Masculinidades emergentes: el arte de corregir
Ana Clavel
Escuché de Donovan Carrillo como en un eco a partir de las Olimpiadas recientes. Los deportes invernales tienen poco que ver con mi horizonte vital, como el de la mayoría de mexicanos. Por eso me resultó extraña su historia, un joven tapatío que desde niño se había apasionado por el patinaje artístico sobre hielo. Contra viento y marea se fue ejercitando en pistas de plazas comerciales en un país donde prácticamente no conocemos la nieve. Sus habilidades y resolución encontraron apoyo en unos padres que aunque no poseían recursos abundantes, se las arreglaron para conseguir un entrenador e ir tirando para que Donovan no abandonara su sueño, participando en torneos que le permitieran desarrollarse. Tampoco se amilanaron ante las críticas sobre la masculinidad de su vástago. Ya se sabe, verlo patinar con elegancia y ligereza hizo pensar a más de uno que esos movimientos eran “demasiado delicados”. Es cierto pero de otra manera: entre los muchos entrenamientos que este joven ha tenido que hacer para convertirse en competidor mundial están las clases de ballet y jazz para estilizar sus movimientos al ritmo de la música que entre él y su entrenador y coreógrafo, Gregorio Núñez, eligen para sus actuaciones.
Pero lo que más me sorprendió de su historia fue el video que circuló en canales de noticias y redes sociales, durante su participación en la final de los Juegos Olímpicos de Beijing, donde si bien no ganó una medalla, se robó el corazón de un México necesitado de figuras que hacen realidad sus sueños. Contrario a lo que pudiera esperarse, no fueron las secuencias bien realizadas, los saltos perfectos, el carisma innegable del joven patinador, los que llamaron mi atención, sino sus leves caídas, sus casi imperceptibles fallos, esos tropiezos de los que salía airoso con una sonrisa y seguridad de movimientos, como si fueran parte planeada de la rutina de competición. Verlo deslizarse grácilmente a pesar de los errores, me hizo pensar que también corregir sobre la marcha era un arte. Y de pronto imaginé que ese atleta elegante y vigoroso, decididamente resuelto a avanzar a pesar de todas las limitaciones, de alguna manera encarnaba una masculinidad emergente que se esforzaba por dar lo mejor de sí, por corregirse, por mejorar.
Tal vez no hubiera llegado a visualizar esta suerte de alegoría si no hubiera tropezado con dos novelas mexicanas recientes: Hotel francés de Raúl Carrillo Arciniega y Enemigos imaginarios de Pablo Berthely Araiza, ambas publicadas en 2021. En la primera estamos ante la mirada crítica, deconstructiva sobre la relación con la madre –plagada de desencuentros y traiciones– a partir de la reflexión de un hombre joven que, al revisar su origen sudcaliforniano, pasa revista a los usos y costumbres sociales y familiares de su propio machismo y de los hombres que lo rodean, incluido por supuesto su padre.
Un machismo en el que sobran erecciones y odios descalificadores hacia todo aquello que represente la figura de lo débil (sea mujer, indígena, pobre). Así Hotel francés (Universidad Autónoma del Estado de México, Premio Internacional de Narrativa Altamirano 2021) se revela como un fresco de prejuicios y apariencias que pasa por la máscara del poder político y económico, en el que también las mujeres en busca de la mejor inversión social, hacen lo propio. Cómplices y a la vez instigadoras de un reino atávico en el que se confunde la necesidad de supervivencia con las frustraciones aspiracionales, en un filo donde la pérdida del sentido de la vida va de la mano con la despersonalización y lo demencial.
En ese enredo de patologías familiares y sociales, el protagonista, un académico que ha emigrado a una universidad extranjera, obligado a volver ante la muerte primero del padre y después de la madre, hace un ejercicio de autoanálisis, introspección y autocrítica. Analiza los rasgos edípicos en su relación temprana con la sexualidad e incluso, se muestra en toda su vulnerabilidad al reconocer una experiencia de penetración homosexual, mezcla ambigua de confusión, abuso y afecto, con el chofer indígena de la familia. Esta manera de abrirse de capa de un hijo del patriarcado más esquemático y tradicional tiene mucho de examen de conciencia de una heterosexualidad que ya no se sostiene con las sinrazones y violencias previas. Un ejercicio radiográfico de las vísceras propias, un mostrar las emociones y signos de vulnerabilidad como antes sólo se hubiera atribuido a una “naturaleza femenina”. El resultado: un ajuste de cuentas más conforme con las pulsiones, deudas, resentimientos, deseos para conformar una identidad masculina propia menos estereotipada, más libre de los demonios de la culpa y los mandatos de una virilidad feroz, abstracta y muchas veces ajena.
Por su parte, Pablo Berthely desarrolla en Enemigos imaginarios (Ediciones Periféricas y La Rana, Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia 2020) una exploración de la paternidad en la figura de un joven milenial que enfrenta su indecisión y temores con absoluta honestidad. Lejos del esquema patriarcal en el que no hay asomo de cuestionamiento alguno y los hijos encarnan el poder viril del macho, el protagonista duda y toma distancia crítica para revisar su pasado, la relación con los padres, los amigos, las parejas, la familia, las hermanas. Presenta una masculinidad más reflexiva, con menos verdades absolutas y más incertidumbres de legitimidad viril a priori, capaz de flexibilizar sus posturas ante el deseo y la resolución de vida de las mujeres que lo rodean, y aceptar su derecho al goce y a la supervivencia frente a la violencia escandalosa de un país feminicida que, de un modo o de otro, termina por arrollarnos en la realidad o en la conciencia.
Un estilo ligero y a la vez reflexivo, recursos estructurales que echan mano del guión cinematográfico, el diario personal, los correos electrónicos, la narración ágil y sugerente, con dosis de humor y profundidad necesarias para desmantelar las violencias heredadas y someterlas a escrutinio. Más allá de una agenda de corrección política, Betherly desarrolla personajes contemporáneos vitales y escribe no una novela de tesis sino una obra de síntesis, donde se abre paso una masculinidad más introspectiva, más porosa y abierta a nuevas formas de ser, estar, acompañar e interactuar, precisamente en un panorama donde la incertidumbre ha tomado el mando para todos.
Escudriñar de este modo los usos y costumbres del patriarcado y sus pactos en personajes que cuestionan y dan señales de que los tiempos están cambiando, no como una impostura de agenda, sino como reflejo de una realidad que se descorre del lugar habitual. Y eso, en la frágil superficie donde interactuar con los otros y sus derechos es como un patinaje artístico, donde muchos de los enemigos pueden ser imaginarios y cada vez más aliados, estas masculinidades contingentes se deslizan, hacen piruetas, caen, corrigen y vuelven a levantarse. Una mirada diferente hacia ese lugar donde no soy sólo yo o tú, o sólo ellas, sino también un multitudinario nosotros.
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99
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Posted: March 7, 2022 at 8:09 pm