Mickey Mouse contra ChatGPT
Alberto Chimal
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En los primeros días de 2024 circuló la noticia de que Mickey Mouse, el personaje de Walt Disney, ha pasado al dominio público. La noticia se difundió de manera confusa, como suele pasar cuando se discuten temas legales. Más de un artículo se quedó en la especulación sobre qué cosas horribles se harían ahora con el personaje “familiar, amado por generaciones”. La situación es más compleja.
“Dominio público”, como se sabe, es el conjunto de las obras artísticas e intelectuales que no se están protegidas por copyright o derechos patrimoniales, incluyendo derechos de autor. Las obras en el dominio público pueden ser reproducidas y utilizadas por quien sea sin pagar ni pedir permiso, y representan un patrimonio cultural que no está restringido por intereses mercantiles.
El dominio público, sin embargo, no es igual en todas partes. Hay un plazo tras el cual una obra pierde por ley su copyright, pero éste varía de un país a otro y se calcula de diferentes formas, usualmente a partir de la fecha de la publicación de la obra o de la muerte de su creador.
La noticia de Mickey Mouse se refería a los Estados Unidos. Este año se cumplen los 95 que indica la ley allá para la protección de obras producidas en 1928; aquel fue el año del estreno de Steamboat Willie, el corto animado donde Mickey aparece por primera vez. Los personajes que se “liberan” son los que aparecen en ese corto (y otro más, mudo, titulado Plane Crazy): los primeros diseños de Mickey y Minnie Mouse y de varios otros.
Además de que diseños posteriores de los personajes no entran en el mismo “paquete”, Disney tiene registrado a Mickey Mouse como marca, no solamente como obra artística, y en otros países el derecho patrimonial aún no caduca. (México, por ejemplo, cuenta 100 años a partir de la muerte del autor o creador, o de la publicación de la obra: uno de los plazos más largos del mundo.) Por lo tanto, lo que puede hacerse por el momento es muy limitado.
Una película y un videojuego de horror con versiones “oscuras” de Mickey Mouse fueron de las primeras obras derivadas en aparecer, lo que me parece una enorme falta de imaginación.
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Con todo, el que Steamboat Willie esté pasando al dominio público –junto con muchas más obras de 1928, incluyendo Orlando de Virginia Woolf y La ópera de tres centavos de Bertolt Brecht–es importante.
Entre 1999 y 2019, el dominio público estuvo prácticamente paralizado en Estados Unidos. En 1998, el copyright abarcaba 75 años y fue ampliado otros 20, afectando casi a la totalidad de las obras registradas entre 1923 y 1977. Esto sucedió gracias a una ley, impulsada por empresas como Disney, que se conoció popularmente como Ley Mickey Mouse, aunque su promotor fue Sonny Bono, un político republicano (por más señas, exmúsico y exmarido de la cantante Cher).
Gracias a esa ley, Disney y otras multinacionales con sede en Estados Unidos tuvieron 20 años más para seguir explotando “propiedad intelectual” que de otro modo se hubiera vuelto gratuita y (esto no siempre se menciona) de acceso mucho más fácil para archivistas, investigadores y educadores, además de artistas o empresarios. Como en otras ocasiones, los intereses de grandes corporaciones pasaron fácilmente por encima de todos los demás. La siguiente entrada “masiva” al dominio público estadounidense ocurrió hasta 2019, y antes de ese año se pensó en ocasiones que habría extensiones adicionales o incluso una extinción del dominio público como tal, lo cual hubiera sido una catástrofe, incluso considerando el hecho de que semejante maniobra no hubiera afectado inmediatamente al mundo entero.
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No todas las obras cuyos derechos se mantienen fuera del dominio público son Mickey Mouse, es decir, no todas tienen detrás el dinero y el poder de una gran empresa decidida a mantenerlas en circulación. Muchas, a pesar del valor o interés que pudieran tener, se quedan en una especie de limbo, porque no hay nadie que pueda o quiera autorizar que otros puedan verlas. Así desaparecen de la cultura y la empobrecen.
Un ejemplo es el de la obra de la escritora mexicana Gabriela Rábago Palafox (1950-1995), que permaneció oculta durante más de 20 años luego de su muerte. Rábago fue una narradora extraordinaria, interesada lo mismo en los “subgéneros” literarios que en los temas de la exclusión, la microhistoria familiar y la opresión debida a los prejuicios morales…, que murió intestada, y sin que ninguno de sus deudos pudiera o quisiera dar permiso de que sus cuentos y novelas se reeditaran. Sólo hasta 2022 pudo verse un nuevo tiraje de su novela Todo ángel es terrible, publicado en la colección Vindictas de la UNAM, y el resto de su obra sigue prácticamente inaccesible.
Son similares los casos de Raúl Navarrete (1942-1981), Jorge Mejía Prieto (1927-1996) y muchos más autores y autoras estimables nacidos en el siglo XX en México, pero con una carrera desafortunada o una obra demasiado “rara”, lejos de lo que se consideraba digno de entrar en el canon literario de su momento. Más aún, algo así puede sucederle también a escritores muy famosos y reputados. Las personas curiosas pueden hallar fácilmente en internet noticias sobre cómo los derechos patrimoniales de Octavio Paz y Jorge Luis Borges quedaron en riesgo cuando sus viudas –respectivamente, la artista Marie-José Tramini y la escritora María Kodama– murieron sin dejar testamento, exactamente como Rábago.
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Las situaciones en las que el dominio público queda sometido al azar o la codicia no son el único problema actual del acopio de información, conocimientos y obras de la cultura humana. Otro ha comenzado a verse en el último año: numerosos individuos y compañías han empezado a demandar a empresas fabricantes de generadores de contenido (las tecnologías de aprendizaje automatizado que llamamos, con mucha simplificación, inteligencia artificial) por infracciones a sus derechos patrimoniales.
En el momento en que escribo este artículo, el New York Times está demandando a Microsoft y OpenAI porque los chatbots de ambas utilizaron material del periódico, disponible en línea, como parte de los datos de entrenamiento de sus modelos de lenguaje. Autores como George R. R. Martin, Michael Chabon y Jodi Picoult han demandado también a OpenAI por la misma razón, y otros como Stephen King o Margaret Atwood han denunciado que ChatGPT utilizó, igualmente sin permiso, transcripciones de sus obras. El archivo fotográfico Getty Images está demandando a Stability, la empresa que mantiene el generador de imágenes Stable Diffusion. Varias empresas discográficas están demandando a Anthropic, que mantiene a Claude, un chatbot capaz de generar sonidos y música. Etcétera.
Aquí estoy de acuerdo con los demandantes, y sobre todo con los individuos, cuyos derechos patrimoniales siguen vigentes, con frecuencia son víctimas de abuso incluso mientras viven, y no son capaces de defenderse si no tienen poder y prestigio. Por cada celebridad en el párrafo anterior hay miles o millones de personas cuyo trabajo ha sido digerido por uno o más bots y monetizado sin consideración alguna…, y el argumento más reciente de OpenAI contra las demandas es que sería imposible entrenar a ChatGPT u otras tecnologías similares únicamente con datos del dominio público, es decir, “desactualizados”: con un retraso de casi 100 años respecto del momento presente.
Yo mismo creo que una situación ideal tendría periodos más cortos, más flexibilidad para el dominio público, y a la vez menos oportunidades de que organizaciones codiciosas se apropien del trabajo ajeno. Pero yo no tengo poder, ni en mi país ni mucho menos en los países desarrollados. Así que me toca observar, únicamente, mientras estos dilemas se resuelven no sabemos dónde, y en beneficio (me temo) de sí sabemos quiénes.
Alberto Chimal es autor de tres novelas, más de 30 libros de cuentos, ensayos y guiones de cine y de cómic. Recibió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002, el Premio Bellas Artes de Narrativa Colima 2014 y el premio del Banco del Libro 2021, entre otros. Su libro más reciente es la novela La visitante. Contacto y redes: https://linktr.ee/
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Posted: January 11, 2024 at 10:22 pm