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El terremoto del 2017

El terremoto del 2017

Diversos autores

Anna Angulo Rivero. “Sólo daños materiales”

Hace casi una semana [que tembló]. Algunas cosas que he escrito en mi diario:

1. Jeremy, un amigo que vivió aquí hace unos años, nos dice: “Aquel pequeño temblor desestabilizó mis certidumbres de una manera profunda”. Imagínate lo que este doblamiento casi vertical de la Placa de Cocos ha causado en nuestras certidumbres.

2. Es terrible pasear por el barrio. Calles cortadas, centros de acopio, edificios caídos, montones de escombros –como cuando ETA ponía bombas en las casas de los ricos en mi pueblo. Esto es mucho peor, claro: es como 1,000 atentados de la ETA en un solo instante.

3. Me comporto de forma errática. Con tanto héroe a mi alrededor, saco mis apuntes sobre tragedia griega de hace dos semestres. Leo: “Sobre el goce trágico: tensión dinámica y creadora de una unidad movible e inestable”. Todo me suena a sismo ahora. Más adelante, en el mismo cuaderno: “El héroe trágico se convierte en el problema, en la pregunta. Salimos del teatro sintiendo que ser humano es difícil.”

4. El miedo no se quita, no se pasa, no te deja dormir ni trabajar. Da miedo bañarse, distraerse. El bolso siempre preparado, el teléfono cargado, las llaves, los zapatos, la correa de Lola. Qué puto miedo. Yo escuché cómo se rompían las paredes. Los sonidos ahora son lo peor. Cualquier alarma te destroza momentáneamente. Nos hacemos expertos en grietas, estructuras, sismografía, geología. Pienso en los arquitectos incas, y ya no me extraña que algunos pueblos americanos construyeran ciudades sobre las montañas como Monte Albán o Xochicalco. Tal vez deberíamos irnos todos de esta grandiosa y amada Tenochtitlán. Dejarla sola, para que regrese a ser lo que en el fondo quiere ser: un sistema lacustre. Quién sabe qué dios ande enojado con nosotros.

5. Nadie se acuerda de la niña Mara ahora, violada y asesinada en un motel de carretera.  La dejó envuelta en una sábana.

6. “Daños materiales”, dicen. Nos vamos del departamento. Lo declararon “habitable pero con riesgo”. Obras durante meses. Y sí –no hemos perdido la integridad del cuerpo. Pero tener que irte de tu casa después de 14 años es horrible. La materia que uno habita llega a formar parte de uno. Qué dolor, despegar los posters de las paredes agrietadas. Es como un despelleje; somos Xipe Totec. Si una persona más me dice “qué bueno que sólo fueron daños materiales” me voy a poner a chillar.

7. Es lunes. Estoy crudísima. Ayer me agarré una peda…. ¿cómo le dicen? Se me fue la palabra. Se me van muchas palabras estos días. La cosa es que exploté sin querer nada más llegar al San Angel Inn y ver aquello. La señora con vestido divino pucci y zapatos ferragamo y su amiga de tenis plateados; los ricos de México; los jardines y los mariachis y banderitas y la vajilla preciosa. Era el cumple de mi compadre. Había que celebrarlo. Me entraron varias lloreras seguidas, incontrolables, y me fui al baño, donde la señora que tienen ahí limpiando me abrazó de la forma más dulce, y me contó cómo ella perdió todo hace 15 años cuando, en la época de lluvias, el viento se voló su techo de lámina y la barranca sufrió un deslave y ella no encontraba a sus dos hijos chiquitos –por fin los encontró escondidos bajo una repisa, justo a tiempo de salvarlos, “porque hágase cuenta de que mi suelo iba desapareciendo, yo iba corriendo de espaldas, hacia atrás, y todo, mi casa, todo, todas mis cosas, iban desapareciendo.” Catártica –esa era la palabra para describir mi borrachera de ayer. Catarsis = horror + compasión. Me pregunto si había terremotos en Grecia. Sí, claro que sí. Seísmo es una palabra griega. 

©Emilio Lupone

 

Miriam Mabel Martínez

Hay que seguir haciendo para que la futura normalidad sea más justa, más crítica y más solidaria. Que este terremoto nos mueva para ser mejores personas, para recuperar el sentido comunal, ver al otro, fortalecernos como individuos y dejar el individualismo, pensar qué consumimos, cómo consumimos, qué necesitamos. Dejar de “aspirar” y ser quienes somos, aceptarnos, perdonarnos; sobre todo que la muerte, la pérdida nos recuerde la vida, nos aferre a ella, nos impulse a gozarla otra vez y no sólo a contemplarla; que nos invita a abrazar y cuidar a los amigos, a la familia. Que volvamos a compartir, a mirarnos sin prejuicios, que repensemos nuestros valores y retos, que pensemos en el para qué. Que volvamos a hacer tierra. Que valoremos estar aquí y lo que somos. Seamos ricos de verdad, porque la riqueza está en hacer maravillas con lo que se tiene, con lo que se es. A pesar de la angustia y del miedo, deseo que la nueva normalidad que nos espera mañana sea una mejor que la que teníamos un día antes del 19S.

©Emilio Lupone

 

Pilar Villela

22 de septiembre 7:30 pm

Ya doné todo lo que tenía para donar. Ya fui a un par de centros de acopio, dónde me dijeron que no necesitaban gente. Ya medité sobre la posibilidad de irme de rescatista y llegué a la conclusión de que eso sería un peligro, para mí y para los demás. Ya intenté apoyar en las actualizaciones de información en redes. En realidad, llevo dos días (desde que volvió el internet) viendo fijamente la computadora, totalmente desorientada. Me siento inútil. Me siento tan inútil. Ya vi el video de los que están en contra de la maquinaria. Ya leí el post de los que están a favor. Ya me asombré por la capacidad de organización y la entereza de conocidos y desconocidos. Ya pensé que los problemas insuperables de ayer van a ser los problemas insuperables de mañana. Ya pensé que ahora habrá nuevos problemas. Ya vi las hordas de brigadistas en la calle. Ya hablé con los vecinos. Ya leí cien denuncias, cien pronunciamientos. En realidad, llevo dos días (desde que volvió el Internet) viendo fijamente la computadora, totalmente desorientada. Me siento inútil. Me siento tan inútil. Ya hablé con la vecina desconocida sentada en la banqueta mientras desalojaban su edificio. Ya vi a varias familias atando colchones a los techos de sus coches. Ya vi cintas amarillas ir delimitando las calles aledañas a la calle en la que vivo. Ya fui al súper, donde había falsas ofertas de latas de atún y no había mayonesa. Ya vi la foto del joven que buscaban y la respuesta lacónica que decía que lo habían encontrado muerto. Ya vi un lugar que anunciaba orgullosamente el donativo de 200 pizzas. Ya ayudé a una señora a cargar unas ollas desde una fonda hasta un edificio en proceso de evacuación. Ya recordé con sorpresa a una desconocida que me abrazó en la calle mientras yo lloraba porque acababa de ver un edificio en ruinas y no sabía si mi hijo estaba bien. Ya recordé a otra señora que me dio un cacho de bolillo, pal susto pues. En realidad, llevo dos días (desde que volvió el internet) viendo fijamente la computadora, totalmente desorientada. Me siento inútil. Me siento tan inútil. Ya vi muchísimos recuadros rojos pidiendo perecederos, imperecederos, medicamentos, equipo. Ya vi a personas cargando bolsas con cantidades absurdas de herramienta por la calle. Ya vi el video de personas in situ, post situ, sub situ. Ya vi la foto de como era su sala, como era su cuarto, como era su cocina después del temblor. Ya vi jóvenes, muchísimos jóvenes por las calles. Ya medité sobre México Mágico y sus improbables retornos cíclicos. Ya pensé que no podía hacer nada con la corrupción, con la miseria, con la violencia. Ya pensé que, a lo mejor, lo que estamos viendo es la demostración de que si supiéramos que hacer con todo eso, lo haríamos. Ya pensé en que, quizá, todos los que están aquí, todos los amores, los enconos y las indiferencias, todos los que –provisionalmente– nos llamamos “todos”; lo hacemos, como podemos. Ya pensé que quizá mañana podamos más. Ya hablé con un amigo que me dijo: “pues escribe”.

©Emilio Lupone

Tanya Huntington

30 minutes

1:10 p.m.

I arrive on schedule for today’s rehearsal at the Roma apartment of Ana Lucía, our assistant director. She’s the sort who prefers tea but kindly offers to make a pot of coffee for me and Diego, one of the male leads. The play, Almas perdidas, is scheduled to premiere in early October. It is a neo-Gothic tale of sorts written by my friend, Miguel Cane. I’ve been cast in two character roles: a flamboyant medium and an elderly, grieving mother. We’re still waiting on the director and another actor. I take advantage of the remaining time before we get started to leaf through the script and go over my lines.

1:14 p.m.

I am in the middle of the séance scene when the sofa Diego and I are seated on starts to jolt up and down. I look over to Ana Lucía in the kitchenette. The kettle of water she’d put on improbably leaps off the burner. She shouts, está temblando. The seismic alert starts to sound after the fact, a pulsating alarm accompanied by a voice straight out of the Cold War that repeats the obvious: alerta sísmica, alerta sísmica. As I puzzle over whether or not the fifth floor is too high up for us to safely descend at this point, Ana Lucía springs into action like a drill sergeant, herding us into the stairwell and instructing us to march our butts down into the street. She calls to her dog, whose name is either Juantz or Hans, and Diego and I call to him as well while trying to keep our balance on the stairs, which are lurching in various directions. Ana Lucía orders us to keep moving and goes back for her dog. My admiration for her is now boundless. As we emerge from the building, she catches back up to us, holding Juantz (Hans?) in her arms. It strikes me how strange it is to see so many people out in the street, like crowds of extras. Several blocks away, a generator explodes. I realize we are caught in the middle of a disaster area: there is going to be a Before and an After. All my life I have prided myself on keeping my head in emergency situations, but this time, my hands start to shake uncontrollably.

1:17 p.m.

Our fellow cast member Amaya spots us and rushes over to where we are gathered on the asphalt. Her face is filled with little cuts, but before I can react she starts to wipe them away and tells me not to worry, it’s only makeup from her morning shoot. We hear a dull roar as a nearby building collapses, too close for comfort. The people around us become agitated, claiming they can smell gas leaks. And they’re right: the air starts to fill with a sickly odor. We all work our way down the block towards Insurgentes, one of the city’s main thoroughfares. I am glued to my cell phone screen, where family and friends have started to touch base via WhatsApp, the only network still active. There is no word from my youngest son, Dylan. No word from my husband, Francisco.

1:20 p.m.

I apologize to my colleagues for running off, then literally run as hard as I can all eight blocks to our studio, which is affectionately known to us as Casa B. Francisco spends his mornings writing there. It is on the way to the school Dylan attends. I pass fallen façades, people being directed by the authorities into Parque México, streets cordoned off. Rubble. Several strangers call out to me not to panic as I run. My cell phone battery is almost drained, but before it goes dark a message from one of the other mothers reassures me that my son and his fellow students are all fine and have been safely evacuated. Once I’ve rounded the last corner and my husband comes into view outside Casa B, my hands stop shaking. I know we will overcome this, no matter how terrible the aftermath is: we’re still standing.

©Emilio Lupone

Julia Santibañez

Está aquí parada desde antier, tras las vallas de seguridad frente al edificio que ya no es. Debe tener unos 75 años. Doña Yolis, señora de voz chiquita como ella, es mamá de Juan Antonio, quien está sepultado bajo los escombros de Álvaro Obregón. Espera que lo rescaten con vida tal como ya han salvado a 26 personas, pero faltan más de 40. Desde sus ojos entrecerrados dice que cuando saquen a su hijo nos va a invitar a su casa a comer mole, que le sale muy sabroso. Qué ganas brutales de que así sea. Ojalá yo tuviera un santo al cual rezarle y guardara la certeza de que me escucha. Platico con un miembro de los Topos, agrupación mexicana de rescate. Son más de las 3 de la madrugada del 20 de septiembre y el miedo sigue mordiéndome las tripas. Desde las cuatro de la tarde de ayer, día del temblor desaforado, ayudo con mi hija como voluntarias en la brigada médica en Avenida Álvaro Obregón y Nuevo León, a escasos metros de un edificio que se cayó por el terremoto que golpeó la capital mexicana. Estamos armando kits de primeros auxilios. Bajo el casco amarillo, el rescatista dice que hace un rato encontraron cinco cuerpos entre los escombros, que a él no le ha tocado salvar a gente con vida. Se ve cansado. Explica que lo acaban de relevar, pide agua y algo de comer. Quiero preguntarle cuántas cosas pasan por su cabeza al estar dentro del inmueble caído, pero ya se está despidiendo, refresco y torta en mano: “Hay más de 40 personas ahí abajo. Deséenos suerte”. Nunca había sentido tantas ganas de abrazar fuerte a un desconocido.

*Imágenes de Emilio Lupone

©Literal Publishing. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta publicación. Toda forma de utilización no autorizada será perseguida con lo establecido en la ley federal del derecho de autor.


Posted: September 26, 2017 at 10:11 pm

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