No me hallo
Ana Clavel
(Lecciones patafísicas de la pandemia)
La verdad es que llevo días sin hallarme. Me he buscado en la cama y por más que revuelvo las sábanas y aún es posible encontrar la huella de mi cabeza en la almohada, e incluso alguna pestaña como resabio de una promesa por cumplirse, no estoy allí. Supongo que todo empezó con el bicho y el encierro prolongado para evitar los contagios. Días iguales donde no se asomaba ningún cambio ni sorpresa, salvo que el bicho cada vez era más letal. La angustia minaba y mis noches se fueron poblando de pesadillas de modo que me lo pensaba antes de acostarme pues sabía que no iba a descansar, sospechando además que, al despertar, el bicho —de la misma calaña del dinosaurio monterrosino— seguiría ahí.
Pero lo que sucedió fue al revés. Un día desperté y fui yo la que no estaba aquí. Cuando me asomé al espejo, no pude encontrarme en la superficie enmarcada de mosaicos de talavera del baño. Al principio creí que todo era producto del sueño, luego lo atribuí a la mala calidad de los espejos chinos de ahora que se opacan como si los habitara una niebla tenue. También pensé en mis ojos, agotados de tantas jornadas de lectura en pantalla y videoconferencias fantasmales en las que resulta desconcertante adivinar si de verdad los otros están ahí. Sin embargo, ahora no se trataba de ese simulacro de socialización, en el que a menudo me decía para tranquilizarme: No son ellos… soy yo, o mejor aún: son estos tiempos espectrales del confinamiento.
Pero desde aquella mañana frente al espejo, nomás no me hallo. Ni en el tapetito rojo de la entrada, ni en la cocina donde cebollas y zanahorias han creado un huerto a su antojo, ni en el baño donde las hojas de los libros que acostumbro leer en la tina han comenzado a trepar como enredaderas, recordando su antigua vocación arbórea. Tampoco en ese larguísimo trayecto del estudio a la recámara, poblado de selvas y miasmas, aunque mi casa sea minúscula. Sé que estoy un poco como algunas de las muchachas de Pinotepa que cuando éramos niños venían a cuidarnos y, tras días de desasosiego, le revelaban a mi madre: “Quiero irme a mi pueblo, aquí no me hallo”. Siempre me intrigó la metafísica de tal frase, una ontología del cor inquietum, ese corazón atribulado: No me hallo. (Ahora que lo escribo me viene a la cabeza el diálogo con puerta de por medio de Jorge Ibargüengoitia con la muchacha de servicio que se niega a abrir porque sus patrones andan fuera, y cuando don Jorge le pregunta quién es ella, la muchacha responde muy oronda: “Nadie”. Lecciones de una filosofía de la humildad —o de una violencia de clase asimilada, vaya usted a saber.)
Cierto que también está la canción del grupo El Personal, una rolita contagiosa titulada precisamente “No me hallo” (“no, no… no me hallo”, vuelvo a tararear el estribillo), pero lo del estupendo grupo de rock tapatío es más bien una desazón existencial: “Por más que le hago, no me hallo, no, no. /No me gusta ni el verano ni el invierno. / No me gusta ni la gloria ni el infierno. / Yo no sé lo que quiero ni en dónde ni con quién. / Me busqué en el directorio, / me busqué en la enciclopedia, / me busqué en el padrón electoral, / me busqué en la filosofía oriental. / Por más que le hago no me hallo. / No estoy seguro de lo que quiero, / siento que no tengo vela en este entierro, / estoy perdido y no sé qué camino me trajo hasta aquí. / No me gusta ni la escuela ni el trabajo, / no me gusta ni la lucha ni el fútbol, / no voy a misa ni de relajo, / no me consuelan ni la mota, ni las pastas ni el alcohol. / Me he buscado por las calles, por tugurios y arrabales, / me he buscado por doquiera que yo voy y no me puedo hallar. / Siento que no tengo vela en este entierro. / Soy un pobre vagabundo, mi reino no es de este mundo. / No me hallo (no, no), / por más que le hago, no me hallo (no, no)”.
Yo en cambio, literalmente, no me hallo. La cuestión de los espejos me ha llevado a creer que el bicho me ha vampirizado. Pero lo cierto es que aunque no medie la superficie reflejante, si miro hacia abajo y, cual Alicia que acaba de tomar la poción maravillosa, busco mis manos o mi cuerpo, o mis no tan lejanos y queridos pies, descubro que también han desaparecido. Sé que están ahí porque puedo sentir calor o dolor, pero tampoco eso es una prueba fehaciente puesto que a lo mejor me pasa lo del “Síndrome del miembro fantasma”, que perciben quienes han sufrido la amputación de un brazo o una pierna, y continúan sintiéndolos como si estuvieran ahí. Por eso es que llevo días buscándome.
Como mi mundo son los libros, me busqué primero en los libreros y en esa primera novela que escribí y que habla precisamente de una mujer que se vuelve invisible en plena de Ciudad de México, titulada Los deseos y su sombra por aquello de que mi personaje deseaba desaparecer para no enfrentar la vida y el deseo se le cumplía para su desgracia de manera literal. Pensé entonces que ahí estaban los antecedentes aunque yo nunca había deseado desaparecer, pero bueno, supongo que uno es responsable también por sus creaturas literarias. Me refugié entonces en el cuento “La niña invisible” de Tove Jansson para recordar cómo se podía revertir el proceso, pero en ese cuento precioso de los Mumin, la niña se cura con una buena dosis de abrazos, y eso no es posible por aquello de la insana distancia. Tampoco he encontrado el modo ni en el relato canónico de H. G. Wells, ni en el de Ralph Ellison que asocia la discriminación racial y la negación de la persona con la invisibilización social en su magistral novela, The Invisible Man. Y es que si lo mío fuera al menos una metáfora… Ay, púberes canéforas, qué lejóforas estáis de mi antes lirófora existencia.
Como seguía sin encontrarme, probé a buscarme en las escaleras. Me topé con rastros de polvo e infinidad de pelusas de gato pero no logré hallarme ni siquiera cuando releí las instrucciones de Cortázar para subir una escalera al revés, sin hacerse demasiado daño, pues ya se sabe de la malicia de las cosas que se vengan cuando se las mira intempestivamente y se las sorprende en su desnudez radiante. (Mi gato que en realidad es una gata —Tsukiji, “Llama de la Luna”, según mi hijo que le puso ese nombre japonés—, me ha dictado otras instrucciones para subir y bajar en cuatro patas en la conocida técnica felina del “acordeón”. También la he aplicado sin hallarme pero al menos me consuela que Tukiji mire mis esfuerzos con paciencia y me rescate un poco como una presencia familiar cuando se me restriega en las piernas diciéndome en un claro gatonés: “Yo sí te sé encontrar”. Lástima que sus pruebas de trascendencia patafísica no me basten porque sobre todo me las brinda cuando quiere su latita de comida o que le limpie el arenero. El interés lleva pies, o patas, entonces no es de fiar.)
Ustedes no lo saben porque no han visitado mi casa, ese vasto y a la vez mínimo territorio donde me he perdido desde el confinamiento al que nos ha obligado la pandemónium universal, como me gusta decirle a la muy demoniaca e infernal. A veces la sala es un Sahara, el comedor un invernadero, la terraza los jardines colgantes de Babilonia, los baños las termas de Caracalla. Desplazarse de uno a otro espacio es tan complicado que a menudo recuerdo las dificultades de movimiento de Gregorio Sansa cuando despierta y descubre que su cuerpo ha cambiado. La verdad es que me desespera mucho esta inmóvil movilidad. Y todo por no sentir el ser de uno habitando el cuerpo propio, caray. Es de locos esto de no hallarse.
Les decía que ustedes no conocen mi casa pero en mi recámara suelo tener varios libros de cabecera que guardo ahí como una biblioteca depurada por los años. Ayer nada menos tuve que sortear los vendavales de la desesperación para subir y asirme al Libro del desasosiego que se encuentra en esa personalísima selección porque lo que es a mí, el libro de Pessoa suele darme mucho sosiego. Entonces leí una línea marcada años atrás cuando estaba lejos de imaginarme que algún día eso de no hallarse literalmente, sería más arduo que dar con la piedra filosofal. “Se siente tristeza ser uno y al mismo tiempo algo externo”, y pensé que mi situación actual era exactamente la contraria. Me dije: se siente tristeza no ser uno y al mismo tiempo algo interno… Y solté a llorar como no lo había hecho durante todo el reinado del bicho del mal. Con las lágrimas (pétalos de amargas azucenas que al aire caen, diría Novo) conseguí por fin encontrarme un poco.
Imagen: Ellen Weinstein
Ana V. Clavel es escritora e investigadora. Ha obtenido diversos reconocimientos como el Premio Nacional de Cuento Gilberto Owen 1991 por su obra Amorosos de Atar y el Premio de Novela Corta Juan Rulfo 2005 de Radio Francia Internacional, por su obra Las violetas son flores del deseo (2007). Es autora de Territorio Lolita, Ensayo sobre las ninfas (2017), El amor es hambre (2015), El dibujante de sombras (2009) y Las ninfas a veces sonríen (2013), entre otros. Su Twitter es @anaclavel99
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Posted: March 24, 2021 at 8:10 pm
Ana, qué tristeza…
Qué desgarradora tristeza.
No me hallo, tú no pero yo te halle, en el cuerpo del texto, recorrí contigo ese no hallarte, un buen ejercicio para saber si estamos o dónde estamos y cómo estamos. El espacio nos absorbe, muy hábil lo de los objetos, los libros trepando buscando su antigüedad antrópica, jugando con el lenguaje de: “ es que si lo mío fuera al menos una metáfora… Ay, púberes canéforas, qué lejóforas estáis de mi antes lirófora existencia” genial, regresas al tema de cómo estar en el mundo, ser de otra forma, pero ahora es literal….. wow te adelantaste !!!!
Besos querida escritora, pionera en tantos temas….
abrazo es verdad ¿dónde están?