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Mis libros del 2020
COLUMN/COLUMNA

Mis libros del 2020

Gisela Kozak

Las lecturas de un año de pandemia quizás deberían apuntar en algún sentido hacia su comprensión y, efectivamente, leí muchos artículos de distintos pensadores y pensadoras sobre el fenómeno y hasta escribí un ensayo al respecto, pero en cuanto a libros todavía es muy temprano para hablar de algún texto significativo en relación con el COVID 19. Mis  lecturas siguieron tres líneas, una  de las cuales responde a un proyecto de escritura;  otra con artículos para revistas y suplementos culturales; y una tercera con los impulsos de la curiosidad y del placer. Me han interesado los textos biográficos y autobiográficos, aquellos que parten de un pacto con el público lector que no es otro que créeme, es mi vida (Annie Ernaux, Oliver Sacks, Claudio Magris, Ana Teresa Torres) o es la vida que he investigado exhaustivamente y pongo a tu disposición (Benjamin Moser). Este pacto debe resistir la mirada inquisidora de quien exige datos y bibliografía o de quien propicia  la discusión y refutación de testigos interpelados por los hechos señalados en los libros. No cabe duda de que domeñar los vaivenes de la memoria y prestarse para la reconstrucción de una vida son retos autorales nada menores.

También me he interesado por obras de índole histórica sobre el mundo comunista (Orlando Figues) y por pensadores concentrados en el presente y el futuro en términos de nuestro destino común como especie (Yuval Noah Harari). La  muerte del gran poeta venezolano Armando Rojas Guardia me llevó otra vez a su obra. Así mismo, los cien años del nacimiento de la brasileña Clarice Lispector señalaron la necesidad de escribir en algún momento algo sobre ella, tarea pendiente que me ha dado el placer de leer sus cuentos completos, otra de sus novelas y la biografía de Benjamin Moser. El apetito de escritoras de alto vuelo se orientó también hacia las mexicanas, pues resido en este país, lo cual me llevó a  Margo Glantz y a Elena Garro. Una recomendación del amigo Luis Yslas Prado significó un descubrimiento, el escritor estadounidense John E. Williams, y mi atención hacia la escritura actual  hispanoamericana me puso en las manos novelas de dos argentinas –Mariana Enriquez y Ariana Harwics–,  y una ecuatoriana,  Mónica Ojeda. Una promesa hecha en 2016 a raíz del Premio Nobel a Bob Dylan ha sido fuente de placer extremo: leer en octubre, mes del Nobel y de mi cumpleaños, una novela del ciclo En busca del tiempo perdido (Marcel Proust).

Por último, participé en un juego colectivo que me sirvió de terapia frente a dos  duelos mayores  (madre y hermana) que marcaron este año “trimardito” (sic) –como se dice en mi tierra– de la pandemia, un alocado, ultra humorístico y fascinante torneo de libros en Twitter, #LiteraryDeathMatch. Los libros hasta en juego salvan, así Oscar Wilde le haya  ganado en esta erudita justa a Proust, absurdo solo atribuible a una crisis del voto como medio sensato de dirimir las diferencias. Ni hablar de la derrota de Virginia Woolf y de Clarice Lispector. Solo consuela de tanta injusticia el triunfo de Borges y esto hasta cierto punto porque el organizador de #LiteraryDeathMatch, Diego Fonseca, es argentino y se dio el gusto. Al fin y al cabo que Borges sea argentino es un accidente geográfico (mejor me callo, que no hay que buscar enemistades en el sur… al menos no más).

Procedo a comentar los textos por separado, en orden de sus afinidades. Sobre algunos de ellos ya he comentado en otras ocasiones. Es el caso de  Sapiens, de Harari; también el de Nefando, de Mónica Ojeda; Matate amor, de Ariana Harwics y Nuestra parte de noche, de Mariana Enríquez. Me concentraré entonces brevemente en las otras lecturas y colocaré la fecha de la edición que leí, que puede coincidir o no con la fecha original de publicación. Como estoy examinando mi propia existencia en Venezuela durante la revolución bolivariana, las lecciones del británico nacionalizado alemán  Orlando Figes (1959) en Los que susurran. La represión en los tiempos de Stalin (2009)  han sido muy valiosas porque, además del extraordinario esfuerzo de investigación histórica detrás del cual hay un equipo, la constancia de los efectos del estalinismo en la vida privada es estremecedora. Cuando se escriben unas memorias políticas, el punto de mira tiene que ser por fuerza el que se establece entre la vida personal y las acciones llevadas a cabo desde el Estado, al estilo de Figues. Pero también hay que darle espacio a la belleza de los afectos y la luminosidad de estar vivos  en la vía de  Oliver Sacks (1933-2015), el gran neurocientífico inglés con un don narrativo inmenso, demostrado en  su  En movimiento. Una vida (2015). Sacks es un maestro en captar belleza y luminosidad en una existencia marcada por la pasión científica y por la homosexualidad, del mismo modo que las capta la francesa Annie Ernaux (1940) en Pura pasión (2019), cuyas líneas reverberan de esa alucinación maravillosa del enamoramiento en su dimensión de acto de imaginación, capaz de movilizar el cuerpo, la conciencia y la escritura desde el deseo.

El rigor desnudo es esencial para mi proyecto memorioso y para tal fin no he acudido a los historiadores sino a un libro de las más grandes escritoras que ha tenido Venezuela: Ana Teresa Torres (1945) con su Diario en ruinas 1998-2017 (2018). Como buena novelista histórica es puntillosa en cuanto a hechos y datos, los cuales desatan los nudos de mis recuerdos. Por su parte, El Danubio (2006), del italiano Claudio Magris (1939), convierte un libro de viajes en una espléndida gira intelectual y filosófica. Desde luego, mis memorias sobre la revolución bolivariana tienen estos modelos pero sé que es imposible emular sus singulares talentos, valga la aclaratoria. Me he interesado, igualmente, en las biografías, las cuales ayudan a poner orden porque los hitos de una vida, en el caso de escritores y escritoras, tiene que ver con sus proyectos creativos y su actuación de cara al mundo cultural y literario. El estadounidense Benjamin Moser (1976) con Por qué este mundo. Una biografía de Clarice Lispector (2009) y Sontag.Vida y obra (2019) señala la difícil relación de la mujer escritora con un mundo construido con reglas que le han funcionado a los hombres, pero también exhibe los dramas consecuencia de sus personalidades, lo cual siempre es conveniente a la hora de poner a funcionar la memoria para escribir.

Me llevó a Moser, hay que decirlo, la lectura de los Cuentos reunidos (2009), de Lispector, cuyo genio (no se puede usar otra palabra que esta vieja reminiscencia romántica) no es solo novelesco.  Aquí doy cuenta de mis lecturas por placer que pueden convertirse o no en escritura. En Cerca del corazón salvaje (2019), como en sus otras novelas, Lispector es incapaz de descender de la belleza. Sí, de la belleza, esa capacidad para trastornar nuestra percepción de la realidad hasta convertirnos en ese caballo o yegua indomable que corre feliz sin conciencia de la muerte, escena final de la novela.  Para quienes todavía piensan que el machismo literario es un juego, Lispector no estuvo entre las grandes figuras del “Boom” de la literatura latinoamericana, como no lo estuvo tampoco la mexicana Elena Garro (1920), cuyo texto Los Recuerdos del porvenir (2013) es una obra maestra sobre la revolución mexicana que desafía los sabores amargos de la guerra con los andares de la pasión. Cierro este inventario de escritoras señeras con El rastro (2020), de la también mexicana Margo Glantz (1930). El impecable y filosófico relato del funeral de un personaje inspirado en las figuras  de superhombres del arte y la literatura del siglo XX,  un  compositor  exmarido de la protagonista, me llevó, además,  a Las Cantatas, de Bach, conducidas por Nicolás de Harnoncourt.

El delicado seguimiento de la vida de un campesino que a raíz de una beca que se le concede para estudiar agronomía entra en el mundo de la literatura, fue un festín para mí. Me refiero a Stoner (2013), del narrador estadounidense John E. Williams (1922-1994), relato que trata de un profesor e investigador literario con una vida simple, sin mayores sobresaltos, apenas interrogada por la insatisfacción. Una vida sin horrores ni grandes heroísmos, una vida en silencio. Tal vez por esta razón leo novelas siempre; se trata de mi rincón personalísimo de lectura en el que toda utilidad se suspende. Cuatro años han transcurrido, la mayoría ya en la Ciudad de México, acompañada por Proust (1871-1922); este año casualmente me tocó La prisionera (2017). Confinada como Albertine bajo el despotismo de una pandemia, que no de un amante posesivo y mezquino como Marcel, la plenitud de la literatura como saber mirar sostiene mi cautiverio.

Termino este inventario con la antología de poemas El esplendor y la espera (2018), del venezolano Armando Rojas Guardia (1949-2020), nuestra versión de Pier Paolo Pasolini, con una obra deslumbrante en la cual  la fe en el absoluto cristiano deviene igualmente en pasión carnal homosexual de encuentro fugaz y en amor de soledad y extravío. Que descanse en paz el gran Armando, único poeta que me ha hecho preguntarme ante la fuerza arrolladora de su palabra si ser atea vale realmente la pena.

 

Gisela Kozak Rovero (Caracas, 1963). Activista política y escritora. Algunos de sus libros son Latidos de Caracas (Novela. Caracas: Alfaguara, 2006); Venezuela, el país que siempre nace (Investigación. Caracas: Alfa, 2007); Todas las lunas (Novela. Sudaquia, New York, 2013); Literatura asediada: revoluciones políticas, culturales y sociales (Investigación. Caracas: EBUC, 2012); Ni tan chéveres ni tan iguales. El “cheverismo” venezolano y otras formas del disimulo (Ensayo. Caracas: Punto Cero, 2014). Es articulista de opinión del diario venezolano Tal Cual y de la revista digital ProDaVinci. Twitter: @giselakozak

 

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Posted: December 15, 2020 at 11:00 pm

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