántico que hoy mira a los “saberes” milenarios con nostalgia, para esta pedagogía emancipadora la educación consistía en dejar atrás modelos e ideas pasados de organización social. No tenía ninguna ilusión acerca del poder “decolonial” de la herbolaria y las tradiciones ancestrales.

El desencuentro de Vasconcelos con la nueva escuela era inevitable. Su filípica restrospectiva contra Dewey y sus imitadores está, aún hoy, viva entre nosotros. El centro espiritual de la educación eran la literatura y la filosofía. El valor de la tradición, la actitud hacia el pasado y el papel de los libros fueron los campos de batalla de esa guerra cultural. La escuela de la acción, transplantada a México, encontró enormes obstáculos en las comunidades rurales donde se intentó implementar. El experimento de Sáenz en Carapan, Michoacán, de una escuela  modelo, fracasó. Dewey era, en cierto sentido, un iconoclasta. Los métodos tradicionales debían transformarse o ser abandonados. Creía, por ejemplo, que los libros eran un medio superado de transmisión del conocimiento. Esta era una crítica al conocimiento libresco en favor del método científico. Dewey y sus discípulos creían en la democratización del método como un instrumento para criticar la realidad. Durante siglos no estuvo disponible para la mayoría de las personas, que debía aceptar los argumentos de autoridad de los libros. No más. El conocimiento se había democratizado.  La ciencia era un poderoso solvente de la irracionalidad. En cambio para los nuevos pedagogos de la Nueva Escuela Mexicana la ciencia debe ocupar un humilde lugar al lado de otros “saberes”. No había en Dewey nada del relativismo cultural ni de la idealización de las comunidades subalternas de la NEM. Al contrario, proponía un régimen de autoridad intelectual basado en la ciencia y en la razón individual, no en las fantasías comunitarias. La educación activa, que no dependía de los obsoletos libros, sería el nuevo vehículo de transmisión del conocimiento. Leer, escribir, la aritmética eran solo medios para alcanzar fines sustantivos. Al mismo tiempo, Sáenz creía que para las comunidades rurales otras actividades eran igual o más importantes: cuidar a las gallinas, cultivar la parcela, plantar flores, coser, bordar, etc.  La escuela debía proveer una educación activa y funcional al “enseñar haciendo”. Los retos de la enseñanza no eran intelectuales sino prácticos.

La desacralización del libro encontró en Vasconcelos un rival formidable. Su pleito no era con la idea de “aprender haciendo” sino con la antropología social y política del pragmatismo que subyacía a esa pedagogía. En 1935 el ex antiguo ministro de educación plasmó su diatriba en términos filosóficos. Para Vasconcelos, en De Robinson a Odiseo, Dewey, su discípulo Sáenz y los anglosajones eran la viva imagen de Robinson, el náufrago de la novela de Daniel Defoe. Robinson era el epítome del método anglosajón: astuto y exclusivamente técnico. Robinson estaba separado de la civilización, a diferencia de Ulises, el viajero en el mundo. Los niños despojados por su educación de cualquier alta aspiración —ocupados exclusivamente en atarse las agujetas o alimentar a los pollos— serían solo espectros de su potencial humano. La importación del método de Dewey era una aberración, con consecuencias más graves que “la distribución de opio y alcohol en las colonias”. Si de experimentar se trataba, argüía Vasconcelos,  ¿por qué no poner al niño en contacto con las obras de Platón, Homero o Dante?

La de hace cien años era una polémica espléndida. La actual, en cambio, es una farsa. La “Nueva Escuela Mexicana” es un almodrote de confusiones teóricas, prejuicios ideológicos e improvisación. Si bien la historia de los libros de texto siempre ha sido contenciosa y es cierto que desde su adopción, en los años sesenta, han sido impugnados por la iglesia, la derecha y las clases medias, la crítica actual se separa de manera clara de los precedentes históricos. Todos los libros en algún grado reflejan la visión ideológica de los gobiernos que los hicieron, pero había ciertas formas elementales que se cuidaban. No es el caso de los manuales actuales que además de estar mal hechos desde el punto de vista didáctico, reflejan un síndrome ideológico de antagonismos no necesariamente coherentes: decolonialismo, posmodernismo, historia de bronce, marxismo, etc. Con la excepción de los personeros del régimen y sus plumas oficiosas, la condena ha sido generalizada. Además, sus creadores violaron los procedimientos institucionales que norman la elaboración de los libros y la SEP desacató un mandato judicial respecto a su distribución. El comisario de esta cruzada bufonesca es un personaje que carece no solo de prudencia sino de sentido del ridículo. El pleito sobre la NEM es una trágica farsa en un tiempo de canallas.

NOTA

[1] En La sombra de Ulises, México, Porrúa, 1998 reconstruyo esta polémica.

José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1

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Posted: August 8, 2023 at 10:14 pm

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