Los libros ¿por qué?
Angelina Muñiz-Huberman
Me rodean los libros. No podría estar sin ellos. Me atosigan. Me pesan. Me encantan. Están en todas las habitaciones. Arriba y abajo, por las esquinas, los recovecos, los intersticios. No hay lugar sin ellos. Son el lugar en sí. Han desplazado a los muebles: en las sillas son columnas, en la mesa la han atestado, en la cama tengo que empujarlos. Treparon por las paredes y ahuyentaron cuadros y fotografías. Les pido permiso para que me dejen pasar. Pero son muy educados y me dejan.
En esta maraña sé cómo encontrarlos. Incluso al tacto los reconozco. Son mis aliados. Mis estrategas. Mi memoria guardada. Hasta sé de qué lado de la página buscar lo que recuerdo. Luego de millones de horas de lectura me acomodo entre ellos.
¿Por qué ese afán de leer? ¿Cuál es el atractivo de fuego negro sobre fuego blanco? Porque el libro incendia sin quemar. Abrasa sin herir. Abraza sin estrechar. Expone y oculta. Nos hace reír. O llorar. Es un amigo silencioso pleno de palabras. Todas las palabras del mundo. Y más. Las que añado en competencia.
El libro como la gran esperanza. Una manos que lo sostienen. Unos ojos que lo escrutinan. Reconocer las letras. Adivinar la palabra siguiente. No adivinarla. La sorpresa esperada. La torre inclinada. Torre de Pisa enderezada. Todo es posible al pasar las páginas. Deshojar con los dedos. Poner una marca. Tatuarlos con alguna seña.
La peregrinación a las librerías es una tarea deleitosa y hasta bienaventurada. Una buena aventura. Feliz aventura. Nuevos libros a descubrir. Todo tipo de librerías te esperan. Ahora con la inservible pandemia han cerrado y hasta definitivamente algunas. Siento mucho una de libros viejos en la calzada de Tlalpan que se llamaba “Entre todos”. No es que hubiera entrado a buscar libros, pero al pasar en taxi rumbo al Hospital de Nutrición la veía como si fuera un acto ritual. Ahí está la librería esperándome y preguntándome: “¿Cuándo te decides a entrar?” Tarde. Demasiado tarde. Era de buena suerte verla.
Me quedé sin suerte.
Están las enormes librerías, de varios pisos, que te pierdes, que te enredas y pides ayuda. Por eso, prefiero las pequeñas, caminables, al alcance de la mano y del paso, con ediciones de libros que nadie pide, salvo algún que otro despistado buen lector. Entre ellos, los míos. Sí, ahí están, en la Librería Bonilla, pero esos no me sorprenden, me sorprendería si no estuvieran y alguien se los hubiera llevado.
Libros de todas formas y tamaños.
De colores o no.
Ilustrados o no.
Antiguos o modernos.
Especializados.
De moda.
La tentación de hojearlos.
O de ojearlos.
También están los libros de las bibliotecas. Para que todo el mundo los lea. La multiplicación de los dedos que dejaron su marca. Los ojos que se posaron en ellos. Su historia. Las bibliotecas famosas de otras épocas y países. Las ciudades-guardianes. De Alejandría a la de Aby Warburg. La primera como muestra del poder y riqueza de Ptolomeo I. La segunda con el amor a la antigüedad clásica trasladada de la barbarie nazi a la libertad: de Alemania a Inglaterra en 1933. La primera destruida por el fuego, la segunda salvada a tiempo del fuego.
En el Atlas Mnemosyne de Aby Warburg está el plan de la biblioteca ordenada según su criterio exclusivo. Las pinturas se despliegan en orden asociativo y rompen con el modo tradicional. La circularidad une principio y fin. Un mar de posibilidades. La geografía, la memoria, las musas, todo combinado.
En fin, los libros se acomodan entre preferencias.
Temas al azar.
Desplegados
al gusto.
Con los ojos cerrados
los escojo.
Los libros, siempre los libros. Desde la infancia. Las librerías de nuevo. La de Cristal en la Alameda, que ya no existe. La de Andrés Zaplana que tampoco existe, en San Juan de Letrán. Los amorosos libros, extendidos, al alcance. La emoción de tener uno nuevo entre las manos. Acariciarlos. Poseerlos. Acumularlos. ¿Cuántos se pueden llevar de la librería? ¿Y si en la próxima visita han desaparecido?
Aún tengo, hace más de sesenta años, En busca del tiempo perdido en traducción de Pedro Salinas y José María Quiroga Pla, de la editorial Santiago Rueda, Buenos Aires, 1947, comprado en la librería de Zaplana.
Y, claro, tengo el Romancero gitano, con dedicatoria a mis padres, de 1935, editorial Espasa-Calpe.
¿Y todavía me pregunto, los libros por qué?
Porque sí.
Libros transportables, para llevar consigo cerca del corazón. Ya los romanos inventaron unas tablillas enceradas o pugilares que Marcial aprovechó para sus Epigramas y, siglos después, Aldo Manuzio desarrolló con sus libros en octavo. Y ahora los llamamos libros de bolsillo.
Libros para escoger.
Libros para llevar y traer.
¿Libros para prestar?
No, no.
Que puedes perderlos.
El poder de los libros. Tan amenazantes que se prohiben, se censuran, se queman. Tratados como personas. Calificados. Buenos o malos. Excelentes. Perversos. Viven o mueren. Son de gran éxito. Dejan de serlo. Olvidados. Nunca leídos. Releídos. Dan lugar a chistes. ( Un muchacho le dice a su amigo. “¿Qué le regalaré a mi novia?” “Regálale un libro”. “No, ya tiene uno”.)
Libros maltratados. Castigados. Deshojados. Al rincón. A la basura.
Libros amados. Forrados. De terciopelo. De seda. Besados. Abrazados.
Un libro es un secreto.
Un libro es un misterio.
El que a buen libro se arrima buena lectura le cobija.
*Imagen de ejbSF
Angelina Muñiz Huberman es autora de más de 50 libros. Ha ganado el Premio Xavier Villaurrutia , el Premio Sor Juana Inés de la Cruz el Premio José Fuentes Mares, Magda Donato, Woman of Valor Award, Manuel Levinsky, Universidad Nacional de México, Protagonista de la Literatura Mexicana, Orden de Isabel la Católica, Premio Nacional de Lingüística y Literatura 2018, entre otros.
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Posted: January 24, 2022 at 10:03 pm