Las preguntas de New York
Dainerys Machado Vento
A la salida de Penn Station, en New York City, lo que más nos sorprende a Sissy y a mí es la cantidad de locos que hay en la ciudad. Caminan de un lado a otro, como si la demencia fuera una pandemia mucho más visible que la del covid19. Son tantos y van tan rápido, que opacan la vista de los edificios altísimos, de las calles amplias, del tráfico agresivo que, solo hasta un rato después, nos sacará un par de comentarios. Sissy y yo hemos sido amigas por veinte años, juntas hemos visitado varias ciudades y nunca nos había sorprendido la locura. Después de todo, crecer en Cuba te libra un poco del asombro ante la suciedad y la vulnerabilidad de los otros. Pero este New York de 2021 está pregnado de suficiente soledad como para impresionarnos.
Un señor da vueltas interminables a nuestro alrededor mientras caminamos rumbo al hotel de la octava avenida. Otro nos dice que nos quiere hablar del señor. Suponemos que sea de dios y no del hombre que daba vueltas en torno nuestro, pero no le preguntamos. Una mujer de vestido muy largo nos extiende una flor que lleva en el sombrero, solo para retirarla cuando intentamos alcanzarla. Al día siguiente, otra más se desnudará en la escalera del metro, y empezará a orinar sin pudor. Después, otra le pegará unos cuantos gritos a los comensales con quienes compartimos el desayuno. De la nada, simplemente empezará a gritar: “Espero que esté bueno ese desayuno, you piece of shit”. Dirá todo en inglés perfecto. La violencia de estos cuerpos ajenos es tanta que casi siempre volteamos la mirada y, con absoluto egoísmo, nos alegramos un poco de, al menos por ahora, seguir del otro lado del espectro de la salud mental.
Pero ¿qué nos separa realmente de estas personas? ¿Una mala decisión crediticia, un par de tarjetas que no se pagan a tiempo, decir que sí a la cocaína en la fiesta del sábado, un despido inesperado, más soledad? En este país parece bastante fácil volverse loco. Hace unas semanas, a una amiga le cobraron más de 2 mil dólares por tener a su hijo mayor media noche en un hospital. Y ese era solo el copago que le ofrecía su excelente seguro médico por un servicio de emergencia. Poco, muy poco, parece separarnos de ser un loco de New York.
Un par de noches después de nuestra llegada, Agustina nos confesó que a ella también le impresiona la locura de la ciudad. Vino hace un par de años de Buenos Aires, a estudiar un doctorado. La conocimos en Miami, y ahora le devolvemos la visita porque, entre plan y plan, es maravilloso conversar con gente que tiene una perspectiva diferente de la vida, de la historia, de las ciudades; con gente que te pueda aclarar si tu asombro ante la locura es legítimo o exagerado. Y pues dice Agustina que sí, que a ella también le impresiona esta vulnerabilidad que habita New York. Lo mismo nos repetirán varias personas con las que sacamos el tema.
¿Será que la ciudad está más vacía que hace un par de años, y por eso sobresale más esta pandemia del desamparo? Al final, este fue por meses el centro indiscutible del covid19, de su aislamiento y muerte. Acá todo, hasta el popular Times Square con sus luces inconfundibles, quedó completamente vacío, cerrado a cal y canto. Ya no tanto. Por eso podemos escuchar jazz en vivo en un bar llamado KGB, y comer comida mexicana y ucraniana en medio de la calle, siempre después de mostrar nuestras tarjetas de vacunación. La ciudad, sin embargo, no es la misma de las crónicas de viaje. Tiene aún ese aire de ghost town con que la bautizó la canción que los Rolling Stones lanzaron en 2020.
Yo no sabría decir si esto está sucediendo en más lugares, si este no volver a la vida, o volver a medias se repite en otras grandes urbes. Yo, desde marzo de 2020, no me movía ya no de Miami, ni siquiera del barrio donde vivo. Así que caminar New York se siente como un gesto nuevo, como un abrazo largo, como un beso de amor, como todo eso que queremos hacer cuando la pandemia –que no acaba de pasar— pase por fin.
La noche que salimos caminando de Grand Central tomamos una calle que, después descubrimos, se llama Library Way, Calle de la Biblioteca. Conduce directo desde la bellísima estación de trenes, con sus cielos de cúpulas estrelladas y sus mercados subterráneos, hasta la popular Biblioteca Pública de New York. La acera de Library Way –que por aquí muchísima gente banqueta— está llena de láminas que arman un camino de frases de escritores famosos: Emily Dickinson, Ernest Hemingway, William Carlos Williams, Wallace Stevens. Pienso en la relación que tuvieron muchos con Cuba, en que Hemingway vivió años allá, en que a Williams y a Stevens los tradujo y quiso José Rodríguez Feo. Pienso en Cuba, y en mi texto sobre las bibliotecas que publiqué hace poco para Literal Magazine. Quizás debí escribirlo después de conocer esta calle, la Library Way, para poder contar este orgullo que siento cuando descubrimos que la última plancha, esa que está ubicada justo frente a la biblioteca, la que marca el final del camino (o su inicio), tiene una frase del cubano José Martí.
¿Algún día deja el emigrante de encontrar su país en las nuevas geografías que ocupa? New York, más que luces, es toda preguntas.
De Martí se cita su texto sobre Oscar Wilde: “The knowledge of different literatures frees one from the tyranny of a few…”. En español dice: “Conocer diversas literaturas es el medio mejor de libertarse de la tiranía de alguna de ellas”. Creo que suena mejor en inglés. Arropado por esta ciudad en pleno crecimiento, Martí escribió tanto y se hizo también tantas preguntas, que estaría acaso sorprendido y feliz de ser ahora la respuesta en el camino de unos cuantos viajeros. Gracias a él, un cubano habla de Oscar Wilde frente a la biblioteca de New York, y hablará de Wilde para siempre… O quizás no para siempre, sino hasta que se lo permitan las imparables construcciones que se suceden en este centro del mundo, hasta que alguien decida levantar la acera o cambiar de escritor.
¿Cómo puede haber racismo en un país donde todo el mundo parece ser o haber sido migrante?, quisiera preguntarme frente a las palabras de Martí, frente a las de Borges, también en Library Way. Pero no es en el país donde todos somos migrantes, es en la burbuja donde vivo: la universidad, Miami, mis amigos, también New York. El campo no es la ciudad. “Sales de Miami y, aquí mismo en la Florida, ya Estados Unidos es otro país, con unas cuantas banderas confederadas”, me repite siempre Lydda López, más viajera que yo, más americana que yo y más mexicana que el chile. Somos todo esto, estas complejidades irresolutas que las grandes ciudades como New York, Boston y Chicago devuelve acá como un espejo.
El viaje es tan intenso que no tengo tiempo para coincidir con el escritor cubano Alexis Romay, ni con la poeta dominicana Osiris Mosquea. Tampoco puedo ver a Kianny N. Antigua, que estuvo en el mismo lugar una semana antes. Pero conozco a Natasha Wimmer, a Esther Allen, a Anna Kushner, a Adrián Izquierdo, traductores que me hablan de Cuba, de Pedro Pablo Pérez, de Pedro Juan Gutiérrez. ¿La Habana ya estaba aquí, tan presente, o acaso la he traído conmigo? Ya estaba, siempre ha estado, me aclara Frank Fernández, que nació en New York, de padres cubanos, y que jura que jamás podría vivir en Miami, pero que sabe todo sobre Cuba. Sabe, por ejemplo, que él se llama “como el famoso pianista”, y que el restaurante donde yo he pasado la tarde del sábado hablando de literatura junto a Michel Nieva –el Terraza 7, en Jackson Heights — es “igualito a la Fábrica de Arte de Miramar”.
De nuestro amigo de la infancia, Armando, Armandito, Mandy, hablamos también, pero con el turco que vende llaveros y magnetos en el Puente de Brooklyn. “Where are you from? ¿De dónde?”, termina su pregunta en español. “De Cuba, but we have a friend que vive en Turquía”. Armando vive en Turquía. Estamos en todos lados, habría que decir si esto fuera un concurso de lugares comunes.
Conocer muchas ciudades es el medio mejor de libertarse de la tiranía de alguna de ellas, parafraseo a Martí. Después de la pandemia, del aislamiento absoluto, de la soledad, de la tesis de doctorado escrita en un idioma que no es el mío y que siempre sabe a ajeno; después de todo eso, la locura literal y literaria de New York me recuerda que viajar siempre ha sido una fuente de inspiración, que en las preguntas de lo desconocido es donde mejor se encuentran las respuestas que uno no sabía que estaba buscando. ¿Volverá New York a ser la ciudad de antaño? ¿Volverá a ocultar a sus cientos de locos solitarios tras la velocidad extrema de su normalidad? ¿Volveremos nosotros a ser los mismos que éramos antes de todo esto? Aún parece improbable.
*Imagen Tim Klapdor
Dainerys Machado Vento es autora del libro de cuentos Las noventa Habanas. Ha sido incluida en la revista Granta entre los mejores narradores jóvenes en español. Estudia su doctorado en Lenguas y Literatura Moderna en la Universidad de Miami. Es cubana. Twitter: @Dainerys_MV
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Posted: October 25, 2021 at 10:09 pm