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LARGA VIDA
COLUMN/COLUMNA

LARGA VIDA

Ana García Bergua

Cada vez me cuesta más trabajo calcular la edad de las personas; excepto en casos muy evidentes, la mayoría de la gente, incluidos mis contemporáneos y más allá, me parece joven. A últimas fechas pienso mucho en las vidas largas y cortas, no sé por qué. Lo cierto es que una se siente vieja hablando de la longevidad; no creo que sea un tema que interese a los más jóvenes, ocupados en un presente ya problemático y un futuro más que incierto. Será eso, o que de repente me descubro preocupada por cuántos años más me acompañará mi gatito siamés, que está dando el viejazo y duerme demasiadas horas incluso para un gato, hasta le han salido canas en la cola. Confieso que soy mala para distinguir quién trae bótox y quién no, y soy presa de las supersticiones que prohíben decir “mi último libro” (el más reciente, hay que decir) o quejarse de cumplir cada vez más años, cuando se debe celebrar la vida y alegrarse de seguir aquí en el estado en que uno se encuentre, ya un poco arrugado. Mi hermana y yo perdimos a nuestros padres hace ya bastantes años; veo, sin embargo, a gente cercana batallar con la vejez o la muerte de los suyos y trato de acompañarlos porque esa experiencia es dura y nos pone en la primera fila frente al final, quizá es eso.

Y es que el tiempo pasa por cada uno de nosotros de distintas maneras y en cada lugar y época parece hacerlo de modos desiguales. A nadie le sorprende que, por ejemplo, que Alejandro Magno haya vivido sólo 33 años, igual que el propio Jesucristo (aunque dada su naturaleza semidivina, me imagino que no podía morir de muerte natural), o que Cleopatra y su nariz sólo hayan durado 39. El rey Moctezuma vivió 54 y Julio César 66, que para su época era bastante, porque sabemos que la longevidad en el pasado era cosa de milagro, a causa de las guerras y las enfermedades que devastaban poblaciones enteras, cosa de genética, de resistencia y suerte. También nos gusta pensar en la juventud como un momento privilegiado y citamos el caso de Rimbaud, que escribió las Iluminaciones a los 17 años y no llegó a los cuarenta. En general nos parecen bien los 82 que vivió Tolstoi, los 84 de Marguerite Yourcenar, los 86 de Graham Greene, nos asombran y admiramos a los escritores longevos que nos siguen acompañando. Ahora vemos gente que se acerca a los noventa, incluso a los cien años con naturalidad, y quisiéramos llegar como ellos, conservando nuestra identidad, nuestra memoria y nuestra salud, la máxima aspiración. Aun así, somos distintas personas a lo largo de la vida y no sé si de jóvenes hubiéramos querido conocer a la viejita o viejito que llegaremos a ser; de por sí uno sospecha que a aquella o aquel joven quizá a uno no le caería tan bien tal y como es ahora. 

Pero el asunto es contradictorio: por un lado, amigos y parientes llegan a los noventa en bastante buen estado; otros, en cambio, nos dejan antes de tiempo por las enfermedades, algunas tragedias y la mala suerte que también existe y es muy injusta. Y sabemos que hay un gran grupo que vive poco: los sicarios, resignados a que los asesinen en cualquier momento con tal de obtener ganancias rápidas –iba a decir fáciles, pero no entiendo de dónde han sacado que ser delincuente es fácil; debe de ser dificilísimo–, los delincuentes, los pobres y la gente que vive en la calle: mujeres, jóvenes y niños desnutridos e inermes ante la maldad ajena y las enfermedades. Y tenemos a todas las víctimas de la guerra contra el narco y entre el narco, en su mayoría jóvenes también, las mujeres a las que se sigue asesinando sólo por ser mujeres. El caso es que la esperanza de vida en nuestro país se ha estancado en 75.5 años, una cantidad mermada en relación con otros países en nuestro mismo nivel, según un estudio conducido por especialistas de la UAM que se publicó a principios de año aquí.

Siempre recuerdo al señor Burns, de los Simpsons, convertido en un cerebro sin cuerpo que vive en una máquina, presto a ser trasplantado en un cuerpo joven; y de Walt Disney, el mito de haber sido congelado para despertar en un futuro en el que seríamos inmortales. Al parecer, sólo las tortugas y algunas ballenas viven más que nosotros. No sé si esta aspiración de inmortalidad o por lo menos de longevidad y felicidad, que ha guiado tanto progreso científico, tenga que ver con la manera en que nuestra generación contaminó el planeta a la escala en la que está ahora, este no resignarse, no aceptar los límites que la propia biología determina, o en todo caso, la concentración absurda de una especie que fabrica alta tecnología para vivir muchos años y también para exterminarse entre sí, todo al mismo tiempo: hemos logrado vencer a las enfermedades, pero no a la guerra; hemos obtenido la fantasía de la vida cómoda y el dominio de la naturaleza para una parte de la humanidad, pero hemos devastado el planeta. 

Ahora son los más jóvenes, encabezados por la sueca Greta Thunberg, quienes exigen su cuota de vida y longevidad para toda la especie y su descendencia, y tienen toda la razón: ¿logrará esta nueva lucha vencer tantas inercias, tantos intereses ciegos, tanto político estúpido que pulula por ahí? Como decía, cada vez me cuesta más adivinar la edad de las personas; todos me parecen jóvenes, incluso nuestro planeta con sus millones de años. Larga vida para todos nosotros.

 

Ana García Bergua  Es escritora y ha sido  galardonada  con el Premio de literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela La bomba de San José. Ha publicado traducciones del francés y el inglés, y obras de novela y cuento, así como crónicas y reseñas en medios diversos. Su Twitter es: @BerguaAna

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Posted: September 24, 2019 at 10:45 pm

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