Nombrar las cosas
David Miklos
“¿Cómo supo la primera persona que nació cómo se llamaban todas las cosas?” me pregunta Anna, camino a la natación, desde el asiento de atrás y sus cinco años y medio a cuestas. Pienso en cómo, qué responderle, imagino a un ser humano nacido de la nada, puesto en medio del mundo, el orbe ya hecho, diseñado por la naturaleza, para no decir Dios. Me pienso yo mismo de niño, por la noche, cuando imaginaba el universo y su ausencia de límites, la idea de que no había una frontera o un muro o cosa alguna que pudiera contenerlo, algo tenía que haber, siempre, del otro lado. Pasan los días y MP y yo vamos a ver él, de e. e. cummings, y una frase se me graba en la memoria: “El tiempo es la memoria del espacio.” Y regreso al momento en el que Anna espera mi respuesta, paciente, con la vista fija en mi asomo de ojos en el espejo retrovisor, pero no le respondo aún y viajo en el tiempo, me veo de nuevo de niño, en el gran comedor del Hotel Hacienda San Miguel Regla, en Huasca, Hidalgo. Hemos ido allí en compañía de mi madre, que asiste a un congreso, el rector de la UNAM allí presente. Veo cómo le sirven comida a todos, platos humeantes de sopa, a todos menos a mí. En un arranque de inspiración, me paro sobre la silla y alzo la voz, grito: “Je veux des pâtes !”, recurro al idioma materno para reclamar pasta, sopa de letras, el privilegio de los adultos que se vuelven a verme, rector de la UNAM incluido, desprendidos de sus asuntos mayúsculos por un momento, el plato de sopa llega a mi lugar, regreso a mi asiento, satisfecho. Anna sigue sentada allí, el cinturón de seguridad puesto, alzada sobre su pequeño trono rosa, desde donde mira pasar el mundo y todas las cosas ya nombradas, algunas las conoce, otras no, hoy una de sus palabras favoritas es “complicado”, adereza sus frases con ella hasta domeñarla y destilar su significado, hacerlo suyo. Balbuceo algo, intento una respuesta, pero ni mi lengua ni mis labios logran articular letra alguna, me escucho en una grabadora, mi voz preservada en una cinta magnética, hablo por primera vez y mis padres capturan el instante, lo registran para que, algún día, yo mismo pueda escucharme y comprender, pero no recuerdo qué digo, qué dije entonces, y hoy no sé si esa cinta y esa grabadora de carrete abierto existen aún. Pienso en Anna cuando aún no hablaba con palabras, aunque las palabras ya estaban allí, tanto las relacionadas consigo misma –ojos, nariz, boca, orejas, pelo– como con su entorno inmediato, concreto y abstracto –chango, perro, gato, león, vaca, borrego–, el lenguaje, como el agua, encontrando su salida del pequeño cuerpo y la pequeña boca y la gran voz que todo lo llena en mi memoria. Cuando por fin comenzó a hablar con palabras, lo primero que Anna hizo fue inventar una: “Jólica.” No sabemos bien de dónde la sacó, cómo la compuso, aunque sospecho que tiene que ver con el nombre de su abuela materna, María Angélica, con la que Anna ha conversado durante un centenar de horas, con la que aún conversa y a la que imita y de la que roba gestos, expresiones, carácter. Encontrada su palabra fundacional, Anna comenzó a nombrar las cosas con ese nombre inventado por ella, Jólica esto y Jólica aquello, hasta que el nombre mudó de género y todo fue Jólico aquí y Jólico allá. Gato: Jólico. Vaca: Jólica. Muñeca: Jólica. Oso: Jólico. Luego pienso que antes de Jólica fue Yoyo, el oso tejido con el que Anna aún duerme, regalo de mi hermana, su tía. Pero Yoyo es único y nada más, nadie más, se llama así en el mundo inmediato y expandido de Anna: sólo Yoyo, versus todo Jólica, entonces. Allí está la respuesta a lo que mi hija pregunta, a lo que mi hija me acaba de preguntar y que me ha acompañado durante todo el trayecto. Ahora estaciono el coche y preservo sus palabras para luego dejar registro de ellas; bajamos del coche, entramos a la casa en la que toma su clase de natación. Anna se desviste hasta quedar en traje de baño –“¿Por qué se llama traje de baño, papá?”– y se zambulle en la alberca, ese gran útero en el que las palabras, cuando uno se sumerge, se vuelven informes y primigenias y todo vuelve a ser el comienzo del mundo, aquí y ahora.
David Miklos es autor de La piel muerta, La hermana falsa y La gente extraña entre otras novelas. Actualmente es jefe de redacción de la revista de historia internacional Istor. Es columnista de Literal. Su twitter es @dmiklos.
Posted: September 21, 2015 at 9:37 pm