Los objetos ya no son sólo cosas
Miriam Mabel Martínez
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Eran cosas, pero ya no. Son él, son mi madre; son él y mi madre; son él, mi madre y mi hermana. Él, mi madre, mi hermana y yo. Él, nosotras y el mundo entero. Nosotras dentro y también fuera. Su pasado, su presente y pensé que su futuro. Sus objetos –ninguno mío y quizá todos míos– son ya pasado en un presente sin futuro. Son la mitad de su vida en otra vida. Yo en el centro, él en el norte. Y los viajes. Y las visitas. Y los cachitos de allá y de acá en estos objetos. Los carritos que colección que acompañaron mi infancia. Los títulos de los libros que volvió a comprar, los que le regalé y los que cargó para cimentar su otra existencia. Más los adquiridos en Gandhi. Cada quien su Gandhi; la mía la de Miguel Ángel de Quevedo en la CDMX; la de él en avenida Hidalgo, en el centro de Monterrey. Los libros de aquí y de allá le daban gravedad, como a mí su presencia. Saberlo me bastaba. Nuestras vidas sucedían paralelas. Dos cotidianidades, cada una con sus objetos. Los de mi padre del H-E-B, los míos de Superama. Las mismas latas de frijoles charros, los mismos tetra pack, las galletas saladitas y las de avena; sus “bolillos de Torreón” del súper en la Country y mis bolillos crujientes de la panadería de la esquina; sus paquetes de verduras para caldo de res con apio y los míos con epazote. Los cuartitos de leche con chocolate que sólo tomaba en su casa. Una casa llena de objetos, esculturas, bancos, sillas, archiveros, televisiones, folders, carritos, fotos, lápices, tijeras, sobres, pisapapeles, portarretratos, reglas, vasos, tazas, copas, lámparas, ceniceros tristes por no ser usados, la bicicleta fija, la jarra de agua siempre dentro del refri, botellas de whisky selladas esperando a un buen bebedor, estéreos de los de antes sonando casetes, de los de antes, con canciones también de antes; cientos de películas testificando la historia del cine mexicano y de la tecnología: BETA, VHS, DVD, Blue-Ray…, y la caja de controles remotos exhibiendo los “avances” hacia la comodidad incómoda del clic. LP’s ordenados como si estuvieran formados en un lunes escolar para tomar distancia; sartenes vírgenes de aceite; platos y cubiertos pa’l diario y la vajilla posando en la vitrina como parte de la escenografía, al igual que el trinchador, el sofá, la mesa de centro, como la escultura femenina flanqueando la escalera o la vitrina llena de objetos de cristal tan transparentes como su ausencia. Tan sin color, sin olor, sin sabor. Tan sin él y tan con su historia ¿Cómo llegaron hasta él? ¿Cómo podrán existir sin él?
La tele será prendida por otro, al igual que la cafetera; los focos se fundirán y tendrán que ser reemplazados; las latas serán abiertas; mientras tanto, el paquete de servilletas avisa ya que está a punto de fenecer y el champú gastado se resiste y la caja de rastrillos continúa perdiendo inquilinos y el Fabuloso murmura que pronto abandonará la casa también . Y un día cercano se acabará esa su última despensa. Usaré el último sobrecito de té, se ocupará el último mililitro de Pinol, me serviré la última cucharada de azúcar, tiraré la pasta de dientes vacía. ¿En qué momento el rollo de papel se convirtió en un cachito de mi padre? Mi padre muerto que de pronto se aparece –en un presente que ya no es– en esos objetos de “duración limitada”, aferrándose a la vida y traicionando a esos otros objetos longevos que acumuló como un recordatorio de sí mismo y que son definitivamente él sin él. Porque mi padre está en sus libreros, en las plumas, clips, libretas, sacos, pantalones, zapatos, calcetines, suéteres… Sí, está en los sillones, en la sala, el comedor, en su escritorio, en el mouse, en el control remoto del “clima”, en las llaves del auto, en su silla de trabajo, en las macetas, cubetas, mangueras. Ahí estaba y está de una manera casi atemporal, como estuvo siempre y estará mientras esos objetos ocupen el lugar que les corresponde. Está en ellos y ellos siguen ahí para tranquilizarme, para susurrarme que no me preocupe, que ahí están para consolarme. Están hora como estuvieron antes, cuando yo sabía de su presencia simplemente porque mi padre me hablaba de ellos o porque yo, del otro lado de la pantalla –antes del auricular o del fax– los intuía. La tele como un ruido blanco, las hélices del ventilador, la taza muda del café recién tomado o el plato imaginado repleto de algo; las pantuflas mudas que apapachaban sus pies en invierno y sus chanclas sofisticadas que lo ayudaban a sobrevivir la canícula encerrado en su estudio, su hábitat, donde permanecía a salvo no sólo gracias al aire acondicionado sino a ese relato tridimensional narrado a partir de fotos, folders, llaves, hojas, plumas, lápices de puntas perfectas, basurero, máquinas de escribir mecánicas y eléctricas, su computadora con el desktop tan ordenado como sus escritos a mano, y más libretas con ideas y más notas y recortes que dieran pie a una primera escena, listo para empezar.
Y me confié en que si él algo sabía era cómo empezar una historia, como lo hizo siempre. Pero el siempre también tiene fecha de caducidad. Mi padre ya no está, aunque están sus objetos, esos en los que siempre estuvo, como sus Post-it, sus plumas, sus relojes, sus portafolios, agendas, plumas, lapiceros, separalibros, USBs. Ya no está y estos objetos lo saben con la misma certeza con la que otros objetos asumían su transitoriedad. Galletas, sustitutos de azúcar, chicles, botellas de agua, papel de baño, jabón, desodorante, cloro, pasta dental, atún, leche… tan perecederos como él.
Todo por servir se acaba.
Abro la lata de frijoles y siento la ausencia de mi padre. “Mejor luego”, pienso. Tengo miedo. Temo que un día se acabe el último jabón que compró, no quisiera terminarme las galletas, pero tengo hambre. La remojo en la leche con chocolate que vierto en su taza; luego, desarmo el mini-tetra-pack emulando sus acciones evocando su presencia. Lo hago mientras en mi cabeza lo veo empujando el carrito del H-E-B, verificando el precio, pagando en la caja. Otro sorbo. Siento que me estoy tragando estas escenas. La galleta se desbarata en cada masticada como él. Le añado más leche y me bebo aquél, su último presente. Lavo la taza, la pongo a escurrir… El lavatrastes se está acabando, demostrándome lo perenne de mi tristeza.
Miriam Mabel Martínez es escritora y tejedora. Aprendió a tejer a los siete años; desde entonces, y siguiendo su instinto, ha tejido historias con estambres y también con letras. Entre sus libros están: Cómo destruir Nueva York (Conaculta, 2005); los ebook Crónicas miopes de la Ciudad de México y Apuntes para enfrentar el destino (Editorial Sextil, 2013), Equis (Editorial Progreso, 2015) y El mensaje está en el tejido (Futura libros, 2016). Coordinó las antologías Oríllese a la izquierda y Mujeres (2019) y Mujeres. El mundo es nuestro (2021) ambas bajo el sello Universo de Libros. Forma parte del Colectivo Lana Desastre con el cual ha participado en “El Panal Monumental” (2017); un mural tejido para la Central de Abasto (2018); “Manta por la Sororidad” (2019) y “Data: Cambio Meta Tejido” (2019), entre otros. Pertenece al Sistema Nacional de Creadores de Arte.
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Posted: September 24, 2023 at 1:12 pm