Patxi Lanceros: “La democracia se está hundiendo”
Israel Covarrubias
Patxi Lanceros es un filósofo político español que ha ido consolidando una obra y un programa de pensamiento centrados en discutir algunos fundamentos de la filosofía política a través de un constante ejercicio de (re)pensar sus bases modernas y contemporáneas. Su ejercicio permite abrir un horizonte donde siempre existe la posibilidad de habitar y desarrollar la escritura de la política, incluso en sus propias insuficiencias categoriales. En la actualidad, Patxi Lanceros es profesor titular de filosofía en la Universidad de Deusto, España. Ha publicado múltiples artículos en revistas académicas y debate, así como capítulos de libros. Entre sus obras más relevantes están: Avatares del hombre. El pensamiento de Michel Foucault (Bilbao, Universidad de Deusto, 1996); La herida trágica. El pensamiento simbólico tras Holderlin, Nietzsche, Goya y Rilke (Barcelona, Anthropos,1997); El destino de los dioses. Interpretación de la mitología nordica (Madrid, Trotta, 2001); Política mente. De la revolución a la globalización (Barcelona, Anthropos, 2005); La modernidad cansada. Y otras fatigas (Madrid: Biblioteca Nueva, 2006); y dirigió con Andrés Ortiz-Osés, Diccionario de la existencia. Asuntos relevantes de la vida humana (Barcelona, Anthropos/CRIM-UNAM, 2006). La conversación que a continuación presentamos, aborda algunas ideas que el autor ha sugerido en varios de sus libros más recientes como Fuera de la ley. Poder, justicia y exceso (Madrid, Abada, 2012), y Orden sagrado, santa violencia. Teo-tecnologías del poder (Madrid, Abada, 2014).
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El tema de la ley es una constante en diversas escuelas contemporáneas de filosofía política. La relevancia radica en que el tema estuvo vinculado a la teología, por un lado, y por el otro, terminó formalizado en el Estado de derecho, en la legalidad impersonal moderna. Desde tu punto de vista, ¿cómo explicas este resurgimiento del tema de la ley, y de su estructuración originaria, pues es una de las cuestiones que planteas en tus libros más recientes?
La noción de ley en nuestro ámbito de pensamiento helénico tiene siempre una referencia trascendental. No sé si cuando ahí se dice “ley” se está aludiendo a la justicia. Hay un momento en el cual, por efecto de la secularización, con independencia de que lo que se entienda por secularización –recordemos la polémica entre Löwith, Schmitt, Blumenberg–, la cuestión de la ley estaba resuelta a través de su formalización, sea en un esquema kelseniano o en el iuspositivismo, frente a las herencias con un cierto sabor religioso del iusnaturalismo.
Sucede que nos hemos encontrado que la ley, el ejercicio de la ley, y luego expresiones tan enfáticas como Estado de derecho, imperio de la ley, no sirven para fundamentar suficientemente la articulación de la vida en común. Toda vez porque además está cuestionada en este momento, ya que las instancias legítimas de legislación están cada vez más cuestionadas. ¿Qué está sucediendo? Que la arquitectura de la Unión Europea hace que los Estados-nación, es decir, aquellos que cuentan con la legitimidad democrática indiscutible, puedan legislar sólo en determinadas materias. Por el contrario, determinadas materias están subordinadas a la Unión Europea, muchas de ellas tienen ámbito de legislación infra-estatal. Entonces, en este momento, la cuestión de la ley se ha convertido en una cuestión disputada. ¿Es posible hacer una ley con validación?, ¿es posible legitimar políticamente los derechos humanos? Creo que aquí hay una discusión importante pues me da la impresión que frente a los que dicen que los filósofos, incluso los politólogos, que cuando hacemos teoría estamos muy alejados de las previsiones de los gobiernos, yo diría: al contrario, estamos respondiendo a una preocupación cotidiana.
Hay otra cosa que también es importante, y tiene que ver con los flujos migratorios. Es cierto que una cultura además de tener una descripción del mundo es un conjunto de instrucciones normativas. ¿Qué sucede? Que en estos momentos hay instrucciones normativas que se vuelven más visibles, que están culturalmente fundamentadas, y que están estructuradas en ámbitos donde no hay individuos. Este es el problema. Desde cuestiones más bien triviales, hasta cuestiones como la ablación de clítoris en ciertos países. Esto genera un problema real, ya que uno puede decir “bueno, no hay problema, la ley es igual para todos”. Esto encubre los problemas, pues no puedes decir “la ley es igual para ricos y pobres, aunque pernoctes bajo los puentes”. Es imposible cubrir la totalidad de diferencias culturales bajo el techo de la ley. Quedan prácticas culturales que la ley no legaliza.
En alguno de tus libros recientes citas a Antonio Gómez Ramos: “La ley sin justicia conduce al terror, la justicia sin ley conduce al terrorismo”. ¿Qué opinas sobre la relación menos “formal” entre ley y justica que sugiere esta aseveración, incluyendo a los dispositivos del poder que están presentes de manera oculta, aunque a veces de manera descaradamente abierta?
El planteamiento ya tiene una respuesta. Una ley sin justicia es aquella que es defendida por los aparatos represivos del Estado. Eso también nos lleva a lo que es cada vez más recurrente: una justicia fuera de la ley, que por lo tanto permite la comisión de ilegalidades, donde siempre se alude a una justicia “no formalizada”, pues todo lo formalizable es ley y derecho, no justicia. Y siempre hay una distancia entre el derecho y la justicia; por momentos se llega a la aporía de que quien exige “justicia” es sospechoso de que cometerá una ilegalidad. No se trata de oponer la justicia a la ley, tampoco de poner la justicia sobre la ley. Lo que hay es una exigencia de legalidad que tiene que dialogar con una exigencia de justicia. La ley muchas veces es excesiva y casi siempre es insuficiente.
El poder en sociedades como las nuestras, no puede no invocar a la ley. Hay un poder legal y legítimo. Haciendo una arqueología de determinadas prácticas de poder, sí aparece la ley como aquello que sostiene al poder. No olvidemos que la ley es una primera exigencia de justicia. En otras palabras, exigir el cumplimiento de la ley es, si quieres, una primera fase contestataria, resistente y casi revolucionaria. Algunos dirán: “no pidan justicia, pidan que se cumpla la ley”. Sin embargo, a partir de aquí, tendremos que decir que la ley es injusta por motivos sociales, económicos, etcétera. De lo que se trata es de poner la ley a disposición no sólo de quien la defienda, sino de aquel que a través de ella pueda escalar a una idea de justicia.
En este sentido, ¿cuál es tu juicio sobre la obra de Carl Schmitt, quién trabaja sobre estas disyunciones teóricas e históricas del “afuera” de la ley que estás esbozando con relación a la cuestión de la justica y el poder?
Schmitt fue el iuspublicista más discutible del siglo XX. Alguien que es discutible, merece la pena ser discutido. Su obra es muy rica en sugerencias, y rica en fracasos teóricos (si no me equivoco yo) importantísimos pero de los que se puede aprender. En muchas ocasiones me irrita la convivencia con Carl Schmitt. No así el hecho de que se le reclame una y otra vez para pensar determinados entornos teóricos y prácticos en los cuales nos encontramos.
Ve, por ejemplo, la impotencia del Estado nacional, algo que se ha ido haciendo presente cada vez más en estos momentos. El Estado nación, como fuente legislativa, está comprometido con los tratados de libre comercio, con ciertos elementos exteriores. Se puede decir, “bueno, el Estado es autónomo”, pero más que independiente es interdependiente, incluso legalmente interdependiente. Exonera una parte de su capacidad legislativa al compartir soberanía. Aquí nos metemos en un problema conceptual: sabemos que la soberanía es incompatible e indivisible. Sin duda alguna, podemos entendernos cuando hablamos de soberanía dividida, pero sabemos que estamos cometiendo la misma inexactitud que si decimos que “Manuelita o Amparo están un poco embarazadas”. ¿Qué es la soberanía compartida? Si se ha quitado aunque sea un trozo de soberanía, ya no es soberanía.
Con todo lo polémica que es su figura, Schmitt es uno de los autores que más merecen la pena ser discutidos. En realidad, hay dos modelos que conviven al mismo tiempo. Incluso hay un tercero que a mí me interesa mucho, y que es Herman Heller, quien se equivoca mucho, pero yo me encuentro muy próximo a muchas de sus posturas jurídico-políticas de él. Entonces, está el modelo schmittiano y el modelo kelseniano. La verdad es que sólo se puede activar uno con el otro. Un sistema jurídico y político básicamente kelseniano tiene que ser inquietado y estimulado por un individuo como Carl Schmitt. Es necesario dialogar con Schmitt, no de una manera crítica, sino con la sospecha siempre presente, como lo que hace Derrida. El texto de Derrida sobre Schmitt en Políticas de la amistad, para mí ha sido no sólo una enseñanza, sino un modelo de relación. Derrida sugiere: “señor, usted es un texto, un texto peligroso; voy a dialogar con usted, pero no es mi aliado ni mi compañero ni mi amigo”. Y luego ya veremos que hacemos con esto, pues Schmitt tiene suficiente capacidad para conmover las certidumbres y posiblemente ninguna capacidad para edificar sobre lo que está proponiendo. El capítulo sobre Schmitt en el libro de Derrida está escrito en un tono que no he encontrado en otras interpretaciones, que se quedan un poco en el desprecio por lo que dijo y por lo que fue (su cercanía con el nazismo). Esta lectura simplemente la puede hacer cualquiera.
Eres contundente cuando afirmas que la semántica de la ley no está en un mismo nivel que aquella de la justicia. Están en una suerte de espacio político dislocado. En este sentido, me llama mucho la atención la figura de San Pablo, porque además en ciertos discursos actuales de la filosofía política está muy presente. Pareciera que este interés quiere a través de Pablo de Tarso interpretar la posibilidad de nivelación en el espacio político de la asimetría entre la ley y la justicia. ¿Qué opinas de la figura de San Pablo y de la “vuelta” contemporánea en la filosofía política (Žižek, Agamben, Badiou)?
En algún momento, dejando al margen a Hannah Arendt, incluso a Jacob Taubés, me hace gracia y a la vez me irrita esta especie de llamado “paulino-leninismo”, que parece una moda. Sin negar que efectivamente Pablo, y yo en este caso voy más allá, el texto que se conoce con el nombre de Pablo, no es del todo de Pablo; es más bien la ruptura interna que se ve y que se puede adivinar en el texto. En muchas ocasiones cuando se invoca a Pablo para legitimar no sé que cosa, se está leyendo un texto post-paulino. Por ejemplo, cuando Carl Schmitt hace famoso el nombre del katechon, “lo que detiene, el obstáculo”, alude a dos oscuros versículos (el 6 y el 7) de la Segunda Carta a los Tesalonicenses, muy enigmáticamente quien escribe (que no es Pablo), dice: “ 6/ Y ahora sabéis qué es lo que le contiene, hasta que llegue el tiempo de manifestarse 7/ Porque el misterio de iniquidad está ya en acción; sólo falta que el que le retiene sea apartado”. Quizá además de lo que se puede sacar de aquí, pues hay toda una ideología que se va elaborando, etcétera, es más interesante pensarlo como un texto post-paulino. Pablo, dicho en el mejor sentido de los términos, es un fanático. Es un señor que está convencido de que él vive los tiempos del fin porque él sabe que el fin de los tiempos va a llegar. De ahí surge toda una política del tiempo, y una política de la ruptura en relación a la ley; claro, esto sucede cuando Pablo muere y las comunidades fieles a Pablo, sin duda alguna, tienen que gestionar otra relación con el tiempo, otra relación con el mundo, aunque eso hay que elaborarlo. Por eso, a mí me interesa mucho el texto de Pablo, porque es a la tradición que de una u otra forma nos vinculamos devota y culturalmente. Es cierto que en cuanto a su escritura, empieza con Pablo el primer texto cristiano conservado (que es la Primera Carta a los Tesaloniceneses). Es decir, toda la correspondencia de Pablo, la “auténtica” digamos, es posterior a su primera carta conservada, y los Evangelios son elaboraciones seguramente de material oral y de material escrito antiguo, pero no existen. Desde el punto de vista del documento, en este sentido tiene una cierta razón Nietzsche cuando dice que el cristianismo es paulino. Ese primer texto es del año 51, donde hay toda una gestión del tiempo, una gestión del fin, una gestión de la preparación, una gestión de la urgencia. En efecto, una disposición militante, y en este sentido tiene razón el “paulino-leninismo”: hay una combinación, en algunos casos a la revolución, en otros a la militancia porque el fin está cerca, aunque no sea concretable. ¿Qué sucede? Esto nos situa en un espacio más derridiano: cuando se produjo la diferiencia, el diferimiento, cuando el fin difiere, cuando se va generando ese paréntesis, en el que hay que habitar en el mundo sin ser del mundo; cuando ya no se trata del rechazo a la ley, pues Pablo es fundador de la ley, por eso está alistandose (no sé si crea un pueblo o un ejército), pero fuera de la ley, tanto de la ley judía como y seguramente tiene razón Taubés cuando dice que la Carta a los Romanos es una declaración de guerra al Imperio romano. Todo eso se puede defender. En la Carta a los Romanos, tal y como la conocemos, es en su mayor parte de Pablo, pero no es toda de él. Hay partes que son muy importantes desde el punto de vista de la historia política, que se han legitimado como de Pablo, y que no son de Pablo, y que llaman a otras cosas que son muy distintas (por ejemplo, a la obediencia, en este caso, al Imperio, etcétera). La figura de Pablo me parece muy interesante. Primero, porque es un individuo que nos sitúa, aparece en esa convocatoria militante: la ley no nos importa, no nos implica, no nos interesa… Lo nuestro es otra cosa… y de pronto, ese reinicio que hace que se pase de desear el fin a tener el fin.
La actualidad de Pablo es que nos permite también entender la idea de tiempo de nuestra época. Muchos hoy han vivido en el tiempo apocalíptico de la revolución, pero muchas veces en el tiempo dilatado del progreso. Ahora, sabiendo todo lo que se puede construir con el sintagma “progreso”, más bien llega a ser temible, más que deseable. Entonces, no me extraña que efectivamente aparezca el militante Pablo diciendo dos mil años después, “ya lo decía yo”.
Reyes Mate sugiere que en Europa cada vez que se acude a Pablo es porque Europa está en crisis, y hoy Europa está en crisis. Así, parafraseando un párrafo de una obra tuya, sugieres que hay zonas donde la democracia se pudre, ¿cuáles son estas zonas que pueden permitirnos inteligir los cambios recientes en las democracias, por ejemplo, con relación a la semántica de las múltiples primaveras de los movimientos en diversas latitudes?
Lo que me da pena, pero no me sorprende, es lo pronto que llega el otoño, casi sin pasar el verano. Pienso que la democracia si bien no está en un estado terminal, sí se encuentra en una situación crítica. Por desgracia. Es una ficción decir que la gente, el pueblo, gobierna. Por ejemplo, los flujos económicos son incontrables, y generan situaciones de desposesión, de exclusión salvaje. Y todo eso queda fuera del sufragio. En realidad, quien manda, quien tiene capacidad efectiva, está fuera de la acción y del escrutinio de algo que se pueda asimilar a la voluntad popular. Tampoco soy un fan del pueblo, me parece que es uno de los inventos de la alquimia filosófico-política de la modernidad. Lo que estoy diciendo es que está mal articulado eso, hay que articularlo bien, pero no digo que yo sea capaz de hacerlo, pero entre unos cuantos sí podemos ser capaces de hacer algo razonable. ¿Dónde se pudre la democracia? Se pudre ahí donde se instalan élites casi hereditarias de poder que cada vez más expropian zonas de decisión; cosas que todos hemos aceptado, ya que no podemos decidirlas, entonces resulta que hay determinadas cuestiones que nos afectan directamente y que están en manos de una tecnocracia. Dicho esto, no sé si es buena o mala la tecnocracia, o hago vocación de no saberlo.
Nosotros sí estamos sobre el fin de la historia. Ya lo dijo Hegel, Kojève, y luego llegó Fukuyama para escribir una bobada sobre el asunto. Más allá de que alguien proclame o no proclame que estamos en el fin de la historia (ya Freud decía que el síntoma sabe más que el hombre y Balzac sugería que los tiempos son muchos más interesantes que los hombres), la pregunta no es si queremos que haya historia. No, la pregunta es que cada vez más nuestro vocabulario-diagnóstico, nuestras metáforas se nutren no ya de elementos realmente históricos que exijen un sujeto y una posibilidad de cambio y de acción, sino por una parte, del vocabulario de una teoría de la evolución muy mal recibida, donde se evoluciona en términos de complejidad pero no hay un progreso (el algoritmo darwiniano es insobornable), y en términos de naturaleza. No hay otra forma de referir a una crisis más que como una catástrofe. Una depreciación económica que nos lleva a la ruina se le dice tsunami. Cuando todo este intercambio se hace comprensible, y no es ridículo, lo puedes leer en el periódico, lo ves en el noticiero, etcétera, estamos expresando sin quererlo nuestra desconfianza en la historia; por lo tanto, en cualquier sujeto histórico y en esas fuguras que están vinculadas a la historia como a la democracia. Incluso, en la democracia por venir de Derrida no cabe acción colectiva ante el tsunami. No hay respuesta política a la catástrofe. No es una tempestad, como hace poco me decía un amigo. Se está pudriendo la democracia y no hay forma de detener este proceso degenerativo. La democracia se está hundiendo estructuralmente, se está corrompiendo prácticamente porque se elimina el margen de acción de lo que en el periodo moderno ha sido la historia.
*Fotografía de Paola Martínez
Israel Covarrubias es profesor de teoría política en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México y Director de la revista Metapolítica. Su libro más reciente en coordinación con Edgar Morales es Descifrar la comunidad política (Ciudad de México, Ediciones Navarra-Unisal, 2016).
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Posted: July 20, 2017 at 9:03 pm