La pintura vinílica es pintura política
Ricardo Pohlenz
Entre las particularidades que tiene el Anti-Humbolt de Hugo García Manríquez está una lista (inferida) que incluye en el epílogo (equidistante en sus dos partes en el centro del volumen) sobre lo que su libro no es (o mejor dicho, sobre lo que su libro no pretende ser): “No me he propuesto que el documento del TLC/NAFTA “carezca de sentido”, ni mucho menos crear una versión “irónica” del texto “original”.” El que ponga entre comillas la falta de sentido del tratado de libre comercio (de cuyo subrayado o “lectura” surge su poema o libro, como objeto uno y otro) contraponiéndolo a la falta de ironía y la originalidad del texto del que parte, no deja de despertar cierta desconfianza. ¿Se está haciendo el gracioso con esta puesta en evidencia (que es también una puesta en duda)? ¿Es necesario que resalte la ambigüedad o ambivalencia de estos términos como reflejo o a manera de conclusión implícita del ejercicio que ha efectuado y que ha producido –lo que llama una “lectura”– del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (a partir de lo que podemos asumir que busca sacar a la luz –subrayando– los contenidos inherentes y subyacentes del texto)?
Siempre está el peligro de caer en lo panfletario cuando se es abiertamente político. Más allá que todo poema (y su publicación) tenga de suyo algo político (el camino mismo de su publicación es siempre político). Un poema político es, en mayor o menor medida, un panfleto. No es mi intención desacreditar o hacer menos con esto al poema (o lectura, aunque no sé si yo mismo solo me estoy haciendo el gracioso al insistir en ello) de García Manríquez, quien se desmarca –y no– de la acepción general de lo que es un panfleto al decirnos que no hizo una versión irónica –entre comillas– del texto original) sino más bien lo puso en su zona de peligro, que es también –¡oh, paradoja!– su zona de confort. García Manríquez sabe –siguiendo la resistencia objetual de los movimientos y la literatura de post–vanguardia– la relevancia histórica de lo que hizo (y que convierte el Anti-Humbolt en una referencia obligada de la poesía mexicana del nuevo siglo) no sólo por lo que es –un ejercicio lírico de subrayado con intenciones panfletarias– sino por los puentes literarios y políticos que se tienden sobre fronteras formales y físicas dentro de lo que ha sido una renovación de la poesía mexicana (tan marginal e independiente como los sellos que la publican) y que se convertirá (si no es que ya es, en nuestra hambre por documentar y definir el momento presente) en pasto para disertaciones críticas en un mapa que confronta la poesía oficial –con sus prebendas y privilegios– frente a distintos grupos de poetas que han descubierto el medio siglo que no estuvo ahí (a pesar de que Octavio Paz intentó traerlo en la medida de lo posible). Ha podido más el provincialismo de sus detractores y acólitos, quienes se han dedicado –tanto como pueden– a volverlo a traer (no a ese medio siglo perdido sino a Octavio Paz) para discutirlo en cuerpo presente –aunque su relevancia sea otra– más allá de esa laguna inmensa que se nos impuso frente a lo nuevo (y que él mismo hizo lo posible para tender puentes por encima de ésta. (Es significativo, por ejemplo, la brecha que existe –en términos de política y alcance editorial entre la publicación de De lunes en un año de John Cage traducido por Isabel Fraire en Ediciones Era y la reedición “pirata” (entre comillas porque tiene ISBN) que hizo Damián Ortega en su proyecto editorial Alias para mantener en circulación un texto que es todavía necesario y vigente.)
Y es que lo nuevo, eso que resulta tan irresistible como inasible, tiene una vida promedio de minutos. Sus últimas entregas, en remedo de las noticias, han dejado de serlo –nuevas– para cuando llegan a nuestros monitores. Estando resignados como estamos a una nueva velocidad –cada vez más avasalladora– de vínculos, referencias, apropiaciones y “relecturas” que han definido las luces que se tienden entre el medio siglo –esa respiración– que se abre entre nosotros y –vista en la distancia– la llegada del hombre a la luna. Toda novedad es una actualidad; un tema de moda, a la que se suman opiniones en coro como ruido ambiental. El tren que se ha ido del andén. Es una frontera que es un puente pero también un abismo, como el que existe entre los Estados Unidos y México.
García Manríquez se ha dedicado a traer de regreso ese medio siglo, se ha asumido uno de los puentes entre lo que no pasó aquí y si pasó en otras partes (están sus traducciones de William Carlos Williams, Clayton Eshelman y George Oppen, entre otros) como recadero de lo divino. No quiero decir que los méritos del Anti-Humbolt son una consecuencia de este traer de regreso un siglo que brilla (o sirve de alimento) a nuevas luces frente al agotamiento. Ese medio siglo que sólo fue mexicano por Octavio Paz, traído a cuento como una forma de actualidad que también es una forma de simultaneidad en remedo –considerando sus términos mediáticos– al Aleph borgeano. Todo eso que está al mismo tiempo en el tiempo, esa simultaneidad –paradójica– que es y no es, como aparición que es ordenada en listas por el algoritmo del servidor.
García Manríquez cita algunos de los antecedentes a su libro. El Radi Os (1977) que hace Ronald Johnson tachando con marcador negro el Paradise Lost de Milton, y el Nets (2004), que subraya palabras y frases de los Sonetos de Shakespeare, de manera semejante a la que recurre –en el diseño tipográfico del volumen– García Manríquez. Quien, al final, nos indica que es Zong! (poema de M. Nourbese Philip hecho a partir de las palabras contenidas en el reporte de 1831 sobre el caso Gregson v. Gilbert en que se dictaminó que bajo ciertas circunstancias era legal el sacrificio de doscientos esclavos transportados en la nave Zong: cincuenta murieron de hambre, ciento cincuenta más fueron tirados por la borda) por estar basado en un texto no–literario. Este mapa de referencias (que nos lleva a García Manríquez) se abre –más allá de él– a un modo de escribir o hacer poesía que tiene precisamente esos referentes (y tantos más) que no se opone tanto –en estos tiempos de crisis– a modos y fórmulas más convencionales para escribir o hacer poesía, y que igual corre por un camino alterno en el jardín donde los senderos se bifurcan.
Por eso insiste, sigue ahí, desde una manda auto–impuesta, en una búsqueda formal, que pretende ser –al mismo tiempo– una revisión (o tal vez sea mejor decirle actualización) de límites formales y una denuncia política. Algo que hace a partir de un sistema (más o menos aleatorio) que señala particularidades y fórmulas, sigue patrones y reiteraciones, produce derivaciones polisémicas y encuentra paradojas y metáforas enterradas en el texto (listas para brillar fuera de contexto, en el nuevo contexto de un texto que es y no es algo más que una derivación o subproducto de su original). García Manríquez no nos explica cómo funciona el método, la manda o el algoritmo que tiene (o al que se atiene) como fórmula para su lectura. Más bien, hace una declaración al respecto: “En lugar de escribir “como poeta,” leer como uno: crear huecos, pausas, agujeros, limbos.” Otra vez las comillas ponen en evidencia una manera de escribir e infiere las convenciones o atribuciones que pueden o no pueden tener sus palabras.
A pesar de su claridad, de la evidencia de su proceso, que anuncia antes de hacerlo o antes de que podamos verlo hecho en el papel: aludiendo a Deleuze en Los Materiales (“No hay narrativa en una meseta”), con un epígrafe de Oppen en el Anti-Humbolt (“Posible / Usar / Palabras siempre y cuando las tratemos / Como Enemigos”) y planteando de entrada –en el cuerpo del poema– el uso de aspectos reunidos y aspectos separados en Lo Común (emulando códigos de todo tipo), no deja de persistir una zona oscura –entre las comillas, las referencias que podemos seguir o no, perdidos entre palabras que pueden o no ser dispositivos, y las anotaciones irónicas entre paréntesis que dicen –al traslapar códigos– una cosa en lugar de otra (“piensa cómo / la poesía puede optimizar su sistema de administración / su tiempo de respuesta) se acaba por desconfiar del poeta, de su vocación sediciosa, de sus fines y alcances, mientras éste busca ponerse en duda poniendo en duda todo lo demás.
El abismo frente a la puesta en abismo.
Es por eso que mientras que el Anti-Humbolt campea en los territorios donde es un libro y al mismo tiempo otra cosa (un objeto similar –metafóricamente– a una caja, como también lo es el Moby Dick de Melville) su nuevo libro de poemas LCMN busca subrayar –al menos conceptualmente– las mínimas diferencias que puede haber entre una acepción de contenido y la siguiente (en tanto qué tan distinto resulta seguir una u otra convención). De entrada el título no son tanto las siglas que representan una persona (física, moral o política) como la abstracción de dos palabras LO COMÚN, despojadas de la representación de sus vocales, que, repetido cuatro veces en portada pasa como poema visual que emula –por asociación– un logo o signo corporativo. No es por asociación que LCMN vuelve a ser LO COMÚN, es algo que reduces al saberlo –como pérdida de inocencia, como iniciación, como reducción al absurdo– al leerlo en la portadilla de este cuaderno con tapas azules: una cosa es la otra. La contraportada vende el libro haciendo sinécdoque de su contenido e intención, cediendo al tremendismo romántico (a mitad de camino entre las necesidades actuales –o de actualidad– y las alusiones clásicas) con los versos/declaraciones:
UN POEMA ES
P A R T E
DOCUMENTAL
P A R T E
I N F I E R N O
Y aún sí, amenazados o informados al respecto, considerando que un poema es un documento en cuanto es un objeto que fue hecho para cumplir con tales o cuales funciones y objetivos, no deja de haber una doble significación de la palabra documental (en cuanto a lo viene a darnos fe de una vivencia o experiencia) que juega con las posibilidades (o mejor dicho, especificaciones) para que un poema sea un documento (lo es, pero, ultimadamente, ¿de qué?), en términos de una multiplicad de sentidos e intenciones que siempre puede dejarnos el beneficio de la duda. ¡Se refiere al Infierno como lugar o como estado de las cosas? ¿Invoca a Dante, a Joseph Conrad o, peor, a Francis Ford Coppola y sus derivados?
En su primer libro, Los materiales, juega con el sentido mismo o condición del término que le da título –(más allá de cualquier generalización) para dar fe del miedo de (o a) la representación. Pero no a la representación como tal (o en sí misma), sino a la resistencia a caer en ella, negándose u oponiéndose a ella con una venda en los ojos. En Lo común usa la representación –nuevamente– en un acto (que puede reducirse a lo reflejo) que, vuelve una y otra vez a realizar para caer en ella –es decir, para oponerse a ella, para negarse a su ambigüedad. Usa (o señala en su uso) la palabra animosidad para describirla, es decir –oh, juego de barrocas paradojas– para representarla desde la disyuntiva que señala las diferencias de su uso en inglés con el que se le da en español (que se abre, por una parte, a lo literal y por otra, a la asimilación de los barbarismos derivados de las acepciones anglas de uso). Se rinde a una preceptiva comparable a la de la literatura menor que como gesto paradójico ve Deleuze en el alemán de Kafka, sólo que es una literatura que está a mitad de camino, que transita con libertad en sus condicionamientos (aleatorios o no) y que se sabe bilingüe, que salta a troche y moche: a ratos una cosa, a ratos otra, a ratos ninguna.
García Manríquez insiste en este subrayado de sometimientos a una hegemonía cultural al poner en el segundo verso otra palabra incómoda y disonante, impuesta también por razones económicas y sociales de igualación y dominio, indexicalidad (en lugar de indicidad) con lo que hace también sinécdoque del proceso (o si se quiere, la búsqueda) que llena el resto de cuaderno de Lo común: las listas con las que enumera el armamento comprado por el Ejército Mexicano, los elementos que constituyen al Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México o las especies nacionales en peligro de extinción. En una primera lectura, el catálogo de armamento se sobrepone a los otros dos catálogos y a una de las finalidades u objetivo del poema: decir el mundo y sus accidentes en el vano intento de que perduren más allá de sí mismos, a pesar de que la lista de animales acaba por convertirse en una letanía donde lo concreto entra y sale de lo abstracto (o del lenguaje, para este caso en específico) dentro de la poética que ya había planteado en Los materiales frente a lo que dice y a lo que es:
Empujamos a un lado la historia
La volvemos nuestra propia indexicalidad
Podemos tomar de forma literal estos dos versos, García Manríquez nos lleva –nos obliga– a lo literal, primero, sea lo que sea a donde queramos ir –por derivación o asociación libre–en un juego en el que se sigue reiterando en su alusión a la historia. Esa historia que echamos a un lado (supongo que para no hacerle caso, del mismo caso que buscamos ignorar las grabaciones de los ropavejeros de camioneta o de los helados en promoción de la cremería con ruedas o la música que acompaña a la botarga de la farmacia de similares– como parte de un estado de las cosas en el que –queramos o no– dice y hace y ambienta –como soundtrack– el diario transcurrir de nuestro devenir histórico. Son signos –todos particulares– del estado de las cosas del que hace inventario: entre nombres de dependencias gubernamentales, fabricantes de armamento, las particularidades del Palacio de Bellas Artes y el catálogo de animales en peligro de extinción. Toda esta cantaleta –que crece por acumulación– nos lleva al Popol Vuh, o más bien, a una referencia sobre la sublevación de los animales y las cosas contra el hombre; o como, lo dice García Manríquez: “la tentativa humana” (más bien era –según la versión de Adrián Recinos publicada por el Fondo de Cultura Económica en 1947– por los abusos que les habían infringido aquellos) para trazar una línea de correspondencia entre los abusos de los hombres originarios –unos de tantos– y nosotros, en tanto generalidad histórica definida –supongo– por los estándares de neoliberalismo.
una nueva nada
atraviesa el poema
como el capital
atraviesa el siglo
Es este pliegue –a mitad de camino entre el doblez y la vuelta de hoja– el que viene a iluminar el juego de correspondencias Usa Popol vuj en lugar de Popol vuh, quedándose a mitad de camino entre el español y el quiché: Popol wuj, como declaración de principio y lugar. Este estar o quedar o llegar a mitad de camino que inferimos (antes que pensar que se trate de un error u omisión) es un lugar elegido como poética. Los objetos poéticos de García Manríquez son híbridos que resultan de un recorrido que es tanto espacial como político. Son mapas que señalan el trayecto virtual de objetos físicos pero son también ese objeto (o al menos, su posibilidad) en los trayectos reales (de ser posible) a través del territorio que es determinado por esa geografía. Son las palabras y las líneas que se le imponen, las listas que enumera, los textos que subraya (y que se levanta al leer como suyos).
Valga la ambigüedad de toda patria potestad.
Ricardo Pohlenz es escritor, poeta y crítico. Ha colaborado en diversas publicaciones, entre las que destacan Flash Art, Art Nexus, Vuelta, Letras Libres, Errr, Icónica, Mula Blanca, entre otras. Es autor del libro de relatos Lounge, los libros de poemas El azul del cielo, Cetacea y Bac Kga Mon y el libro de varia invención La vocación de submarino. Conduce el programa “La vocación renacentista del mil usos” en radio.centrocultura,digital.mx e imparte el Taller de poesía visual en Taller Prosperidad.
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Posted: August 22, 2019 at 7:18 pm