Pasiones y obsesiones
David Medina Portillo
Para Sandra Lorenzano
Hay quien vive la literatura como una pasión espontánea o lúcida, según el caso. Pero hay también quienes hacen de la escritura una obsesión de signo negativo en tanto que sus arrebatos no los llevan a ninguna parte. De acuerdo con esto, Julio Torri nos legó una frase que siempre me conmueve: “Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.
Cierto perfil dubitativo me incapacita para exponerme con la espontaneidad de una pasión; en este sentido, apenas puedo hablar de una perplejidad más bien equívoca: el impulso de escribir y no poder hacerlo. El deseo convertido en obsesión y, luego, en idea fija. Ya se sabe: toda idea fija nos paraliza. ¿Habrá algo más contrario a la pasión? Ésta se alimenta de vida y lo demás, es literatura. Inversamente, las obsesiones se consumen a sí mismas. Quizá por ello alguien pensó: “La vida está en otra parte”; y mi mujer añade un tanto sarcástica: para escribir, no tienes que pensar en escribir. Y tiene razón. No obstante, nada me convence e, incluso, hasta he llegado a creer que para escribir no debía hacerlo.
Parece broma, lo sé, una ocurrencia retórica y sin gracia, pero cuántos de quienes atravesamos la adolescencia con la idea de ser un nuevo Melville o el impensado Rimbaud del altiplano, apenas si consideramos la posibilidad de que debíamos escribir. “Cuántos”, me pregunto, y de inmediato advierto la simpleza. Seguramente nadie. Sin embargo, a mí me pasó y, más raro aún, me sorprendió la edad adulta sin que lograra asimilar semejante anomalía. De algún modo creí que la lectura, practicada con regularidad, bastaba para saltar con solvencia y naturalidad a la página escrita. Ésta podía esperar, oí que alguien me decía.
A veces pienso que ese alguien fue mi demonio personal. Cada quien tiene uno, ¿no? Una sombra que nos acompaña a cada paso y con discreción tal que apenas la advertimos o, por el contrario, imponiendo su negra voluntad hasta extraviarnos. No sé dónde escuché o leí que muchos tenemos una historia, pero pocos alcanzamos un destino. En este sentido, mi memoria también es sólo anecdótica. Siendo niño y después de un partido de futbol jugado en la tarde polvorienta de una calle de provincia, alguien se me acercó afectado por una suerte de intoxicación verbal. Ignoro por qué los otros —mis amigos— habían desaparecido y yo estaba solo, plantado a la entrada de un tendajón cuyo letrero ironizaba con un título: “El Paraíso”. Vi a un hombre seco de edad indefinida (cincuenta años quizá), con la barba crecida pero rala vistiendo su miseria aún con cierta dignidad. Sentado junto a mí lo oí hablar como a nadie, antes, había escuchado.
Dicen que Sócrates tenía un demonio ágrafo. El que yo conocí aquella tarde fue de una especie menor aunque, en ocasiones, me da por creer que descendía de idéntica familia. En este orden, apenas si hace falta señalar que el tipo no escribía en el sentido literal y, menos, en la acepción profesional que damos al término. No escribía, más bien “decía” algo que después entendí como poesía, a saber: no el modo diario de llamar a las cosas por su nombre sino el lenguaje tentado por su dimensión ritual. Era poeta, en efecto, pero dudo que tuviera alguna conciencia sobre lo que esto significa. Digamos que apenas si vivía habitado, y a su manera disfrutaba de sus lapsus. Seguramente los poemas que le oí fueron malos, pero dejó en mi memoria las huellas de una experiencia destinada a los sentidos y en la que, curiosamente, las palabras parecían privadas de sentido. Ahí donde un árbol es un árbol, pero también es otra cosa, entre ellas: un árbol. Años después escuché a Gonzalo Rojas y advertí de nuevo aquella voz. No me resultó extraño lo que entonces nos contó a mi mujer y a mí. De niño tuvo dificultades para hablar, tartamudeaba su asma al ritmo de la humedades cíclicas de su natal Lebu, en Chile. Su fascinación por el silencio viene de ahí, de ese caos primordial del que salió hablando en lenguas.
Carezco de la inteligencia necesaria para medir la dimensión de dicho abismo. Al respecto sólo tengo interrogantes, las que reúno bajo una pregunta groseramente simple: ¿qué es lo que Rojas escucha al punto de quedarse mudo? ¿La plenitud de un no sé qué que se me escapa? Quizá.
De cualquier modo mi silencio, como el de Torri, es más bien el de una ausencia. Y decir que las sirenas no cantaron para mí es otra forma de aceptar que mi demonio es ágrafo: jamás pensó o supo escribir.
Sentado frente a la máquina puedo pasar horas en una suerte de vacío expectante sin ir más allá de unas cuantas líneas. En este sentido, sé que hay quienes a lo largo de los años perfeccionan rituales para atraerse el don de la elocuencia justa. Ceremonias inofensivas como sorber del Starbucks cortado a la temperatura adecuada, o tan extrañas como, por ejemplo, escribir sorteando la aparición de cierta grafía ominosa, según dicen que hacía Juan Ramón Jiménez, quien desconfiaba de la letra “g”. En mi caso, dichos rituales son convocados no con el propósito de escribir sino para ahuyentar el momento de enfrentarme al teclado.
Me hago a la idea de que necesito una calma sin espinas y, como ésta nunca se da, recorro el espacio ensimismado del estudio hasta que alguna tarea inútil llega a ocuparme: reparar la puerta que rechina desde hace meses pero que, esta mañana, se transformó en la bisagra clave de la que pende el universo. O más simple: me pongo a cocinar suplantando aliteraciones y asonancias a cambio de un antipasto que encabalgue bien. En mis evasiones de mayor alcance, me he inventado más de una profesión, alternando con identidad mudable mi desempeño como velador, promotor de ferias infantiles, diseñador o editor de musas en inglés. Sé que no soy el único para quien la vida es una paradójica salida de emergencia. Así y obviando todas las distancias, Gabriel Zaid cuenta cómo Juan Rulfo trabajó en la llantera Euzkadi. Él también estuvo allí, dice, y en la misma época, aunque nunca lo vio. La verdad es que no me imagino a ambos con un catálogo todo terreno en las manos, aunque puede ser. Significativamente, los dos han sido de silencios largos.
La literatura y la crítica contemporáneas abundan en expresiones y reflexiones en torno al mismo pasmo. Episodios célebres que van desde la inevitable renuncia de Rimbaud hasta, digamos, las especulaciones de Blanchot acerca de la dislalia de Baudelaire o la demencia aforística de Nietzsche. A esto habría que sumar la sombra densa de Lord Chandos sobre algunos de nuestros autores de hoy en día. Sólo por dar un ejemplo sustantivo baste recordar Bartleby y compañía. Las inquietantes palabras: “Preferiría no hacerlo”, repetidas como una oración vacua por aquel personaje creado por Melville, le sirven a Vila-Matas para aislar un síndrome: “la pulsión negativa o atracción de la nada que hace que ciertos creadores […] queden, un día, literalmente paralizados para siempre”. Según el barcelonés, Bartleby es el símbolo desencarnado de un vacío que reúne a la literatura del No, formada por una galería en la que, por ejemplo, desfilarían Beckett, Walzer, Kafka, Salinger, Monterroso o Bruno Traven.
Sin embargo, debo decir que el “autor” que sentí más cercano a mí es Luis Felipe Pineda. Un personaje joven objeto del buen o mal humor de Vila-Matas, sin duda, pero que habla de una realidad que conozco muy bien: el archivo en donde atesoró sus poemas abandonados. Frases como gestos de una sola línea que, a veces, lee desde un extravío ya totalmente inefable: “No diré que un sapo sea”. Previsiblemente, al llegar la edad adulta abrazó con sobrio estoicismo su profesión de tinterillo, hundido en la más espesa vulgaridad. Ocasionalmente pienso que a Pineda lo visitó también el mismo demonio ágrafo que yo escuché aquella tarde de provincia. Así eligió, al cabo, la evasión perfecta y sin retorno del anonimato.
Posted: April 13, 2012 at 9:52 pm