La regresión simbólica
José Antonio Aguilar Rivera
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Los politólogos que estudian a la democracia se esfuerzan por caracterizarla, así como a los procesos que la cancelan. Las regresiones autoritarias tienen rasgos institucionales: la captura de organismos autónomos, la desactivación de la separación de poderes y el control de la autoridad electoral. Cambios que dificultan que el partido en el poder pierda elecciones en el futuro. En cambio, se ha prestado mucho menos atención a los procesos simbólicos y culturales que acompañan a los procesos de autocratización. Sin embargo, no son menos importantes porque preparan de múltiples formas los cambios institucionales que minan a la democracia. Me refiero a las narrativas sobre el pasado. Tal vez no tengan los alcances de la hegemonía de Gramsci, pero las ideas que se instalan en las sociedades en transición hacia el autoritarismo facilitan la autocratización. Ensanchan y al mismo tiempo acotan la imaginación. En el caso de México, instaurar en el imaginario colectivo la idea del valor intrínseco de la democracia liberal fue un proceso lento y difícil, en parte porque la herencia simbólica del régimen posrevolucionario era profundamente antidemocrática. Como muchos otros regímenes autoritarios en el siglo XX, el de la Revolución Mexicana se apropió de la palabra “democracia” para significar con ella formas antiliberales y autocráticas de gobierno. “Democracia” era todo menos elecciones libres y competidas. Contra ese legado fue que en 1984 Enrique Krauze escribió su famoso ensayo “Por una democracia sin adjetivos”. Democracia para el crítico no era ejido, justicia social o lo que fuese lo que los gobiernos de la Revolución pregonaban, sino elecciones no controladas por el régimen de partido único que gobernaba al país desde 1929. En su respuesta en la revista Vuelta al ensayo de Krauze, Manuel Camacho no mencionó una sola vez la palabra “elecciones”. Camacho entendió perfectamente la naturaleza subversiva de la democracia electoral para el autoritarismo posrevolucionario: “el ensayo contiene afirmaciones que lo podrían convertir en una propuesta de sustitución, mediante la entrega del poder, del régimen de la Revolución Mexicana por otro de distinta naturaleza”.[1] Para Camacho entonces, “el proyecto democrático de la Nación no se ha derivado de prefiguraciones doctrinarias, sino que ha resultado de los valores que se han defendido y de los acuerdos de las fuerzas sociales y políticas en los momentos decisivos de la historia de México. Nuestra democracia parte más de los pactos constitucionales que de las comparaciones externas o las derivaciones de doctrina”. Su función era procesar las demandas de las “distintas representaciones de la sociedad”. La “verdadera democracia” se definía por “la libertad y la representación. Pero esa libertad ha de ir acompañada de un avance en los niveles de vida, en el acceso a la educación y el mejoramiento de su calidad, de una mayor igualdad social”. Esta era la coartada ideológica y retórica del autoritarismo.
La transformación semántica de “democracia” en los últimos cuarenta años fue un logro cívico de la sociedad mexicana. La noción liberal democrática (doctrinaria le llamaban los ideólogos del nacionalismo revolucionario), que enarboló Krauze poco a poco fue desplazando al entendimiento autoritario de Camacho, hasta que sentó sus reales en México. No desaparecieron otros significados de democracia (un término polisémico en todas partes del mundo, al fin y al cabo), pero se volvió inseparable de elecciones libres.
Así estaba el imaginario hasta 2018. Lo notable es que el proceso de autocratización que México ha experimentado en los últimos años no sólo trastocó los equilibrios políticos que sostienen a la incipiente democracia, sino que también produjo una regresión simbólica paralela al proceso de desmantelamiento institucional. Comenzó con las críticas a algo vago llamado polémicamente el “régimen de la transición” y a sus fallas, reales e imaginarias. Desde el poder se lanzó la idea de que la democracia había llegado hasta 2018. La crítica a la democracia mexicana, de mala calidad, dejó de censurar sus pobres resultados (corrupción, estado de derecho, desarrollo etc.) para poner en duda su naturaleza misma. El grado en que esta narrativa ha permeado todas las capas de la sociedad mexicana puede apreciarse en un reciente análisis de la lingüista Yásnaya Elena Aguilar en el diario El País.[2] Para la lingüista la historia de la construcción de la democracia mexicana se ha vaciado de contenido. Sus prácticas, sus usos y costumbres, y su costo se han vuelto incomprensibles: “me parece gracioso incluso que hasta la fabricación de las boletas electorales esté influida por una profunda desconfianza: mecanismos que tratan de paliar las ansiedades que nos despiertan las elecciones en las que nunca terminamos de confiar del todo, es como si tantas marcas nos pretendieran dar una seguridad que debería más bien proceder de otro lado, construirse de otra manera”. El hecho de que entre 1997 y 2018 las elecciones se convirtieron, por primera vez en la historia del país, en el mecanismo de transferencia del poder no se registra, o se registra mal, en el recuento de Aguilar. Lo que queda para la lingüista es el oneroso caparazón de un animal cuyo nombre y naturaleza olvidó. Lo cual es curioso porque llegó a la mayoría de edad cuando se produjo la alternancia en la presidencia en el 2000. El recuento de la lingüista de la pre campaña presidencial reciente, que no fue precampaña, ilustra dos regresiones. Una, la de los pueblos de Oaxaca y, otra, la de la observadora del fenómeno que concuerda con las percepciones que narra. Para Aguilar:
México eligió a la próxima presidenta del país fuera del sistema que tanto dinero le cuesta y que, sí, le acaban de regalar hace algunas décadas apenas. Al menos esa es la percepción en esta región del país, la próxima jefa del Ejecutivo fue elegida el 6 de septiembre mediante un proceso controlado por Morena escudada en la desconfianza que le generan las instituciones electorales; lo que sigue solo causa bostezos y se antoja un largo proceso bastante anticlimático y aburrido. La oposición hizo algo parecido con la elección de Xóchitl Gálvez, los procesos se anticiparon y fueron concebidos como campañas pero sabemos que nada podrá hacer contra Claudia Sheinbaum, es una elección cantada. Quienes son fieles creyentes y entusiastas de la democracia liberal dirán que este proceso fue antidemocrático, pero para muchas de las personas de mi región no es así, simplemente se adelantaron las elecciones presidenciales y les resulta evidente el gran apoyo electoral y social que tiene Morena. Casi en cualquier escenario este partido habría ganado la presidencia de la República.
Este juicio encarna el retorno de ese imaginario que Manuel Camacho defendía enjundiosamente en 1984: el del régimen autoritario para el cual la “democracia” no era sino una forma de vida informe, perfectamente compatible con el control de las elecciones, el dedazo y la certeza autoritaria. La regresión consiste en la vuelta a los significados autocráticos y antiliberales que por muchas décadas fueron hegemónicos en el país. Lo dice Aguilar con claridad: “quienes a lo Woldenberg aman la democracia liberal se rasgan las vestiduras, otras personas vemos en estos problemas la consecuencia natural del funcionamiento del Estado-Nación y la búsqueda activa del poder, el problema está desde la concepción, el problema es el modelo”. La justificación del autoritarismo en esta ocasión no es el régimen de la Revolución como antes sino la crítica multiculturalista de los noventa. Sin embargo, el resultado es el mismo.
La argumentación de la lingüista es una muestra de lo que pocos han apreciado, la regresión simbólica.[3] Entender cómo regresó esta visión reaccionaria de la democracia es crucial porque significa que la lucha por preservar y restaurar la democracia en México no sólo tiene que ver con el entramado institucional, sino con la superestructura simbólica del país que también ha sido trastocada. Y combatir en las urnas al autoritarismo implica también combatir su regresión simbólica.
Notas
[1] Manuel Camacho Solís, “La batalla democrática”, Vuelta, núm. 90 (junio de 1984)
[2] Yásnaya Elena Aguilar, “La pesadilla de Woldenberg: apuntes sobre las precampañas”, El País , 21 de enero 2024.
[3] Jorge Javier Romero, “Sobre la democracia como pesadilla”, Sin embargo, 25 de enero 2024.
José Antonio Aguilar Rivera (Ph.D. Ciencia Política, Universidad de Chicago) es profesor de Ciencia Política en la División de Estudios Políticos del CIDE. Es autor, entre otros libros, de El sonido y la furia. La persuasión multicultural en México y Estados Unidos (Taurus, 2004) y La geometría y el mito. Un ensayo sobre la libertad y el liberalismo en México, 1821-1970 (FCE, 2010). Publica regularmente sus columnas Panóptico, en Nexos, y Amicus Curiae en Literal Magazine. Twitter: @jaaguila1
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Posted: February 19, 2024 at 10:02 pm