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Bucle infinito
COLUMN/COLUMNA

Bucle infinito

Cecilia Eudave

Ayer fue un día extraño y certero. Cuando llegué al salón de clases, mis alumnos, ya sentados en sus pupitres, charlaban animadamente. Me apresuré a prepararme para iniciar cuanto antes, tenía la impresión de haber llegado tarde. Saqué mis libros, el material didáctico y al final, sobre el escritorio, puse una pistola. Me asombré, ¿por qué tenía yo una?

Terminé de leer una nota periodística sobre la masacre en una escuela primaria en los Estados Unidos. Ya conocía la noticia por la televisión y me impactó profundamente porque eran niños y niñas entre siete y diez años; porque, además, el perpetrador era un adolescente. Sin embargo, el artículo me perturbó más, quizá porque mostraba la fotografía del chico culpable de esa enorme tragedia. Me sobrecogió su mirada, no percibí odio en ella sino un rencor añejo, evidencia de una soledad o maltrato terrible, supongo, que lo volvió inmutable y lo lanzó a un vacío que desarma cualquier emoción al grado de abismarlo para perderse en ese acto tan atroz como injustificable. Reconocí que tanto las víctimas como los victimarios de esos hechos son producto de un sistema social y de valores que no sabemos si nos ayuda o nos corrompe. No es la primera vez, y me estremezco pensando que no será la última. Recordé, entonces, una minificción que titulé “Pistolas” y escribí seis años atrás, publicada en un pequeño volumen de microrrelatos bajo el nombre, irónicamente, de Microcolapsos.

Un curioso escalofrío me embargó al recordar el momento justo en que se me ocurrió la anécdota. En aquella ocasión me enteré de otra terrible masacre en una secundaria, y de la desconcertante sugerencia, por parte ciertas instancias de la sociedad, de armar a los maestros para que pudieran defenderse de actos de esa índole. La propuesta me horrorizó porque vi un germen, como diría Pascal Bruckner, de “una inmoralidad necesaria” en una sociedad que insinúa o impone ciertas ideas a condición de contener y controlar situaciones económicas (venta de armas), o sociales (sistemas educativos necesitados de ajustes o reformas). Lo cual me llevó a reflexionar, ¿por qué son justamente instituciones educativas uno de los principales focos donde se genera o dispara la violencia? ¿Por qué se escogen esos escenarios? ¿Qué nos quieren proyectar estas situaciones tan abyectas? ¿Qué estamos haciendo mal para instaurar lo inusual, o lo insólito, como algo cotidiano en espacios aparentemente seguros? ¿Por qué creemos que nuestra sobrevivencia urbana depende de ejercer más violencia sobre los otros para vencerla? ¿Más violencia para la violencia? Con mucho desasosiego decidí releer la minificción, y mientras la leía en voz alta me percaté de que cualquier historia de este tipo luce como un bucle infinito perpetuando las anomalías humanas, nos ofrecen palabras reconfortantes o nos sentencian. Pero ¿las escuchamos realmente?, ¿tienen alguna resonancia en nuestra conciencia? O ¿solo se quedan como ecos de una civilización que se cree altamente evolucionada y en su soberbia no se entera de que va dejando una inaudita estela de muertes?

Aquí transcribo mi micro para los lectores que, como yo, crean que lo inusual cada día se estrecha más a una normalidad que comienza a ser inquietante y aterradora:

“Ayer fue un día extraño y certero. Cuando llegué al salón de clases, mis alumnos, ya sentados en sus pupitres, charlaban animadamente. Me apresuré a prepararme para iniciar cuanto antes, tenía la impresión de haber llegado tarde. Saqué mis libros, el material didáctico y al final, sobre el escritorio, puse una pistola. Me asombré, ¿por qué tenía yo una? Observé a los estudiantes por si hubiera alguna reacción de desconcierto, nada. Al contrario ellos comenzaron a sacar sus cuadernos y… sus pistolas. En realidad, eran revólveres y rifles de todo tipo, hasta creo haber distinguido alguna metralleta. Iba a comentar algo cuando entró una chica con una cara de angustia extrema:

—Disculpen, estuve en esta aula la clase anterior y olvidé mi Walther P99, le cuelgan unos pompones de colores y si la agitas hace un ruidito.

El chico que siempre se sienta al fondo le contestó:

—Está acá, toma.

La felicidad volvió al rostro de la muchacha.

—No sé que hubiera hecho sin ella, gracias —se retiró contentísima.

Seguramente yo estaría de lo más pálida porque preguntaron si me encontraba bien. No quise darle importancia a la situación porque aquello parecía estar en la norma, aunque ya no me pude concentrar mientras disertaba sobre no sé qué tema. Además, no podía desviar la vista de esas armas que, para incrementar mi perplejidad, estaban personalizadas. Sí, de colores o con incrustaciones brillantes; algunas lucían en los armazones o en las cachas motivos de caricaturas o de los héroes de moda; otras eran bastante modernas, les apretabas algún botón y salía un pequeño cuchillo dorado, o imitaban un estilo vintage de una carabina o arcabuz. Sonó el timbre que daba por concluida la hora y se levantaron para retirarse. Los detuve para aclararme la situación, e intentando parecer casual les pregunté con bastante ingenuidad:

—Ahora todos llevamos pistolas como si fueran teléfonos.

Sus miradas sorprendidas me agobiaron más. Por fin uno habló:

—Ay, profe, eso ya no se usa: en la calle te mataban por uno, te extorsionaban con ellos, te expiaban, te idiotizaban, te localizaban y te secuestraban, robaban tu información e identidad, te desprestigiaban, ni siquiera servían de defensa; en cambio, ahora, con esta —y me mostró una Glock 17—, voy tranquilo de regreso a casa.

Me sonrió y yo le lancé una mueca mientras guardaba la mía.

—Actualícese, profe, la que lleva es bonita pero ya no es efectiva.

Observé con atención mi Jericho 941 FS a punto de volverme loca por ese inaudito y repentino conocimiento sobre todo tipo de armas, solo para responder un «sí» insulso que no sé si escucharon. Cuando salieron todos quedé enmudecida, me derrumbé en la silla y me perdí en el horizonte blanco del pizarrón. Confirmé que en realidad no tenía la impresión de haber llegado tarde, había llegado con mucho retraso a dar cualquier tipo de lección y que afuera a todos nos estaba esperando una bala perdida o voluntariosa”.

 

Cecilia Eudave (Guadalajara, México). Narradora y ensayista. Algunos de sus libros son: Registro de Imposibles (cuentos, 2000, 2006, 2014),  Bestiaria vida (novela, 2008, 2018), con la cual ganó el premio de novela Juan García Ponce, En primera persona (cuentos, 2014), Aislados (novela, 2015), Microcolapsos (minificción, 2017, 2019), Al final del miedo (cuentos, 2021) y El verano de la serpiente (novela, 2022). Escribe también cuentos infantiles con títulos como Papá Oso (2010) y Bobot (2018), y novela para jóvenes. Ha sido traducida a varios idiomas, participado en diversas antologías y revistas tanto en su país como en el extranjero. Es profesora–investigadora de la Universidad de Guadalajara. En el 2016 se le otorgó la Cátedra América Latina en Toulouse, Francia y en el 2018 fue invitada de honor de la Cátedra Dolores Castro por la Universidad Autónoma de Aguascalientes. Su Twitter es @CeciliaEudave

 

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Posted: June 3, 2022 at 10:21 am

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