No es cierto que elijas tu propia aventura
Alberto Chimal
Primero, el ritual de nuestra época: este artículo contiene spoilers.
A fines del mes pasado (diciembre de 2018) se lanzó Bandersnatch, un episodio especial de la serie Black Mirror. Ofrecido por Netflix igual que las cuatro temporadas “normales” que la serie tiene hasta el momento, Bandernsatch es una historia interactiva: al verla, una interfaz especial pide elegir, en ciertos momentos, entre dos opciones que se dan a su protagonista, un joven llamado Stefan (Fionn Whitehead) que vive en Londres en los años ochenta, tiene problemas psicológicos y aspira a diseñar videojuegos.
Las opciones producen la ilusión de que quienes vemos el episodio controlamos al personaje: lo “hacemos” comer tal cereal o tal otro, reaccionar de esta u otra manera, meterse o no un cuadradito de LSD, saltar de un edificio o dejar que alguien más lo haga, enterrar a su víctima de inmediato o descuartizarla primero. Dependiendo de cada elección, la interfaz muestra una de dos secuencias distintas de video previamente grabadas y editadas; así, la historia se va bifurcando, ramificándose a lo largo de una docena o más de rutas diferentes. Hay cinco finales más o menos satisfactorios —todos desoladores, como suele ocurrir en Black Mirror— y otros que sugieren ser erróneos: que de inmediato invitan a “regresar” a una bifurcación ya visitada para elegir la otra opción disponible. La innovación más importante de la plataforma interactiva de Netflix, que antes de Bandersnatch se había probado en un par de programas infantiles, es técnica y no se ha discutido mucho: tiene que ver con la carga previa, en la memoria del reproductor, del video de las dos opciones de cada punto de decisión, de manera que la reproducción no se interrumpa y no haya una pausa perceptible en el momento de elegir. No todos los aparatos y programas de streaming pueden hacer esa precarga doble, y por eso Bandersnatch no se puede ver/jugar/experimentar en algunos de ellos.
Este resumen podría parecer innecesario en enero de 2019, pero ¿qué sucedería si una persona llegara a este texto mucho tiempo después? Aún no estoy convencido de que Bandersnatch vaya a ser recordado más allá de su periodo como tema de moda. Tal vez sea una obra crucial en la evolución del entretenimiento/consumo digital, pero también podría quedar sólo como un “momento” de Twitter.
No es que el episodio no sea innovador ni que carezca de ideas o contenido crítico (búsquese la referencia a Street Fighter y otros videojuegos clásicos en uno de los finales más sarcásticos y metaficcionales). Tampoco es que no se relacione con la larga historia de las obras interactivas e hipertextuales en la cultura occidental, ni con la historia de sus grandes temas, como el libre albedrío, la paranoia o la manipulación del comportamiento humano: además de las referencias obvias en el propio episodio, desde Lewis Carroll hasta Philip K. Dick o Matrix, es posible relacionar todo esto con trabajos teóricos de al menos varias décadas anteriores a ésta y numerosos precursores más, tanto audiovisuales y literarios. (Este recuento de Carlos A. Scolari menciona algunos de los más importantes.)
La pregunta que cabe hacer es qué haremos con semejante caudal de informaciones. Una persona cínica podría decir que no haremos nada, en realidad, más allá de discutir el asunto mientras nos dure el interés y no aparezca otro objeto brillante delante de nosotros. Hasta hoy, Bandersnatch ha sido tratado, sobre todo, como uno más entre miles de contenidos sensacionales, aquellos de los dependen nuestros medios y que nosotros, usuarios/espectadores/consumidores, nos hemos acostumbrado a buscar, especialmente en línea. Y en ese depósito de temas, sus cualidades o aportaciones son irrelevantes: una obra de tele interactiva es exactamente lo mismo que ¡A ordenar con Marie Kondo!, los memes a partir de Roma, el video del tipo que apuñala a un perro, la última declaración horrenda de Bolsonaro o la galería de los vestidos en la entrega de los Globos de Oro, es decir, es un mero atractor de atención, que nos hace permanecer un poco más delante de nuestra pantalla, nos impulsa a hacer clic y ver anuncios y nos ofrece a cambio alguna satisfacción momentánea y adictiva. (Un like, un corazón; una efusión sentimental, un instante de indignación, una gotita de ironía venenosa; una oportunidad de subirse al tren de un mame, presumir nuestra propia valía, insultar a enemigos reales o imaginados, mandar señales a alguna tribu a la que pertenezcamos… Puros intangibles, pues, que además dan a las grandes empresas de medios un poco más de información acerca de nosotros, para continuar manipulándonos.)
Ni siquiera las interpretaciones, glosas o análisis críticos, por valiosos o reveladores que sean, pueden escapar de convertirse en este tipo de mercancía: esta nota también tendrá su tiempo en redes sociales luego de su publicación y llamará la atención de algunas personas, a quienes les gustará o no, y que si así lo desean podrán comentarla (o comentarme). Lo que contará no es el texto en sí, ni lo mucho o poco que pueda tener de cierto, de significativo o de “original”, sino su fortuna al circular por las redes y su capacidad de “llamar a la acción” a otros.
Habrá que ver qué sucede, por supuesto. Se ha comparado el impacto social de Bandersnatch con el de Lost y otras obras de la década anterior, que también se propagaron mucho más allá de sí mismas en obras subalternas y en numerosas actividades y objetos aledaños, desde las “teorías” de fans hasta las tesis académicas…, pero el modelo para lograr la permanencia de esta tecnología interactiva tendría que ser, más bien, el de la película Avatar de James Cameron, que por sí misma no ha dejado mucha huella pero volvió una costumbre el uso de la 3D en cine y televisión.
Me gustaría que la tecnología de Bandersnatch estuviera asequible para artistas fuera de las grandes corporaciones globales, lo que en el fondo equivale a decir que me gustaría no vivir en el sistema capitalista, concentrador de la riqueza y explotador de las interacciones creativas, en el que vivimos. De momento hay que lidiar con el hecho de que esa tecnología —que además, según se reporta, incluye software exclusivo para crear y manejar historias ramificadas— fue desarrollada por Netflix y le pertenece: Charlie Brooker, creador y líder del equipo creativo de Black Mirror, solamente fue invitado por la empresa para utilizar esas herramientas y sumar al experimento el prestigio de su propia marca. Un fenómeno análogo sucedió apenas con la película de Sony y Marvel Spider-Man: un nuevo universo, enésima versión del Hombre Araña, pero más brillante que todas las de la última década —al menos— porque es una privatización de la fan fiction acerca del personaje. La aparición y el uso de las múltiples versiones del mismo que se encuentran en la historia (muchacho araña afrolatino, hombre araña blanco deprimido y de mediana edad, cerdito araña ácido/cute, etcétera) tienen la misma cualidad juguetona, transgresora, de las narraciones escritas por aficionados al margen del canon establecido por editoriales o estudios de cine, y que en décadas anteriores habían sido perseguidas por amenazar la “pureza” de una propiedad intelectual. Mejor para las empresas apropiarse de ese estímulo creativo y monetizarlo. (Otra versión que aparece en la película: Spider-Gwen, fue diseñada por el artista Robbi Rodriguez en 2014 pensando expresamente en que su disfraz pudiera reproducirse en la vida real para hacer cosplay.)
Por otra parte, también me gustaría ver que más opciones creativas distintas de las tradicionales fueran adoptadas en los medios: no sólo interactividad más variada o profunda, sino remixeo, exploración o derivas metatextuales, tecnologías que permitieran algo más que reflexionar acerca de ellas mismas y repetir lo que más nos preocupa de su existencia. Hacer precisamente esto ha sido la gran fuerza de Black Mirror como proyecto televisivo, y también su mayor limitación.
Alberto Chimal es autor de más de veinte libros de cuentos y novelas. Ha recibido el Premio Bellas Artes de Narrativa “Colima” 2013 por Manda fuego, Premio Nacional de Cuento Nezahualcóyotl 1996 por El rey bajo el árbol florido, Premio FILIJ de Dramaturgia 1997 por El secreto de Gorco, y el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí 2002 por Éstos son los días entre muchos otros. Su Twitter es @AlbertoChimal
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Posted: January 8, 2019 at 9:44 pm