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Olinka. Una ciudad ideal, dos versiones

Olinka. Una ciudad ideal, dos versiones

María Paz Amaro

Aquí va una entrega sui generis: escribir acerca de dos libros que llevan el mismo título, escritos por dos autores mexicanos y publicados con tres meses de diferencia. Tanto Cuauhtémoc Medina como Antonio Ortuño titularon sus sendas versiones inspirados en el proyecto de la Ciudad ideal del Dr. Atl. El libro de Medina, curador en jefe del MUAC y destacado agente cultural en el mundo del arte contemporáneo global, es la renovación corregida y aumentada del proyecto de investigación que inició a inicios de los noventa. Para Ortuño, una de las actuales plumas literarias más reconocidas a nivel internacional cuyas obras han sido traducidas a media docena de idiomas, se trata de su más reciente novela publicada bajo el sello Seix Barral.

Si debiéramos encontrar un hilo conductor común en ambos casos, apuntaría a que ambas obras reflejan de forma diversificada la transición del proyecto fallido de modernidad que parecía fructificarse en el siglo pasado en México y que, en sustitución, nos heredó una realidad menos excelsa, visible hoy en múltiples formas de carácter mayormente social. No importa si la versión de Ortuño transita exclusivamente en la ciudad de Guadalajara, quien lea su novela entenderá que podría tratarse de Monterrey, de Querétaro, de la CDMX u otra que comparta la mayoría de las características ahí expresadas. En el caso de Medina, pese a que él mismo intenta deslindar cualquier relación del proyecto del pintor Gerardo Murillo con la noción clásica de utopía a pie juntillas, es claro que, guardando las debidas proporciones, la Olinka del siglo XX recuerda, en un primer momento, los primeros sueños guajiros de futuristas —posteriormente de la Estridentópolis jalapeña—, para rememorar también el ulterior modelo de la ciudad situacionista fabricada por Constant en su Nueva Babilonia (y aquí es preciso aclarar que, si bien el modelo de ciudad de Murillo dista en premisas, formas y objetivos a los anteriores, al menos debe tomarse como una expresión constante a lo largo del siglo XX, visible en la fallida Fordlandia enclavada en el Amazonas, las redes ortogonales de los edificios ultramodernos concebidos por Buckminster Fuller o los diseños distópicos de Lebbeus Woods…, nunca antes en la historia se habían perpetrado de manera tan sistemática tantos sueños ideales de ciudad, independientemente de que los intereses ideológicos, culturales o económicos de unos y otros proyectos, distaran en proporciones inabarcables unos de otros). Olinka es reflejo de la fe que se tenía en el progreso, sobre todo tecnológico, toda vez que Murillo fue un personaje ambivalente, a veces en contra de la tecnocracia o cualquiera de los órdenes económicos imperantes, fueran capitalistas o comunistas, pero sin cuyos avances, la conquista del espacio que tanto obsesionaba al pintor y vulcanólogo jamás hubiera estado tan cerca. En menor grado, Olinka también recuerda el carácter idealista presente en ciertos visos de las sinfonías cinematográficas menos críticas de la ciudad, desde Paul Strand y Charlie Sheeler en Manhatta, Berlín en Ruttman o la más conocida de Vertov (si hubiera que mencionar a las versiones más críticas del mismo género, estas serían Marsella, de László Moholy-Nagy o Niza, de Jean Vigo).

El mismo Medina se encarga de desmarcar, desde el inicio, su propia elucubración de la de la académica Olga Sáenz, quien ve en el Dr. Atl a un exegeta peculiar de los manifiestos futuristas y de la ciudad imaginada por Sant’Elia a principios del siglo XX. El Olinka de Medina brinda las coordenadas necesarias para entender en perspectiva un proyecto tan imposible como lamentable: una ciudad por demás elitista a la que iría a parar la clase intelectual, artística y científica del país en distintos momentos y desde su primera formulación, allende 1912-13. Una ciudad en palabras de este autor “… destinada a cambiar la historia de la humanidad y del Cosmos”. Si bien Olinka fue un proyecto de larguísimo aliento, pues lo acompañó hasta su muerte y cambió de locaciones en función de coyunturas políticas y lindes geográficas, la visión del Dr. Atl también compartió una forma ideal inclinada a atisbos totalitaristas presentes incluso en La raza cósmica, de José Vasconcelos.

Por su parte, Ortuño investigó lo necesario sobre el proyecto citadino de Gerardo Murillo para intercalar sus rasgos generales en una novela tan divertida como paródica y delirante, en el sentido positivo que estos dos últimos términos expresan. Por paradójico que suene, el buen humor negro siempre es refrescante. Aurelio Blanco, personaje principal de la novela, es un contador mediocre y falto de carácter que sale de prisión tras pagar una condena de quince años al haberse ofrecido como chivo expiatorio ante la posible quiebra del negocio de bienes raíces de su familia política. La novela en extenso refleja la grandeza mexicana mítica tergiversada desde tiempos ancestrales e inoculada en nuestras cabezas, en tanto seguimos en la espera del milagro nacional. Perdón si inicio por el final: Ortuño tiene a bien cerrar su novela con un colofón acerca de la Atenas de México, la Sultana de Occidente, la Ciudad blanca descrita en 1939 por el historiador tapatío Luis Páez Brotchie, que nos deja pensando en más de un par de cosas a propósito de nuestro complejo ethos identitario tras registrar el inesperado desenlace. En nombre del poder, de la clase y del estrato socioeconómico que se detente, los personajes de la novela optarán siempre por elegir el camino más corto hacia la riqueza (¡cuanto mejor!) sin importar por encima de quién se pase o qué clase de mentira de mentiras se está dispuesto a edificar, una encima de otra. En este caso, la Olinka del Dr. Atl sirve para bautizar a un complejo habitacional de lujo rodeado de zonas boscosas y alejado del mundanal ruido. Su slogan de venta mezcla las nociones del Dr. Atl al jugar con los posibles significados del vocablo de origen náhuatl: Olinka residencial: el lugar de los mejores. Genera un movimiento positivo en tu vida. Para los personajes de Ortuño, aquello en lo que repara Medina como una de las premisas del grupo L’ Action d’art en que se basó el inicio del proyecto de ciudad ideal del Dr. Atl ― “los actos surgidos del deseo individual eran una extensión del arte sobre la vida”―, es trocado por la consecución, sin importar el precio a pagar, del joie de vivre obtenido por los happy few.

La ciudad ideal del Dr. Atl se bosquejó primero a las afueras de París para después trasladarse en distintos momentos por Tomacoco, de frente a los perfiles de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl, cerca de Montebello, Chiapas, en el valle del Pihuamo, en Jalisco, en Tepoztlán, Morelos y en la sierra de Santa Catarina, a las afueras de la capital. Según refrenda Medina, en las distintas versiones urbanistas del proyecto, la aristocracia o élite intelectual (en palabras de Gerardo Murillo, “la proyección más elevada de la evolución biológica”) viviría bajo el régimen del establecimiento de un mandato único: la ley de la belleza. De ser una urbe conformada inicialmente por artistas e intelectuales y lidereada por pintores, como era de esperarse, poco a poco dio cabida, en episodios siguientes, a filósofos y científicos cuyas investigaciones conllevarían a la salvación universal. El lugar debía ofrecer condiciones ideales para el desarrollo creativo de estas magnas labores: “vastos espacios, excelente clima, abundancia de agua, grandes bosques, magnífico paisaje.” Constaría también de observatorios astronómicos, laboratorios, habitaciones para los investigadores, salas de conferencias y hoteles, pues su modelo de autosustentabilidad radicaba en la labor intelectual que esta ciudad ofrecería no sólo al país sino al mundo entero. Murillo tampoco olvidó destinar zonas para el recreo, un museo de arqueología con piezas exhibidas al aire libre, funiculares y hoteles para los turistas, así como zonas destinadas al cuerpo de ayudantes y a la servidumbre, a fin de que la clase intelectual viviera sin ningún tipo de zozobra, dedicada en cuerpo y alma a su proyecto de redención humana encarnado en la conquista del Universo extraterreno.

En una zona contigua al borde de una barranca, Ortuño describe el busto en bronce del pintor que atestiguará un crimen, ubicado en el lugar donde se imaginaba el levantamiento del imposible monumento dedicado a “Lo Que Es”, que Gerardo Murillo ideó rematado por una gran aguja fulgurante de acero, aluminio y cristal, con cien metros de altura, y que acabó por ser la continuación de la crónica de una utopía rota desde la torre de Babel hasta el Monumento a la Tercera Internacional de Tatlin. Los diálogos en esta obra se desmadejan en una prosa continua que jamás perturba; todo lo contrario, similar a lo que también hace Fernanda Melchor en Temporada de huracanes, el estilo de Ortuño no hace más que invitar a desafiar el punto y seguido sin tregua, con tal de llegar al último capítulo que titula irónicamente Lo Que Es, pues ninguno de los sueños fraguados por el Dr. Atl, ni aquellos imaginados por la familia política de Yeyo Blanco, ni por él mismo, se realizaron como proyectaban. Hacia 1960, el pintor aparece en la novela a bordo de un automóvil que viene desde Zapopan en busca del terreno ideal para construir Olinka. Una imagen rompe con nuestro propio imaginario, pues nos gusta imaginar al Dr. Atl como el amante de la insaciable Nahui Ollin, o como el incansable explorador y vulcanólogo que camina al borde de la lava entre acantilados y despeñaderos. La que Ortuño escoge para evocar a Gerardo Murillo es más bien decrépita, de barba nívea, eso sí, pero sin la pierna derecha, con la pernera del pantalón atada al muñón. Si hubiera algún cineasta a la caza de un libro susceptible de volverse guion, esta es la novela por leer.

Aunque distinto en motivos, la narración de Medina es formidable en cuanto a detalles y curiosidades alrededor del Dr. Atl y su concepción suprema de metrópoli: la relación holística con el orden cósmico a través de una nueva ciencia para el artista, denominada “cerebrología”; el proyecto de búsqueda de la Atlántida, que él argüía como una civilización vinculada con el México antiguo, o la revolución posteológica consumada en dos templos dedicados al hombre y a la mujer. El superhombre evocado por Gerardo Murillo se describe en contraste con los epígrafes de Nietzsche que Medina seleccionó para abrir cada capítulo. De filiación siempre dudosa, acusado de antisemita y simpatizante de Hitler, el Dr. Atl se empeñará en aprovechar cada contacto ofrecido por una nueva coyuntura política desde su vuelta de Europa en las primeras décadas del siglo hasta los meses previos a su muerte. Tal y como lo hace Carlos Flores, suegro de Aurelio Blanco en la novela de Ortuño, ambos personajes ―uno real, el otro ficticio― serán una suerte de Ubú Rey que no logrará llevar sus proyectos megalómanos a buen puerto. No está de más añadir que el Olinka de Medina cuenta con un apéndice que incluye cartas y documentos además de los bocetos arquitectónicos hechos tanto por Gerardo Murillo como por su último adepto, el arquitecto Jacobo Konigsberg, a quien Medina pudo entrevistar en vida. Otro Jacobo, de origen judío también, figura en la Olinka de Ortuño, mas él correrá con peor suerte y su destino final será irremisiblemente atado a la imagen broncínea que atestigua en calidad de mudo observador, las desventuras del residencial de lujo venido a menos.

Aseguro al futuro lector que, si bien no es necesario leer una de las versiones de Olinka para adentrase en la otra, ya que ambas valen por mérito propio, de seguro ampliarán la experiencia de la lectura, esta vez por doble partida.

 

María Paz Amaro (Santiago de Chile, 1971) madre, profesora, historiadora del arte y escritora (en orden indistinto). Su Twitter es @mariaenpaz

 

 

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Posted: May 1, 2019 at 10:53 pm

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